Autor: Gabriela Massuh
¿Qué nos dice hoy, ahora, en este mundo y en los días que corren, la literatura de Thomas Mann?
Rimbaud, uno de los escritores que por su breve producción y su voluntaria renuncia a los escenarios de la literatura podría estar en las antípodas del alemán, abdicó de su oficio de poeta después de dejar una obra maestra y desapareció para siempre de la escena pública. Thomas Mann, en cambio, escribió hasta el fin de sus días, completó un opus monumental, integrado por treinta y ocho novelas, más de cincuenta ensayos, textos autobiográficos, conferencias, discursos, manifiestos políticos, tres mil cartas y un diario en varios volúmenes. La escasez de producción y el hecho de sentirse prescindible caracterizaron a Rimbaud. Su lema era: Il faut être absolument moderne (Hay que ser absolutamente moderno). Thomas Mann quiso para sí la eternidad de los clásicos.
Los dos escritores jamás se cruzaron y nada dice que uno de los dos registrara de manera consciente la existencia del otro. Vienen a cuento aquí porque configuran dos formas de supervivencia literaria, dos maneras de ser emblemas de una época. La pregunta sería cuál de los dos es hoy un contemporáneo. Cuál de los dos transgredió aquella norma que hoy nos parece obsoleta. O cuál buceó en lo que no se dice para que hoy podamos pronunciarlo con todas las letras.
Buena parte de la crítica vio en Thomas Mann a un precursor de los grandes narradores alemanes de la posguerra. Hans Mayer muestra que el estilo picaresco e irónico de las Confesiones del estafador Felix Krull (obra que Mann publicó en la madurez pero escribió durante toda su vida) anticipa la mordacidad satírica que caracteriza a la narración en El tambor de hojalata de Günter Grass o las Consideraciones de un payaso de Heinrich Böll.
Para Georg Lukács, Thomas Mann es «el último escritor burgués, el típico representante de lo esencial de su época y su contexto. Concebida de esta manera, la obra de Mann encarnaría la desarticulación de la conciencia europea en manos del capitalismo». A pesar de ese homenaje del gran crítico marxista que fue Lukács, Thomas Mann jamás quiso que lo interpretaran como un exponente de su época; al contrario, quería estar fuera de ella. La «decadencia» melancólica de sus personajes no es el producto de una constelación económica o social, sino el reflejo de lo que él mismo sentía acerca de su rol como escritor: el solitario, el que está afuera, el que encarna una esencia intangible.
Mann nació en 1875 y murió en 1955. Fue un testigo privilegiado de las dos guerras que más radicalmente transformaron los paradigmas de la cultura occidental y cuyas consecuencias, de alguna manera, siguen vigentes en la actualidad. En 1929 recibió el Premio Nobel por Los Buddenbrooks, una saga familiar que había publicado a los 26 años. Al igual que todas sus novelas, pretendía ser el reflejo de la historia espiritual y la decadencia de la alta burguesía alemana. A fines de 1936, casi cuatro años después de que asumiera el régimen nacionalsocialista, se exilió en Suiza, después en los Estados Unidos, y regresó a Europa pocos años antes de morir.
Por la turbulencia de personalidades en conflicto, su familia bien podría ser parte de la trama de alguna de sus novelas. En cuanto a posicionamiento estético y pensamiento político, Mann se ubicó siempre en las antípodas de su hermano Heinrich (autor de grandes novelas como El ángel azul o El súbdito) con quien mantuvo un antagonismo tan profundo como irreconciliable. Este enfrentamiento seguramente contribuyó a marcar la radicalidad con la que ambos abrazaron sus posturas estéticas y políticas: Heinrich profesaba una franca simpatía por los movimientos socialistas y, en caso de optar, siempre se ponía del lado de las víctimas. Por el contrario, Thomas confesaba que no estaba hecho para la protesta: «desde que tengo uso de razón he estado en concordancia con la esencia espiritual de mi patria y en ella me he sentido amparado; yo nací para representar, no para el martirologio; estoy hecho para brindar alivio al mundo, no para fomentar el odio».
Similar a la crispada relación que mantuvo con su hermano fue el enfrentamiento con sus hijos Klaus (autor de Mefisto, una novela crítica cuyo protagonista está inspirado en el actor filonazi Gustav Gründgens) y Erika, activa militante antifacista antes y después de la guerra, quien logró reconciliarse con su padre tan sólo en el exilio. La mujer de Thomas, Katja, provenía de una rica familia judía que también debió abandonar Alemania; fue un personaje central en la vida del escritor. Además de aplicada madre y tolerante esposa, fue quien veló para que ningún asunto cotidiano perturbara la tranquilidad del creador. De los seis hijos que tuvieron, dos se suicidaron: Klaus y Michael.
