Refundar la educación

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El siglo XIX nace en un universo de relojero, en el que el paso del tiempo está marcado de una manera inalterable. Su textura, la misma en todas partes, está dada por una sustancia increada (la materia) y una entidad indestructible (la energía). Las leyes de la física, hasta la extraña excepción del segundo principio de la termodinámica, ignoran la dispersión, el gasto y la degradación.

Es cierto que las sociedades humanas han conocido la palabra “revolución”, pero en ella misma el Orden sale restablecido, adulto: es el paso del desorden al orden nuevo. Las sociedades obedecen a una ley de progreso que las hace acceder a un orden superior. Sin embargo, mediada esa centuria el reloj comienza a fallar.

En 1850 Clausius introduce la idea de la entropía, de la degradación de la energía. Más tarde (1870) Boltzmann aclara que el calor es la energía propia de los sistemas desordenados de moléculas en un sistema. Pero estas muestras de desorden pueden no ser más que parásitos, sub-productos y residuos del trabajo y de las transformaciones de producción; pueden ser echadas en los basureros del cosmos; a pesar de ellas el orden puede continuar reinando.

Sin embargo, el reloj sigue mostrando fallas. En 1900, antes de morir, el siglo XIX asiste a una ruptura formidable de los fundamentos micro-físicos del orden. El átomo ya no puede ser considerado la partícula última de la materia, sino que un sistema solar de partículas que gravitan en torno a un núcleo (Rutherford); tampoco las partículas tienen una entidad cierta, sino que estadística, relativa al observador: Planck introduce la noción de quantum de energía.

En ese momento nace el siglo XX: cuando el desorden se introduce en las capas básicas de la phýsis. A partir de los años 20 el universo se dilata: en 1923 se descubren galaxias lejanas que han de ser contadas en millones; en 1963 se descubren los quasares, los pulsares en 1968, luego los agujeros negros.

En 1965 se capta un rayo isotrópico que nos llega, como un ruido de fondo, de todos los rincones del universo, y que puede ser interpretado como el residuo fósil de una explosión inicial. Es un mensaje que recibimos desde el último extremo del universo, a través de 15 mil millones de años, para anunciarnos que la expansión del cosmos es el resultado de una catástrofe primera y que tiende a una expansión infinita.

En 1959, von Foerster, y von Neumann en 1966, ponen las bases de una concepción auto-reproductiva de los seres vivos que será desarrollada por Maturana y Varela en 1970 al proponer el término de autopoiesis. Prigogine publicó su primer trabajo sobre termodinámica de los fenómenos irreversibles en 1945 y en 1997 nos habla del “fin de la certeza”, proponiendo una hipótesis indeterminista para las leyes de la naturaleza.
En un siglo, el panorama del universo ha sido sustancialmente modificado. Hemos aprendido que todo nace y se desarrolla en situaciones caóticas, que la organización es el fruto momentáneo y cambiante de una dialéctica creadora entre orden y desorden, que orden, desorden y organización se co-producen simultánea y recíprocamente, efectos de encuentros aleatorios en los que las condiciones originales han producido el orden organizacional y las interacciones han dado a luz interrelaciones organizacionales. Bajo el efecto de las condiciones originales y las potencialidades organizacionales, las nuevas realidades, desordenadas, gatillan encuentros aleatorios y producen orden y organización.

Este panorama, originado en las ciencias físicas y cosmofísicas, seguido por las ciencias de la vida, significa, exige, una revisión de lo que entendemos por conocer. Los elementos de una nueva gnoseología pueden resumirse de la siguiente forma.

1. La realidad
Definitivamente, no podemos seguir relacionándonos con el mundo como si la realidad tuviera una existencia de “objeto”, de algo externo a nosotros como conocedores, independiente del acto mismo por el cual la conocemos.
No es necesario que neguemos esa existencia objetiva de lo real: nada nos obliga a llegar hasta ese punto; pero los elementos de que disponemos nos obligan, sí, a poner entre paréntesis esa objetividad, y a proceder en consecuencia.
Más aún: hemos de reconocer que la naturaleza elusiva de lo real, su indeterminación, no es solamente una condición otorgada por el observador, sino que propia de la phýsis misma. La realidad aparece, en su condición propia, como indeterminada, incierta, en cambio, ambivalente, puesta en escena: enactuada en el proceso de nuestro relacionarnos cognitivamente.
De un modo a veces inexplicable, participamos en la producción de lo que constituye nuestra realidad: nada hay que quede fuera de nuestra mente corporizada.

