Fuente: Infobae
El científico obtuvo el galardón de la Academia Sueca el 27 de octubre de 1970. Cómo era la vida del investigador argentino. Se movía en un Fiat 600 y realizaba su trabajo sentado en una humilde silla de paja
Era un genio, un sabio. Pero no quería ni que se lo dijeran, ni que lo juzgaran así, porque era un sabio modesto, como son los sabios. Además, era un tipo que manejaba un humor muy sutil y una ironía de feroz dulzura que desplegaba con la misma facilidad y arte con los que se metía de lleno en la investigación científica. El 27 de octubre de 1970, Luis Federico Leloir fue galardonado con el Premio Nobel de Química por sus investigaciones sobre los nucleótidos del azúcar y el rol que cumplen en la fabricación de los hidratos de carbono.
Estas líneas que recuerdan a aquel maestro de científicos, humilde y generoso, no van a intentar desentrañar, al menos no a fondo, qué son los nucleótidos del azúcar para no convertir este leve homenaje evocativo en un texto árido, probablemente cargado de yerros, que acaso llenarían de tedio al lector. Pero para pintar a Leloir y a su pasión por la investigación, basta una anécdota profana. Un mediodía de 1925, Leloir tenía diecinueve años, harto de acompañar los mariscos de la picada veraniega con la tradicional y a veces monótona mayonesa, tomó cantidades iguales de esa crema emulsionada y de blasfemo kétchup, revolvió y mezcló sin permitir demasiada entrada de aire para que el mejunje no esponjara; le agregó, atención al detalle, un chorrito de coñac y unas gotas de salsa Tabasco para darle chispa y picor, y a vivir amigos: langostinos, camarones, cangrejos y demás deudos tuvieron para siempre otro sabor. Como estaba de vacaciones en el Golf Club de Mar del Plata, Leloir bautizó su creación como “Salsa Golf”, y la regaló al mundo. Sin embargo, le dieron el Nobel muchos años después por los nucleótidos del azúcar: no digan después que el mundo es justo.
Las investigaciones de Leloir
Los nucleótidos del azúcar y el papel que juegan en la biosíntesis de los carbohidratos revelan en parte el proceso que permite, y permitió, la vida en la Tierra. Y la academia disculpe a la prensa si en esto hay algún desliz. Pero es un asunto muy árido, según afirmaba el propio Leloir, que de todo eso entendía un rato. Un día le preguntaron, después del Nobel, cuál era la importancia de su descubrimiento. Y el sabio, modesto y cauto, dijo: “Es muy difícil de explicar. Tiene que ver con el metabolismo, con el comportamiento de las células, con complejas estructuras químicas. No es nada definitivo, es apenas parte de un camino hacia lo más importante”.
Ese misterio al que aludía Leloir, ese camino hacia lo más importante, es una cadena de transformaciones químicas al que la ciencia del mundo puso nombre y apellido: “Leloir’s Pathway”, “El camino de Leloir. Y es una especie de punto de partida para develar cómo se generan las sustancias que integran los procesos energéticos de los seres vivos.
La rareza de laberinto que tenían esas definiciones, despertaba siempre una pregunta siempre latente, pero jamás dicha: ¿cura algo su descubrimiento, doctor Leloir? El sabio esgrimía entonces una firme respuesta: “Evita la locura, la ceguera y la muerte prematura de los galactosémicos, incapaces de asimilar el azúcar de la leche”.
De todo esto, definiciones, concepciones científicas, descubrimientos y ciencia aplicada, pasaron ya cincuenta y tres años. El mundo científico debe hacer dado desde entonces varias vueltas de carnero y la tecnología debe brindar hoy posibilidades de investigaciones más profundas y reveladoras. Leloir fue un pionero, que trabajaba en un país pobre y que, para variar, daba la espalda a la ciencia.
El Nobel a Leloir llegó en un año en el que Argentina empezaba a desangrarse. En mayo, había sido secuestrado el ex presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu, que había derrocado en 1955 al gobierno de Juan Perón. Aramburu apareció asesinado en junio y del crimen se hizo cargo un grupo guerrillero peronista, “Montoneros”, que hizo de aquel asesinato su carta de presentación: la violencia, larvada hasta entonces, se metía de lleno en la cotidianidad. Días después, el general Juan Carlos Onganía, presidente de facto y cabeza de la dictadura militar que había adoptado el nombre de “Revolución Argentina”, era barrido del poder por la Junta de Comandantes que dirigía otro general, Alejandro Agustín Lanusse, que tenía en carpeta su propio plan político. En reemplazo de Onganía, que ambicionaba una especie de “Reich” que iba a durar veinte años, fue designado un general desconocido, Roberto Marcelo Levingston, de raíces nacionalistas, que era agregado militar en Washington y de quien nadie sabía nada y que también sería barrido de la Casa de Gobierno en marzo del año siguiente. La economía andaba a los tumbos, los sueldos estaban congelados, la inflación era alta y el año anterior, en mayo de 1969, una violenta rebelión obrera y estudiantil había sacudido desde Córdoba, los cimientos de un país que no imaginaba lo que estaba por venir.