No hay escrito por teórico o ensayístico que sea en el que Thomas Mann no sea autobiográfico. De alguna manera u otra, siempre está hablando de sí mismo, así se ocupe del pueblo alemán o de Charlotte von Stein, la amante de Goethe. Sus personajes de ficción más importantes (por citar a los más conocidos, Tonio Kröger de la novela homónima, Hanno Buddenbrook de la saga familiar, Hans Castorp de La montaña mágica, Gustav von Aschenbach de La muerte en Venecia, Adrian Leverkühn y Serenus Zeitblom del Doctor Fausto) son construcciones en las que Mann quería verse reflejado. El denominador común de esos seres es la soledad y la decadencia. Todos tienen una sensibilidad a flor de piel, son refinados, un poco dandis y de salud frágil, como el último retoño de una variedad biológica en extinción. Son ejemplares únicos, portadores de un estigma que los hace diferentes del resto de la especie que representan porque también son parte de ella. Son elegidos porque logran escapar del lugar común, despegarse de la dorada mediocridad de los semejantes, traspasar el límite del tiempo y el espacio en el que viven para insertarse en una zona de conocimiento radical: el mundo de la belleza, la poesía y el arte.
Hans Castorp, el protagonista de La montaña mágica, abandona la planicie (la chatura) terrenal para refugiarse y finalmente sucumbir en ese Olimpo espiritual que es la clínica para tuberculosos donde ha ido a visitar a su primo.
El compositor Gustav von Aschenbach, de La Muerte en Venecia, está integrado en el mundo burgués de la ciudad de Munich hasta que, en Venecia, se enamora de la apolínea perfección de Tadzio. Es su acceso a la belleza; en este caso, el precio es la muerte.
Serenus Zeitblom, el biógrafo de Adrian Leverkühn en el Doctor Fausto, empieza la historia del músico precisamente el día en el que Thomas Mann comienza a escribir la novela: el 23 de mayo de 1943. La disgregación de Leverkühn es paralela a la de Alemania porque, tanto Leverkühn como Alemania participan de las mismas características: rechazan el humanismo, apelan a la violencia, pactan con el demonio y pecan del mismo delirio de grandeza. Tanto Zeitblom como Leverkühn son Mann: el primero, en su humanismo comprometido; el segundo, en su dionisíaca propensión hacia la muerte. Y, al mismo tiempo, las dos figuras son Alemania. La biografía de Serenus se había propuesto no sólo contar la verdadera historia del músico, sino develar las raíces históricas, culturales y morales de la catástrofe del nazismo. Al cabo de la biografía, Serenus anota: «Que Dios se apiade de usted, amigo mío, patria mía».
Es cierto que todos los narradores se identifican con sus personajes. Pero no en el grado en el que Thomas Mann aparece en los suyos; aquí hay un rasgo peculiar que hace que esa identificación sea más visible, más obvia, casi más ingenua. De hecho, no sólo se sentía un solitario, sino que quería ser visto como tal. Cultivó minuciosamente la diferencia porque sólo así podría lograr el grado máximo de la representación: encarnarse en una lengua, una tradición, un pueblo. Ser Alemania en lo sublime y en lo abyecto. En este sentido se entiende su resistencia a ser equiparado con sus contemporáneos o su rechazo a integrar algún círculo literario por más selecto que fuera. Con excepción del que mantuvo con Hermann Hesse, no existe intercambio epistolar con poetas o escritores de su época; durante la década del veinte, los amigos de Heinrich, entre los que estaban Wedekind, Sternheim y la llamada bohemia de Munich, no frecuentaron su casa. No pocos hicieron pública la irritación que provocaba la eterna pose de Mann. Entre ellos, Bertolt Brecht, Robert Musil, Alfred Döblin y Gottfried Benn.
Sólo así se interpreta su exilio tardío, cuatro años después de la llegada del régimen nazi al poder. Mientras estuvo en Alemania no dejó de escribir, pero se llamó a un silencio cerril que fue blanco encarnizado de los reproches de sus hijos Klaus y Erika, enrolados desde un comienzo en la oposición frontal al régimen nazi. Aquella tardanza en partir no tuvo más motivo que su negativa a integrar el compacto grupo de intelectuales alemanes en el exilio. Fue entonces cuando escribió por qué no quería ser considerado un mártir. En realidad sólo estaba midiendo la realidad a partir de sí mismo: el hecho de que él pudiera permanecer en Alemania era prueba de que la situación no era tan grave. Mientras él pudiera quedarse había, por más que invisible, una instancia de salvación.
