Fuente: BBC
En 2006, el artista estadounidense Steve Haworth hizo un pequeño corte en el dedo anular de la periodista Quinn Norton, introdujo en él un pequeño imán y después lo cosió.
«Si tomo un cable o paso mi mano por encima de la computadora puedo sentir un leve hormigueo en mi dedo», dijo Norton en una entrevista en el programa AllThings Considered, de la red de radio pública de Estados Unidos (NPR, por sus siglas en inglés).
«Tocaba algunas cosas y sentía esa sensación de cosquilleo en mi dedo. Los cables telefónicos tienen un voltaje particularmente alto, pero no están muy cubiertos, así que podía sentirlos de verdad», dice Norton.
El propósito de Norton no era emular la capacidad de los superhéroes para mover objetos, como Magneto, de las historietas de cómic X-Men de Marvel.
Más bien, la idea era que el imán que le habían implantado le pudiera permitir detectar la presencia de campos magnéticos.
Y así es como funciona: las yemas de nuestros dedos están llenas de receptores sensoriales; las terminaciones nerviosas que informan a nuestro cerebro sobre cualquier cosa que estemos tocando.
Al exponerlo a un campo magnético, el imán implantado puede moverse o vibrar de forma que se activen esas terminaciones nerviosas.
En una sopa de campos magnéticos
Todos estamos, por supuesto, nadando continuamente en una sopa de campos magnéticos: desde la Tierra y el Sol, hasta nuestros refrigeradores, bombillas, celulares inteligentes o televisores.
Y, como la electricidad y el magnetismo están inextricablemente vinculados, cualquier cosa que produzca una corriente eléctrica puede crear también un campo magnético, y viceversa.
El tipo de modificación artística en la que se involucraron Harworth y Norton hace una década no pretendía abarcar todos esos campos magnéticos.
Tal y como Norton explicó en la entrevista radiofónica, normalmente, tenía que establecer contacto físico con los objeto para detectar los campos magnéticos que irradiaban.
Lo animales no tienen que hacer un esfuerzo tan grande.
Los científicos saben desde fines de la década de los 60 que algunas aves navegan percibiendo los campos magnéticos de la Tierra.
Esto se debe a su biología y evolución, y no a una cirugía menor.
Los petirrojos, por ejemplo, tienen moléculas en sus ojos llamadas criptocromos que, cuando son estimuladas por campos magnéticos, pueden superponer información magnética en la percepción que tienen sobre el mundo.
De esa forma, algunas partes de su campo visual se vuelven más brillantes y otras más oscuras.
Pero su caso no es único.
Las palomas tienen neuronas sensibles a los campos magnéticos, y las tortugas bobas utilizan los campos magnéticos para migrar.
Se cree que los zorros confían en los pequeños campos magnéticos que revelan la presencia de presas escondidas.
Los perros, aparentemente, prefieren hacer sus necesidades con sus cuerpos alineados en un eje norte-sur, y los zoólogos no llegan a un acuerdo sobre si los rebaños de vacas y ciervos prefieren orientarse a lo largo de las líneas del campo magnético de la Tierra.
Experimentos de Manchester
Teniendo en cuenta cómo la magnetorrecepción (la habilidad de percibir campos magnéticos) está presente en el reino animal, es razonable preguntar si los humanos poseemos capacidades de este tipo.
Lo sabríamos con seguridad si los imanes del refrigerador se pegaran a nuestra piel, pero es imposible que los campos magnéticos influyan en nosotros de tal manera, tal vez incluso aunque no fuéramos conscientes.
El 1980, un zoólogo británico llamado Robin Baker publicó lo que se conoció como los «Experimentos de Manchester«.
«Una amplia variedad de animales son capaces de orientarse hacia su casa al ser sometidos a experimentos de liberación de desplazamiento», escribió Baker en la revista Science.
«Cuando se realizaron experimentos comparables en personas con los ojos vendados, emergió una capacidad similar», agregó.
Baker estaba seguro de que esta capacidad no podía deberse a la creación de un mapa mental o algo por el estilo.
El Homo sapiens, pensó, tenía la capacidad de percibir los campos magnéticos de la Tierra.
El científico llenó una furgoneta con grupos de entre 5 y 11 estudiantes de la Universidad de Manchester.
Una vez dentro de la caravana, a todos se los vendaron los ojos y fueron conducidos a través de una «ruta tortuosa» a un punto de liberación en algún lugar a una distancia de entre 6 y 52 kilómetros.
El descubrimiento de magnetita en nuestro cerebro y en nuestros huesos y de criptocromos en nuestros ojos, continúan motivando a los investigadores a buscar evidencia»
Cada estudiante fue sacado de la camioneta y, antes de que pudieran retirarse las vendas, tenían que indicar la dirección hacia el campus desde donde se encontraban, diciendo si estaba al «norte» o al «sureste», por ejemplo.
Baker repitió este experimento 10 veces con 10 grupos diferentes de estudiantes y, en promedio, eran de hecho más propensos a apuntar con precisión o de forma aproximada hacia su punto de partida que hacia la dirección contraria.
Después repitió el experimento.
En esta ocasión la mitad de los participantes tenían un imán adherido a la parte posterior de su cabeza.
A la otra mitad les dieron una pieza de latón no magnetizado.
Pero no lo sabían; todos pensaron que les habían dado imanes. El objetivo era evitar resultados sesgados.
Aquellos que llevaban las barras de latón tendieron a indicar la dirección de vuelta de forma precisa, repitiendo el primer experimento, mientras que aquellos que llevaban imanes no fueron capaces, lo cual sugiere que su capacidad pudo ser interrumpida fácilmente.
Ni tan sencillo ni tan robusto
Aunque los Experimentos de Manchester no probaron de forma concluyente que los humanos podemos sentir los campos magnéticos, generaron docenas de intentos de repetición en todo el mundo.
Los biólogos James L. Gould y Kenneth P. Able, por ejemplo, no pudieron replicar los resultados en ocho intentos.
«Creemos que nuestros constantes fracasos indican que el fenómeno no es tan sencillo ni tan robusto como esperábamos», escribieron en Science.
Y eso sucedió incluso después de que invitaran a Baker a Nueva Jersey para colaborar en la ejecución de los experimentos.
Pero en un metaanálisis (estudio estadístico) de 1987, Baker reveló que cuando todos los intentos de repetición llevados a cabo en Reino Unido, Estados Unidos y Australia eran combinados en un conjunto de datos más grande, sus hallazgos originales se sostenían.
Incluso ahora, los Experimentos de Manchester continúan siendo controversiales, pero el descubrimiento de un mineral llamado magnetita en nuestro cerebro y en nuestros huesos, y de criptocromos en nuestros ojos, continúan motivando a los investigadores a buscar evidencia científica de que somos capaces, de alguna manera, de sentir los campos magnéticos.
Podemos decir con seguridad que si tenemos esa capacidad, por más pequeña que sea, no está siendo fácil demostrarlo.
Por ahora, la mejor manera de probar esa capacidad puede que sea implantarnos quirúrgicamente magnetos en las yemas de nuestros dedos. Lo cual, seguramente, es mejor que evitemos.