La Argentina del Nobel de Leloir
El Nobel a Leloir hablaba de otra Argentina, silenciosa, ignorada, heredera de una educación que durante décadas había edificado una torre cultural fantástica y productiva con la que, dicho sea de paso, Onganía y los civiles de su gobierno habían intentado acabar de un sablazo en 1966, con la intervención de las Universidades, la invasión policial a la UBA y el violento desalojo de profesores y alumnos en la trágica “Noche de los Bastones Largos”, que hacía referencia a los garrotes de la Guardia de Infantería que había invadido los claustros.
Como símbolo de esa precariedad material y espiritual, Leloir trabajaba sentado en una silla. No era una silla común: era de palo, de aquellas amarillas con travesaños también de palo calzados a lo ancho en las patas frágiles, y relleno de paja brava del Delta. Era una silla alta, cómoda y desvencijada, que el sabio había asegurado, como un náufrago en su balsa, con un complejo sistema de nudos y ataduras de hilo sisal. La comodidad no requiere lujos. Cuando el hilo sisal cedió al tiempo y a la humedad, porque Leloir trabajaba en un laboratorio en el que también se llovían un poco los techos, el profesor cambió el hilo por alambre. El Nobel de Química investigaba en un país atado con alambre.
De manera que cuando la fama golpeó su puerta, y el Nobel le acercó una pequeña fortuna de cuatrocientas mil coronas suecas, casi ochenta mil dólares de la época, la prensa invadió su mundo modesto y apartado para descubrir que el sabio se sentaba en aquel artilugio de madera, paja y alambre y vestía un largo guardapolvo gris, de los que usaban entonces los barrenderos municipales o, en el mejor de los casos, era afín a los impresionistas de la segunda mitad del siglo XIX.
¿Quién era Leloir? ¿Quién era ese personaje singular del que se sabía poco y del que hoy se sabe casi nada? Había nacido el 6 de septiembre de 1906, en el 81 de la Avenida Foch, no muy lejos del Arco de Triunfo. El matrimonio de Federico y Hortensia Aguirre había viajado, ella casi a punto de parir, para que a Federico lo operaran en Francia. La pareja regresó con el hijo francés dos años después y Federico padre murió joven y con Federico hijo muy chico.
Leloir vivió su infancia, de regreso en el país en 1908, junto a ocho hermanos y en las grandes extensiones de campo pampeano de sus antepasados, que habían llegado de España. Eran unas cuarenta mil hectáreas conocidas como “El Tuyú!”, que abarcaban la costa atlántica desde San Clemente del Tuyú hasta Mar de Ajó. No fue un buen alumno, regular nomás, del montón. Pero aprendió a leer solo a los cuatro años en las páginas de los diarios que compraban en su casa. Estudió en la Escuela General San Martín, en la que dio libre el primer año, en el Colegio Lacordaire, en el Colegio del Salvador y en el Beaumont College de Inglaterra. Sus notas no eran ni buenas no malas, lo normal. Y cuando terminó la secundaria intentó unos estudios de arquitectura en el Instituto Politécnico de París, estudios que dejó pese a que le interesaban mucho las estructuras.
Siempre estuvo interesado por los fenómenos naturales y sus lecturas preferidas rondaban la biología, la naturaleza, acaso la Química. Se decidió por la ciencia. Muchos años después, a sus setenta y siete, Leloir escribió una especie de ensayo autobiográfico, modesto por cierto, cauto y casi recatado. Usó, en muchos pasajes de su texto, una ironía dulcísima para definir los rasgos de su personalidad y los motivos de su elección. Escuchemos a Leloir: “Entre las habilidades negativas podría mencionar que mi oído musical era muy pobre y por lo tanto no podía ser un compositor ni un músico. En la mayoría de los deportes era mediocre, por lo tanto esa actividad no me atraía demasiado. Mi falta de habilidad para la oratoria me cerró las puertas a la política y al derecho. Creo que no podía ser buen médico porque nunca estaba seguro del diagnóstico o del tratamiento. Estas condiciones negativas estaban acompañadas presumiblemente de otras no tan negativas: gran curiosidad por entender los fenómenos naturales, capacidad de trabajo normal o ligeramente subnormal, una inteligencia corriente y una excelente capacidad para trabajar en equipo. Lo más importante probablemente fue la oportunidad de pasar mis días en el laboratorio y efectuar muchos experimentos. La mayoría fracasaron, pero algunos tuvieron éxito, debido sólo a la buena suerte o al hecho de haber cometido el error adecuado.