La necesidad de identificarse con Alemania no es un rasgo de la madurez sino que ya está presente en un curioso manifiesto que escribió durante la Primera Guerra Mundial y que publicó en 1918. Se trata de las Consideraciones de un apolítico, un ensayo que intenta justificar la entrada de Alemania en la Primera Guerra Mundial y mejorar la imagen que el país, a la sazón, tenía en el resto de Europa. Por más que hoy resulte un tanto extemporáneo por su interpretación vitalista de hechos históricos y por aplicar una caracterología genético espiritual a la conducta de todo un pueblo, Thomas Mann nunca se desdijo realmente del contenido de este escrito que suscitó no pocas polémicas entre sus seguidores y enemigos. De hecho tenía preparado un lugar central para justificar ese ensayo en la edición de sus obras completas de 1955.
A partir de un análisis filosófico de la realidad cultural alemana desde el Cantar de los Nibelungos hasta Nietzsche, Schopenhauer y Wagner, Thomas Mann deducía que Alemania había entrado en guerra por padecer de «ascetismo político». Este ascetismo esencial que se caracteriza por rechazar lo político y mostrar escaso o nulo interés por los temas sociales, no debía interpretarse como un síntoma negativo, sino como el anhelo de un orden superior, como la vocación por una instancia espiritual donde se conjugan la vida y el arte. Thomas Mann se refiere a Alemania; pero esas frases coinciden casi literalmente con los rasgos que describen a los héroes de sus novelas. Cuando dice que «la misión de la realidad alemana es optar por la soledad de la creación» habla de una Alemania que, como él, está por encima de la historia. Así pensaba Thomas Mann precisamente en el momento en que Lenin estaba tomando el Palacio de Invierno. Con leves modificaciones y acentos siguió pensando de la misma manera hasta los últimos días de su vida.
El mecanismo que permite interpretar el arte como una vía superior del conocimiento y al autor como un hombre divino data del primer romanticismo alemán, tiene su mayor exponente en Goethe y culmina en el humanismo ateo de fines del siglo XIX. En este contexto, todo procedimiento artístico lleva hacia la belleza y, de igual forma, a la desintegración porque no participa de lo secular, porque no se siente partícipe de lo meramente humano. En el siglo de los cambios sociales y políticos, Thomas Mann fue el último intelectual que aspiró al Olimpo. Se empecinó en encarnar el tipo de intelectual que estaba por encima de los avatares políticos de su época.
Tiene razón Harold Bloom cuando sostiene que Thomas Mann fue el único heredero de Goethe en el siglo XX. Como Goethe, Mann construyó para sí y para los protagonistas de su literatura la visión de un «gran hombre encarnado en poeta», un profeta de la cultura, ese «hombre divino» que se enamoró del elogio de la decadencia no porque lamentara la pérdida del pasado, sino precisamente porque sentía que sólo de esa manera se podía instalar allí para siempre.
Si volvemos a la pregunta por la contemporaneidad de la literatura de Mann, se podría casi decir que la concepción de lo humano que quiso representar está más lejos de nuestra sensibilidad que los dramas de Schiller escritos a fines del siglo XVIII. Porque si, como sostiene Giorgio Agamben, las fuerzas históricas tradicionales (filosofía, religión, poesía) que mantenían despierto el motor del destino humano se han transformado en productos culturales o experiencias privadas, lo que resta de lo humano ya no es siquiera ese status de individualidad ciudadana inserta en un entramado social que buscó el siglo XX, sino una pura animalidad que la biopolítica del presente y la literatura del futuro sabrán representar.
Buena parte de la crítica vio en Thomas Mann a un precursor de los grandes narradores alemanes de la posguerra. Hans Mayer muestra que el estilo picaresco e irónico de las Confesiones del estafador Felix Krull (obra que Mann publicó en la madurez pero escribió durante toda su vida) anticipa la mordacidad satírica que caracteriza a la narración en El tambor de hojalata de Günter Grass o las Opiniones de un payaso de Heinrich Böll.
Para Georg Lukács, Thomas Mann es «el último escritor burgués, el típico representante de lo esencial de su época y su contexto. Concebida de esta manera, la obra de Mann encarnaría la desarticulación de la conciencia europea en manos del capitalismo». A pesar de ese homenaje del gran crítico marxista que fue Lukács, Thomas Mann jamás quiso que lo interpretaran como un exponente de su época; al contrario, quería estar fuera de ella. La «decadencia» melancólica de sus personajes no es el producto de una constelación económica o social, sino el reflejo de lo que él mismo sentía acerca de su rol como escritor: el solitario, el que está afuera, el que encarna una esencia intangible.