2. El acto de conocer
La imagen de un aparato conocedor que refleja válidamente un mundo externo y que lo nombra recurriendo a especies impresas debe también ser dejada de lado. Como conocedores disponemos de un sistema nervioso que opera con clausura operacional en su acoplamiento estructural con el medio, esto es, que en ese acoplamiento se gatillan perturbaciones que están determinadas por la estructura de lo perturbado. El acto de conocer es el de enactuar una realidad y participamos en él como un acto propio de nuestra ontogenia, del hacernos que nos corresponde como entidades autopoiéticas.

3. La vida social
La realidad externa no se nos impone ni se nos presenta como incomunicable: la enactuamos en nuestro acoplamiento estructural con el medio que se expresa en los espacios conversacionales en que desarrollamos nuestra vida social. Conversar es estar juntos en algo (del latín: “cum-versari”). Nuestra vida social es estar junto con otros en el enactuar de los múltiples universos en que vivimos. Lo dicho nos lleva a evitar:
– El imperio y la búsqueda de la certidumbre. Conocer y saber no son la misma cosa. El saber (“ya lo sé”), excluye la búsqueda, la duda, el necesario y continuo rehacerse que es propio del conocer. La certidumbre lleva a la falta de respeto por la opción diferente, a la imposición, el adoctrinamiento, la rigidez mental, el dogmatismo.
– La construcción y defensa de la verdad como entelequia. Lo verdadero resulta de una adecuación lógica entre los sujetos y los predicados de nuestras conversaciones y participa de las condiciones de indeterminación de todos nuestros mundos. Múltiples verdades reflejan múltiples universos y toda verdad ha de ser afirmada con respecto de sus parámetros de referencia según son dichos al interior de un específico espacio conversacional.
– La separación entre hecho y valor. Los valores los construimos en nuestras conversaciones, y una cultura, como específico espacio conversacional, genera valores en los que creemos y que desarrollamos mediante nuestras acciones. Todo lo que hacemos tiene resonancia valórica, ética. Pero esos valores no nos vienen de una verdad que se nos impone desde una realidad externa o superior, sino que adherimos a ellos como miembros de una especie y una cultura. Allí se origina nuestra responsabilidad ética y social.
– Toda interpretación reduccionista. El universo es complejo, a pesar de las simplificaciones que las ciencias establecen para estudiarlo: un simplificación será siempre una racionalización válida únicamente con fines metodológicos. Las simplificaciones generan utopías que, a su vez, desembocan en la subyugación de lo humano.

Nueva perspectiva gnoseológica

Lo dicho nos plantea la necesidad de adoptar un punto de vista que sea capaz de dar cuenta de la incertidumbre, la oposición de contrarios, la variedad y la movilidad en que se va manifestando la realidad de los universos en que vivimos. No es esto tarea fácil: estamos acostumbrados a la certeza que nos dan los puntos de vista simplificados: la verdad está aquí y no allá; esto es así, y no de otra manera. Es lo que hemos aprendido desde niños: nuestra educación ha sido moldeada de acuerdo con el modelo de la racionalidad unívoca.

Sin embargo, ese es un modelo que hace agua por todos lados, y habremos de ampliar nuestro horizonte gnoseológico, romperlo para que podamos habérnoslas con la totalidad de los mundos a nuestro alcance. Estos mundos no son simples, sino que tendemos a simplificarlos, anatomizarlos y, por consiguiente, despojarlos de la vida. Necesitamos superar la simplificación y adoptar un punto de vista de pensamiento complejo.