El doctor Leloir
Lo de las habilidades negativas y lo de haber cometido el error adecuado, es Leloir en estado puro. Pese a su habilidad negativa, fue médico. Se recibió en la UBA en 1932, a los veintiséis años, y trabajó en el Hospital de Clínicas, el hospital de la Universidad, durante casi dos años. Nunca estuvo conforme. Recordó en sus breves memorias: “Nunca estuve satisfecho con lo que hacía por los pacientes. Volviendo la mirada sobre aquellos tiempos, me doy cuenta cuán profundamente ha cambiado la medicina desde entonces. El tratamiento médico en esos días sólo era un poco mejor que aquel ejemplificado en el cuento francés en el cual el doctor ordenaba: ‘Hoy vamos a sangrar a todos los que se encuentran del lado izquierdo de la sala y vamos a dar un purgante a todos los que se encuentran del lado derecho’’. Cuando practicaba la medicina, podíamos hacer muy poco por nuestros pacientes, a excepción de la cirugía, digital y otros pocos remedios activos. Los antibióticos, drogas psicoactivas y todos los agentes terapéuticos nuevos eran desconocidos. No era por lo tanto extraño que, en 1932, un joven médico como yo, tratara de unir esfuerzos con aquellos que querían adelantar el conocimiento médico. El laboratorio de investigaciones más activo en la ciudad era el Instituto de Fisiología de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, dirigido por el doctor Bernardo A. Houssay, profesor de fisiología”.
Houssay fue, a su modo, mentor de Leloir. Investigaba cuál era el rol de la glándula pituitaria en el metabolismo de los hidratos de carbono, y con seguridad también Houssay debe haber cometido los errores adecuados porque en 1947 ganó junto al matrimonio de Carl y Gerty Cori el Nobel de Fisiología y Medicina. Antes, maestro y alumno, mentor y discípulo, cayeron víctimas de los vaivenes políticos del país. En 1943, Houssay había firmado una carta pública que se oponía al régimen nazi en una Argentina gobernada desde el 4 de junio de ese año por una logia militar, el GOU, Grupo Obra de Reunificación que luego fue Grupo de Oficiales Unidos, de inamovibles simpatías con el nazismo.
La carta pública, a la que adhirió entre otros la escritora Victoria Ocampo, que era prima de Leloir, ambos vivían a media cuadra de distancia, pedía también un imposible: “Normalización institucional, democracia efectiva y solidaridad americana”. No fueron todos presos porque eran gente de prestigio. El país, para variar, vivía inmerso en una grieta que dividía a “germanófilos” y a “aliadófilos”. Y el gobierno era pronazi, intentaba una alianza con la Alemania de Hitler para crear una gran nación americana capaz de disputar el liderazgo de Estados Unidos y de su socio en el sur del continente, Brasil.
El gobierno militar decretó el despido de todos los firmantes de la carta que ocuparan puestos en el Estado. Houssay quedó cesante, muchos de los mejores profesores perdieron sus puestos, la mayoría de los miembros del Instituto de Fisiología, Leloir entre ellos, renunciaron y se dispersaron. Leloir dejó el cargo de investigador en la UBA en solidaridad con Houssay y viajó a Estados Unidos para trabajar junto al matrimonio Cori. Ese fue el año en el que, en noviembre, se casó con Amelia Zuberbühler, con quien tuvo cuatro hijos.
Regresó al país cuando Houssay fue repuesto en su cargo e intentaba rearmar su Instituto disperso. En 1946, Jaime Campomar, un importante empresario textil, habló con Houssay porque tenía interés en financiar un instituto de investigación bioquímica. Recordó Leloir en sus memorias, con su conocida teoría del error adecuado: “Sospecho que había pocos candidatos para ocupar el cargo de director del nuevo instituto y por eso Houssay propuso mi nombre, aunque creo que no estaba muy convencido de que yo pudiera tener éxito en la empresa. Nos instalamos en el sótano de la facultad de Medicina, pero esto sólo duró hasta que Houssay fue nuevamente removido de su cargo de profesor y director del Instituto de Fisiología, esta vez con el pretexto de que tenía más edad de la aceptable. Este nuevo abuso produjo una gran conmoción en la facultad y la mayoría de nosotros decidimos irnos. Si las instalaciones y el equipo eran pobres en la facultad, las del laboratorio al cual nos mudamos eran desastrosas. Era el Instituto de Biología y Medicina Experimental, que funcionaba en la calle Costa Rica como institución privada, creada cuando Houssay fue removido de su cargo por primera vez. Allí teníamos un cuarto, una heladera y unas pocas pipetas. Las facilidades de trabajo eran realmente malas pero éramos jóvenes, entusiastas y teníamos esperanza en el futuro.