Mann nació en 1875 y murió en 1955. Fue un testigo privilegiado de las dos guerras que más radicalmente transformaron los paradigmas de la cultura occidental y cuyas consecuencias, de alguna manera, siguen vigentes en la actualidad. En 1929 recibió el Premio Nobel por Los Buddenbrooks, una saga familiar que había publicado a los 26 años. Al igual que todas sus novelas, pretendía ser el reflejo de la historia espiritual y la decadencia de la alta burguesía alemana. A fines de 1936, casi cuatro años después de que asumiera el régimen nacionalsocialista, se exilió en Suiza, después en los Estados Unidos, y regresó a Europa pocos años antes de morir.
Por la turbulencia de personalidades en conflicto, su familia bien podría ser parte de la trama de alguna de sus novelas. En cuanto a posicionamiento estético y pensamiento político, Mann se ubicó siempre en las antípodas de su hermano Heinrich (autor de grandes novelas como El ángel azul o El súbdito) con quien mantuvo un antagonismo tan profundo como irreconciliable. Este enfrentamiento seguramente contribuyó a marcar la radicalidad con la que ambos abrazaron sus posturas estéticas y políticas: Heinrich profesaba una franca simpatía por los movimientos socialistas y, en caso de optar, siempre se ponía del lado de las víctimas. Por el contrario, Thomas confesaba que no estaba hecho para la protesta: «desde que tengo uso de razón he estado en concordancia con la esencia espiritual de mi patria y en ella me he sentido amparado; yo nací para representar, no para el martirologio; estoy hecho para brindar alivio al mundo, no para fomentar el odio».
Similar a la crispada relación que mantuvo con su hermano fue el enfrentamiento con sus hijos Klaus (autor de Mefisto, una novela crítica cuyo protagonista está inspirado en el actor filonazi Gustav Gründgens) y Erika, activa militante antifascista antes y después de la guerra, quien logró reconciliarse con su padre tan sólo en el exilio. La mujer de Thomas, Katja, provenía de una rica familia judía que también debió abandonar Alemania; fue un personaje central en la vida del escritor. Además de aplicada madre y tolerante esposa, fue quien veló para que ningún asunto cotidiano perturbara la tranquilidad del creador. De los seis hijos que tuvieron, dos se suicidaron: Klaus y Michael.
No hay escrito por teórico o ensayístico que sea en el que Thomas Mann no sea autobiográfico. De alguna manera u otra, siempre está hablando de sí mismo, así se ocupe del pueblo alemán o de Charlotte von Stein, la amante de Goethe. Sus personajes de ficción más importantes (por citar a los más conocidos, Tonio Kröger de la novela homónima, Hanno Buddenbrook de la saga familiar, Hans Castorp de La montaña mágica, Gustav von Aschenbach de La muerte en Venecia, Adrian Leverkühn y Serenus Zeitblom del Doctor Faustus) son construcciones en las que Mann quería verse reflejado. El denominador común de esos seres es la soledad y la decadencia. Todos tienen una sensibilidad a flor de piel, son refinados, un poco dandis y de salud frágil, como el último retoño de una variedad biológica en extinción. Son ejemplares únicos, portadores de un estigma que los hace diferentes del resto de la especie que representan porque también son parte de ella. Son elegidos porque logran escapar del lugar común, despegarse de la dorada mediocridad de los semejantes, traspasar el límite del tiempo y el espacio en el que viven para insertarse en una zona de conocimiento radical: el mundo de la belleza, la poesía y el arte.
Hans Castorp, el protagonista de La montaña mágica, abandona la planicie (la chatura) terrenal para refugiarse y finalmente sucumbir en ese Olimpo espiritual que es la clínica para tuberculosos donde ha ido a visitar a su primo.
El compositor Gustav von Aschenbach, de La muerte en Venecia, está integrado en el mundo burgués de la ciudad de Munich hasta que, en Venecia, se enamora de la apolínea perfección de Tadzio. Es su acceso a la belleza; en este caso, el precio es la muerte.