Refundar la educación

Contrastada con el modelo gnoseológico a que me acabo de referir, nuestra concepción de la educación y su práctica muestra hondas carencias que piden una refundación. Tal tarea se ubica antes del análisis de los objetivos que una determinada sociedad otorgue a sus sistemas de enseñanza, de una discusión sobre su materialización en el plan de estudios, o de un examen evaluativo de los resultados de la educación escolarizada.
Debemos remontarnos hasta las perspectivas desde las cuales se fijan objetivos, planes de estudio o criterios de medición de éxitos o fracasos. Y si nos atenemos a lo que ha sido la educación durante los últimos cincuenta años, podemos descubrir por lo menos dos enfoques de base, simplistas en sí mismos y simplificantes en las acciones que han originado: la teoría de la reproducción y la del capital humano, ambas presentes con diferentes intensidades desde los años sesenta.

El reduccionismo de la teoría de la reproducción

Originada en los trabajos de los sociólogos franceses Bourdieu y Passeron, la teoría de la reproducción nos convenció de que la escuela está hecha para perpetuar las diferencias de clase, el dominio de unos sobre otros, la mantención de una sociedad injusta. Los trabajos del Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) en Cuernavaca, México, en los tiempos de Iván Illich y Everett Reimers llegaron a proponer la utopía una sociedad desescolarizada, de convivialidad. Paulo Freire, por su parte, nos propuso una “educación liberadora”, al servicio de la liberación del oprimido. Como toda simplificación, esta propuesta alimentó muchos de los movimientos reivindicativos de diversos países, y no estuvo ausente del horizonte revolucionario de los años 70.

El reduccionismo de la teoría del capital humano

Impulsadas por los dólares de la “Enmienda Kennedy”, las reformas de la educación de los años 60 se inscribieron en la misma perspectiva teórica de las de ahora: la educación al servicio del desarrollo. Los miembros educados de una sociedad son un capital que debe ser aumentado; la clave para salir del sub-desarrollo es incrementar los niveles de educación de la gente. La educación pierde así su objetivo propio: ya no es una función de crecimiento y de ontogenia, sino que se orienta a la producción, su objetivo está fuera de ella misma. Las evaluaciones que se le apliquen se ordenan a medir los resultados de los aprendizajes que una sociedad considera significativos en función de un desarrollo cuyos estándares son fijados por el mercado y promovidos por los préstamos del Banco Mundial.

La educación sin reduccionismos

Los diversos reduccionismos teóricos con respecto del hecho educativo perciben la educación desde sus propios intereses utópicos, restándole carácter propio. La ven como poseyendo un ser-para: el crecimiento económico, la modificación de la estructura de clases, la adopción de determinados valores que la generación adulta desea imponer, la internalización del orden y la disciplina, el aprendizaje de instrumentos culturales considerados necesarios. La educación pierde allí su en-sí y su para-sí. Deja de ser la efloración humana por excelencia, haciéndose instrumento en manos de otros, los que enseñan. La educación domestica.

Perspectiva compleja

Re-fundar la educación significa ir al rescate de su ser mismo, dejar de lado todo reduccionismo instrumentalizador para que campee la espontaneidad del hecho educativo, su diversidad, su variedad y variabilidad, su plurisemia. Aparece entonces una perspectiva compleja, de muchas caras, descriptible a través de múltiples factores, algunos de los cuales pueden ser dichos como sigue.

Actualización de potencialidades: La base del acto educativo reside en la humanidad de quienes se educan y en las potencialidades de vida, imaginación, creatividad y amor que residen en nuestro ser.

Universalidad: La vida social misma puede ser vista como una acción de educarnos unos a otros, y la escuela debiera reflejar esta disponibilidad y apertura.

Conversacionalidad: La educación se da en espacios de conversaciones en los que nos acoplamos estructuralmente en una tarea ontogénica.