Serenus Zeitblom, el biógrafo de Adrian Leverkühn en el Doctor Faustus, empieza la historia del músico precisamente el día en el que Thomas Mann comienza a escribir la novela: el 23 de mayo de 1943. La disgregación de Leverkühn es paralela a la de Alemania porque, tanto Leverkühn como Alemania participan de las mismas características: rechazan el humanismo, apelan a la violencia, pactan con el demonio y pecan del mismo delirio de grandeza. Tanto Zeitblom como Leverkühn son Mann: el primero, en su humanismo comprometido; el segundo, en su dionisíaca propensión hacia la muerte. Y, al mismo tiempo, las dos figuras son Alemania. La biografía de Serenus se había propuesto no sólo contar la verdadera historia del músico, sino develar las raíces históricas, culturales y morales de la catástrofe del nazismo. Al cabo de la biografía, Serenus anota: «Que Dios se apiade de usted, amigo mío, patria mía».
Es cierto que todos los narradores se identifican con sus personajes. Pero no en el grado en el que Thomas Mann aparece en los suyos; aquí hay un rasgo peculiar que hace que esa identificación sea más visible, más obvia, casi más ingenua. De hecho, no sólo se sentía un solitario, sino que quería ser visto como tal. Cultivó minuciosamente la diferencia porque sólo así podría lograr el grado máximo de la representación: encarnarse en una lengua, una tradición, un pueblo. Ser Alemania en lo sublime y en lo abyecto. En este sentido se entiende su resistencia a ser equiparado con sus contemporáneos o su rechazo a integrar algún círculo literario por más selecto que fuera. Con excepción del que mantuvo con Hermann Hesse, no existe intercambio epistolar con poetas o escritores de su época; durante la década del veinte, los amigos de Heinrich, entre los que estaban Wedekind, Sternheim y la llamada bohemia de Munich, no frecuentaron su casa. No pocos hicieron pública la irritación que provocaba la eterna pose de Mann. Entre ellos, Bertolt Brecht, Robert Musil, Alfred Döblin y Gottfried Benn.
Sólo así se interpreta su exilio tardío, cuatro años después de la llegada del régimen nazi al poder. Mientras estuvo en Alemania no dejó de escribir, pero se llamó a un silencio cerril que fue blanco encarnizado de los reproches de sus hijos Klaus y Erika, enrolados desde un comienzo en la oposición frontal al régimen nazi. Aquella tardanza en partir no tuvo más motivo que su negativa a integrar el compacto grupo de intelectuales alemanes en el exilio. Fue entonces cuando escribió por qué no quería ser considerado un mártir. En realidad sólo estaba midiendo la realidad a partir de sí mismo: el hecho de que él pudiera permanecer en Alemania era prueba de que la situación no era tan grave. Mientras él pudiera quedarse había, por más que invisible, una instancia de salvación.
La necesidad de identificarse con Alemania no es un rasgo de la madurez sino que ya está presente en un curioso manifiesto que escribió durante la Primera Guerra Mundial y que publicó en 1918. Se trata de las Consideraciones de un apolítico, un ensayo que intenta justificar la entrada de Alemania en la Primera Guerra Mundial y mejorar la imagen que el país, a la sazón, tenía en el resto de Europa. Por más que hoy resulte un tanto extemporáneo por su interpretación vitalista de hechos históricos y por aplicar una caracterología genéticoespiritual a la conducta de todo un pueblo, Thomas Mann nunca se desdijo realmente del contenido de este escrito que suscitó no pocas polémicas entre sus seguidores y enemigos. De hecho tenía preparado un lugar central para justificar ese ensayo en la edición de sus obras completas de 1955.
A partir de un análisis filosófico de la realidad cultural alemana desde el Cantar de los Nibelungos hasta Nietzsche, Schopenhauer y Wagner, Thomas Mann deducía que Alemania había entrado en guerra por padecer de «ascetismo político». Este ascetismo esencial, que se caracteriza por rechazar lo político y mostrar escaso o nulo interés por los temas sociales, no debía interpretarse como un síntoma negativo, sino como el anhelo de un orden superior, como la vocación por una instancia espiritual donde se conjugan la vida y el arte. Thomas Mann se refiere a Alemania; pero esas frases coinciden casi literalmente con los rasgos que describen a los héroes de sus novelas. Cuando dice que «la misión de la realidad alemana es optar por la soledad de la creación» habla de una Alemania que, como él, está por encima de la historia. Así pensaba Thomas Mann precisamente en el momento en que Lenin estaba tomando el Palacio de Invierno. Con leves modificaciones y acentos siguió pensando de la misma manera hasta los últimos días de su vida.
El mecanismo que permite interpretar el arte como una vía superior del conocimiento y al autor como un hombre divino data del primer romanticismo alemán, tiene su mayor exponente en Goethe y culmina en el humanismo ateo de fines del siglo XIX. En este contexto, todo procedimiento artístico lleva hacia la belleza y, de igual forma, a la desintegración porque no participa de lo secular, porque no se siente partícipe de lo meramente humano. En el siglo de los cambios sociales y políticos, Thomas Mann fue el último intelectual que aspiró al Olimpo. Se empecinó en encarnar el tipo de intelectual que estaba por encima de los avatares políticos de su época.
Tiene razón Harold Bloom cuando sostiene que Thomas Mann fue el único heredero de Goethe en el siglo XX. Como Goethe, Mann construyó para sí y para los protagonistas de su literatura la visión de un «gran hombre encarnado en poeta», un profeta de la cultura, ese «hombre divino» que se enamoró del elogio de la decadencia no porque lamentara la pérdida del pasado, sino precisamente porque sentía que sólo de esa manera se podía instalar allí para siempre.
Si volvemos a la pregunta por la contemporaneidad de la literatura de Mann, se podría casi decir que la concepción de lo humano que quiso representar está más lejos de nuestra sensibilidad que los dramas de Schiller escritos a fines del siglo XVIII. Porque si, como sostiene Giorgio Agamben, las fuerzas históricas tradicionales (filosofía, religión, poesía) que mantenían despierto el motor del destino humano se han transformado en productos culturales o experiencias privadas, lo que resta de lo humano ya no es siquiera ese status de individualidad ciudadana inserta en un entramado social que buscó el siglo XX, sino una pura animalidad que la biopolítica del presente y la literatura del futuro sabrán representar.
La visita del diablo
Por Carlos Franz
Para LA NACION — Madrid, 2005
De la vasta obra de Thomas Mann -quizá el último escritor universal en el sentido que le dio Goethe a esa idea- escojo este personaje esotérico y a la vez patente, expuesto y escondido en el arco de su edificio literario, al modo en que este mismo viejo personaje se «esconde» disimulado en la multitud que puebla los pórticos de ciertas catedrales: el diablo.
En La muerte en Venecia (1912), el escritor Gustav von Aschenbach, orgulloso pero inconforme con la disciplina apolínea -y frígida- de su arte, pasea por las afueras de Munich. En la puerta de la capilla del cementerio (con su cúpula bizantina) ocurre esta escena insignificante: un vagabundo pelirrojo le dirige una mirada colérica. Von Aschenbach repara en los labios retraídos que dejan a la vista los dientes largos, de perro gruñendo. Por alguna razón (como si ese vagabundo le trajera un mensaje), el escritor siente «una apetencia de lejanías, juvenil e intensa». Y decide partir a Venecia. A la mítica ciudad decadente, de fundaciones imprecisas, que se confunde con sus reflejos. Poco después de llegar al Hotel des Bains, en el Lido, Von Aschenbach se prenda -homosexualmente, por primera vez en su vida- del joven Tadzio, un adolescente de belleza angélica (el lector atento notará el contraste de este Luzbel con el otro, el «ángel» rabioso en el cementerio). Luego, el cólera llega a Venecia. ¿Como si hubiera seguido a Von Aschenbach? Todo el mundo abandona la ciudad en estampida, menos el escritor. Entendemos que mientras su ángel no parta, él tampoco se irá. Una noche (otra aparición inconexa, al pasar), abandona la ciudad en estampida, menos el escritor. Entendemos que mientras su ángel no parta, él tampoco se irá. Una noche (otra aparición inconexa, al pasar), un hediondo músico ambulante -pelirrojo, de fuertes dientes- canta estrofas obscenas frente al hotel. El escritor se siente mal, suda (en la película de Visconti, la tintura en las sienes de Dirk Bogarde se corre). La mañana en que Tadzio va a partir, éste le hace una seña en la playa como invitándolo al mar, «a una inmensidad cargada de promesas»… Y Gustav von Aschenbach muere. El ángel bello lo deja atrapado en la ciudad de los espejismos y las pasiones, en manos del ángel podrido de la peste, la vejez y también la liberación, la voluptuosidad de la muerte. «Y su alma conoció la lujuria y el vértigo de la aniquilación», había oído Von Aschenbach, cuando soñó con los festejantes de Dionisio («el dios extranjero») que devoraban animales crudos.
El artista apolíneo, prisionero de sus formas, de su férrea disciplina, siguió la invitación del diablo dionisíaco a una sensualidad que pudiera fecundar su arte. Pero ésta no sólo lo inspira. También lo destruye, anulando su distancia con la «peste» de la vida y entregándolo a la pasión en su forma más radical: el padecer gozoso de la muerte. En los años que vendrían Mann iba a elaborar mucho más esta mezcla fecunda y fatal.