Campo cultural: Una cultura es una red de conversaciones y esa cultura cambia cuando cambian las conversaciones que la hacen y sostienen. Una cultura de la represión es modificada por las conversaciones de amor y respeto; una cultura de hegemonía del adulto cambia por las conversaciones de acercamiento a los mundos infantiles y adolescentes. Todo hecho educativo se produce en un campo cultural, expresión en la que uso la palabra “campo” extraponiéndola de su uso en las ciencias físicas o biológicas: “campo electromagnético” (Maxwell), “campo mórfico” (Sheldrake), y que defino como el espacio de interacciones que concurren en la ontogenia de las personas que lo constituyen. Nada de lo que sucede en un espacio educativo está fuera de la marca de las interacciones que configuran un específico campo cultural; el irse haciendo de las personas que interactúan en ese espacio educativo está marcado por esas interacciones. Pero no se trata de dependencias cerradas: los campos culturales pueden ser modificados mediante la modificación de las conversaciones que se producen dentro de ellos. Toda acción educativa, desde las grandes reformas hasta las menudas decisiones que se toman en una sala de clases, deberá tener debida cuenta de esta referencia al campo cultural en que se desenvuelven todos los implicados en los procesos educativos.

Perspectiva de red

Para una cabal comprensión de lo que nos entregan las investigaciones en el campo de la educación habremos de colocar sus datos en un panorama mayor y dinámico: en una perspectiva de red.

Defino una red, en este caso, como una malla de nodos autopoiéticos. La malla está dada por las relaciones entre los nodos; inversamente, los nodos están dados por el entrecruzarse de las relaciones de la malla; los nodos, al ser personas, poseen una actividad autopoiética: lo que hacen se ordena a su propia ontogenia. La energía de la red es igual a la suma de la energía cinética de los nodos más la energía potencial de las interrelaciones entre ellos.

Así, la red es:
– más que cada uno de los nodos: agrega características propias de las relaciones;
– menos que cada uno de los nodos: hay características individuales que se pierden en la relación.

Y el nodo individual es:
– más que la red: posee características que no se reflejan en la red;
– menos que la red: no posee como propias las características de la red.

Cualquier dato proporcionado por la investigación aplicada a la educación y la información que con estos datos podamos construir será siempre una aproximación, a veces lejana, de las situaciones individuales o de los grupos de personas, siempre abiertos a la variabilidad, al cambio, a la excepción.
Esto plantea una dimensión de duda sobre el efectivo uso de los resultados de la investigación aplicada a la educación.
Educación para la ciudadanía terrestre

Ante la inmensidad que nos ha llegado desde lo más íntimo de nuestros espíritus hasta las dimensiones inconcebibles de los universos, ante la incertidumbre, la multiplicidad y el oleaje de los sentidos y de la nueva globalización, nuestra cultura ha explotado.
La familia, las instituciones civiles, religiosas y de todo tipo, los valores, los desafíos al conocimiento: todo no es hoy lo que era ayer.
Es una situación que afecta al corazón mismo de la educación como tarea que compete a la sociedad toda. Por eso hablo de re-fundarla como una educación para la ciudadanía terrestre. Más allá de un asunto de contenidos, que es secundario, quisiera recalcar dos grandes ejes que no pueden estar ausentes de cualquier tipo y forma de educación, en cualquier edad y lugar.

Conocer el conocimiento: Conocer y vivir se equivalen. Somos lo que conocemos y cómo conocemos. Nuestra mente corporizada nos construye y nos destruye, según sea nuestro acercamiento cognoscitivo. Nuestros errores y cegueras. Los procesos de conocimientos pertinentes. La construcción del conocimiento, tarea individual y social. Conocimiento, acción y sentidos. El conocimiento como actividad en continua revisión y reconstrucción, más allá de toda certidumbre, de toda memorización de descripciones, de toda disciplina exógena.

Conocer la condición humana: Enraizamiento en lo humano. La comprensión cósmica, física y terrestre. La convivencia, el respeto, la fraternidad. Individuo, sociedad y democracia. El diálogo. La ética de un destino individual, compartido y planetario.

Todo esto, desde el jardín infantil hasta la universidad. En la casa, el barrio y la escuela. En el sistema de enseñanza con todas sus modalidades y programas. En los medios de comunicación y en las múltiples relaciones de la vida diaria. El esfuerzo ha de ser el de lograr una sociedad en la que sea posible una educación como la que deseamos.
Gonzalo Gutiérrez es consultor de la Red Latinoamericana de Información y Documentación en Educación (REDUC), profesor visitante de diversas universidades latinoamericanas y director de la revista científica cuatrimestral Umbral 2000 Digital.

Fuente:Tendencias científicas  



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