El corazón húmedo
En La montaña mágica (1924), ese demonio doble se despliega en múltiples facetas contradictorias. Hans Castorp, un joven ingeniero naval, pragmático y satisfecho de la vida burguesa que tiene prometida, sube al sanatorio de Davos para ver a un primo aquejado de tuberculosis. Poco a poco, Hans va quedando atrapado por el hechizo de la montaña: la enfermedad. Un día, el médico descubre una «mancha húmeda» en la radiografía del pecho de Hans. La metáfora es transparente: casi como si él lo hubiera deseado, su corazón se ha «humedecido» (sensualizado, espiritualizado, diríamos).
Agentes del embrujo que ha atrapado a Hans en la montaña son los «pedagogos» Naphta y Settembrini. Ambos viven en la misma casa, no lejos del sanatorio. Naphta, el judío convertido en jesuita y reaccionario, en una «celda lujosa», cubierta de sedas, adornada por la réplica de una pietà sangrante. Settembrini -el humanista librepensador- vive y escribe arriba, en un austero desván con olor a granero y maderas calientes.
Pronto Hans echa de ver que ambos «se disputan como pedagogos mi pobre alma, como Dios y el Diablo hacían con el hombre en la Edad Media». Pero ¿cuál es el diablo y cuál dios? Hans no lo sabe y nosotros tampoco quedamos seguros. Naphta es descrito como un diablo (por Settembrini): «todos sus pensamientos son de naturaleza voluptuosa; porque están colocados bajo la protección de la muerte…». Y Hans lo llama, entrañablemente, «pequeño jesuita y terrorista». Por su parte, Settembrini parece un eudaimon, un diablo o genio bueno. Aunque no tanto, porque con su fe apasionada en la revolución «era dudoso que se mostrase dispuesto a ahorrar la sangre».
Naturalmente, en un sanatorio la enfermedad es un tema central en las discusiones. Naphta abomina de la salud porque ésta es vida y la vida no es un fin en sí misma. Hay, debe haber, algo más allá. El dispensador de la enfermedad que acerca a la muerte es dios, que también es el demonio, esto es crucial en la teología de Naphta. Ambos son uno en su irracionalidad mística. Lo que corrobora las peores sospechas del racionalista Settembrini. El humanista, en cambio, cree en la vida. Pero así, claro, condena la enfermedad y la muerte -la tragedia- que son progenitores del espíritu, de esa espiritualización o elevación hacia lo trascendente que ha experimentado Hans al subir al sanatorio y enfermarse.
Otro aspecto de la complejidad -y de la vigencia- de estos demonios, es el político. Para Naphta, la vida «se ha convertido en demoníaca» porque es capitalista. Sueña con una dictadura que imponga, si es necesario por el terror, el comunismo religioso. Oscuramente premonitorio, para Naphta el peor enemigo de la trascendencia espiritual (del Homo Dei) es el «economismo inglés», representado por el «capitalista republicano» que es Settembrini.
Hans se sume en una confusión (fusión de contrarios). Intuye que si ama al racionalista Settembrini, por su pasión, es el místico Naphta quien tiene la razón más a menudo. Esta paradoja marea y embriaga a Hans. Y contribuye a atraparlo en el hechizo de la montaña.
La relación entre estos demonios es llevada por Mann a una síntesis no dialéctica, sino poética, en la famosa escena de la tormenta de nieve. Hans sale a esquiar y está a punto de morir perdido en la ventisca. Se adormece medio congelado -«muy inclinado a abandonarse a aquella confusión que quería tomar posesión de él»- y tiene un sueño. Ve una escena arcádica: el mar del sur, islas, jóvenes que danzan, un templo de hermosas columnas blancas. Al entrar en él, sin embargo, Hans descubre dos viejas brujas -dos bacantes, acaso- que devoran a un niño. ¿Cómo no recordar el violento sueño dionisíaco de Von Aschenbach?
Al final, cuando Naphta se suicida, ambos contrincantes pierden. Settembrini, el ateo, experimenta una desconocida tristeza y grita: «Infelice, che cosa fai per l´amor di Dio». Los demonios opuestos se aman en esa confusión fecunda que humedece el corazón de Hans.
No te será permitido amar
Veinte años más tarde, al escribir Doctor Faustus (1947), el demonio personal de Mann (la búsqueda de inspiración vital que hace el frígido Von Aschenbach en Venecia) converge con el de su nación destrozada por la guerra (la amenaza que se cernía sobre La montaña mágica).
El narrador reflexiona sobre su famoso amigo, el músico Adrian Leverkühn, compositor del «Canto de dolor del Doctor Faustus», preguntándose por la terrible fatalidad que acompañó a su búsqueda de genio. Dice: «en esa radiante esfera [del genio] el elemento demoníaco e irracional ha representado siempre un papel inquietante». Y más adelante se pregunta: «¿Qué esfera humana […] puede en absoluto despreciar su fecundante contacto?» (itálicas mías).
Adrian Leverkühn estudió teología, antes de entregarse a la música. Desde el comienzo su búsqueda fue la trascendencia, el absoluto. Sin embargo, queda inconforme con esos estudios ya que la teología en boga, liberal, «es débil porque su moralismo y su humanismo no perciben el carácter demoníaco de la existencia humana».
Adrian se dedica entonces a la música. Prefiero sintetizar el complejo proceso intelectual y emotivo que lo lleva a ella, con esta frase de Mann, tomada de su ensayo sobre Wagner: «la fraternidad musical con la noche y con la muerte». No en balde Nietzche -la otra influencia capital en Mann- considera la música el único arte capaz de resucitar el espíritu perdido de la tragedia. Adrian sabe, sin embargo, que para asomarse a ese absoluto artístico -donde el individuo, el indiviso, se reparte dionisíacamente con el todo- es preciso ser un genio. Y también sospecha que serlo exige no sólo «ponerse en oposición con el mundo, con el término medio de la vida», sino una verdadera transustanciación alquímica. En esa búsqueda, Adrian se acuesta con la «hetaira Esmeralda», a pesar de que ella lo ha puesto «en guardia contra su cuerpo», contra la sífilis que porta el destino nietzcheano. Y así precipita el cambio «químico» en su cuerpo que derivará en la transustanciación alquímica de su alma.
En adelante, Adrian compone algunas piezas de rara perfección. Sin embargo, no es todavía un genio. La música absoluta aún se le escapa. Algo falta. Poco después, estando el compositor en Italia, un viejo conocido nuestro lo visita. Y tiene lugar una de las escenas más geniales en la literatura del siglo XX (como si el diablo hubiera visitado también a Mann, mientras la escribía).
Al aparecerse el diablo en su cuarto, Adrian tirita -no sabe si de frío o fiebre- y duda de sus sentidos. Pero el visitante lo desengaña rápidamente: «No soy una creación del foco [infeccioso] en tu pia mater, sino que eso es lo que te capacita para percibir mi presencia». Durante la entrevista el diablo va cambiando de aspecto (adaptándose a la melodía de la irónica conversación). Primero es pelirrojo -como el vagabundo de Munich y el músico ambulante de Venecia-, con «los pantalones indecentemente ceñidos, y zapatos amarillos» y una gorra ladeada. «Un strizzi, un afeminado.» Luego cambia, habla como un crítico orgulloso y se parece a Naphta («nariz aguda, frente pálida y abombada… un intelectual»). Ese demonio dice cosas interesantes, no sólo para Adrian, sino diabólicamente actuales y pertinentes: «Hoy… el arte se torna crítica […]. Pero, ¿y el peligro de esterilidad…?»
Adrian sabe la respuesta. «El carácter ilusorio de la obra de arte burguesa, con su nihilismo aristocrático» -vuelto parodia estéril de una crítica musical, literaria, plástica, etcétera- sólo puede romperlo el entusiasmo vital del genio. Y este visitante irónico se lo corrobora: «Una inspiración verdaderamente inefable, arrebatadora, liberada de la duda […] esa inspiración no es posible con Dios, que deja demasiado terreno a la razón; sólo es posible con el diablo, verdadero señor del entusiasmo».
Ese entusiasmo -como el que quería Von Aschenbach, como el que encuentra Hans Castorp- es lo que le ofrece el diablo: «te elevarás hasta el punto de una vertiginosa admiración de ti mismo, y crearás cosas que te harán experimentar un terror sagrado». A cambio sólo le pide -como es tradicional- su alma. Pero, ya que en el siglo XX esto no aterra a casi nadie -supongo-, añade una cláusula que constituye el auténtico precio, con estas magníficas líneas: «Criatura de elección. Te has prometido y unido con nosotros. No te será ya permitido amar».
La frigidez que afligía a Von Aschenbach se vuelve el precio del genio para Adrian Leverkühn. Será su infierno en la tierra. Toda una vida visitando a sus demonios capacitan a Mann para la visitación reveladora de esta dolorosa paradoja. El arte acerca a la vida distanciando al artista de ella. Palabra de diablo.
Autor: Gabriela Massuh
Fuente: La Nacion