Cuando en 1957 murió Campomar, su instituto de investigaciones biológicas quedó sin fondos y sin financiamiento. La fundación Rockefeller y el Massachusetts General Hospital les ofreció la posibilidad de instalarse en Estados Unidos. Pero Houssay y Leloir prefirieron seguir con su trabajo en el país, de modo que el National Institutes of Health (NIH) y la Fundación Rockefeller decidieron subsidiar la investigación comandada por Leloir ya que el gobierno argentino no demostró ningún interés en hacerlo. Leloir recordaría luego, piadoso: “No tuvimos ayuda local hasta la creación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), durante el gobierno de Aramburu. (…) El primer directorio incluía a algunos de los mejores investigadores del país y también me incluía a mí. Cuando el presidente Aramburu nos puso en posesión del cargo, dijo que creía que todos los gobiernos apoyarían al Consejo. Esto resultó cierto con algunas limitaciones.”
El Conicet, siempre vapuleado, siempre a punto de que un energúmeno lo cierre, lo venda, lo plastifique o lo clausure, formó generaciones de nuevos investigadores. Escribió Leloir: “Los laboratorios pudieron funcionar adecuadamente y se crearon centros en el interior. A la par que crecía el Consejo, las universidades tenían un acentuado progreso. En la Universidad de Buenos Aires, mientras era rector Risieri Frondizi, (se refiere al gobierno de Arturo Frondizi, hermano del rector, entre 1958 y 1962) se crearon numerosos cargos de profesores con dedicación exclusiva y los recursos fueron mayores que en otras épocas. Lo cierto es que fue un buen momento para la investigación en la Argentina. Desde entonces las cosas ya no anduvieron tan bien; el Consejo estuvo muchos años intervenido y la universidad también. Gracias, en gran parte, a la obra del Consejo y al empuje de muchos jóvenes, la investigación bioquímica ha tenido considerable progreso en el país; sin embargo es pequeño si se lo compara con el ocurrido en los países más avanzados.”
La vida cotidiana de Leloir
El Nobel, la fama y tumulto llegaron a aquella vida que había sido tumultuosa pero que estaba oculta, habituada a la sencillez de su protagonista. Leloir vivía con modestia, manejaba un Fiat 600, los inolvidables “bolita”, de color celeste y motor medio en llanta que arrancaba a su antojo, o a fuerza de empujones solidarios. Si bien era casi un desconocido en su país, el mundo científico lo conocía muy bien y lo había premiado varias veces: en 1970 Leloir acumulaba al menos diez importantes premios internacionales y el doctorado honoris causa de varias universidades del mundo, entre ellas la Universidad de París y la Universidad de Tucumán. Su silla de palo, alambre y paja del Delta se alzaba en el Instituto de Biología y Medicina Experimental de la calle Vuelta de Obligado al 2400.
Tenía una vida apacible y sosegada, excepción de los siempre bienvenidos disturbios de la investigación científica. Nadaba de cuando en cuando, había hecho un breve paso por el polo y bromeaba: “Nunca pasé de un uno de hándicap”, veía en el cine las películas policiales y de vaqueros que, decía, no le complicaban la vida; su oído musical, una de sus mejores habilidades negativas, paladeaba algunos tangos cantados por Carlos Gardel, comía frugal: verduras hervidas o crudas que llevaba de casa al laboratorio en una cacerola pequeña, o elegía “un bife hecho por alguien de mi equipo”, vestía trajes grises o azules, camisas blancas, corbatas oscuras y de vez en vez bebía un vaso de vino, o de whisky, o aceptaba que lo invitaran con un cigarrillo, rubio o negro, le daba igual.
La silla desvencijada y, algo más, el cajón de manzanas de Río Negro en el que gustaba apoyar sus pies metidos en unas pantuflas un poco pachuchas, acompañaron su destino de Nobel durante doce años más. En 1982 el municipio de Buenos Aires y algunos dineros privados le erigieron un centro de investigaciones de seis mil quinientos metros cuadrados y cinco plantas en Antonio Machado 151, Parque Centenario. Entonces, por primera vez en tres décadas y media de trabajo la silla fue a parar a un desván y en su lugar llegó un sillón de cuero y metal,
Fue al año siguiente, en 1983, cuando Leloir trazó el perfil de su personalidad vestido de memorias. Tenía setenta y siete años y confesó también que había alcanzado esa edad “gracias a un hábil trabajo de reparación arterial llevado a cabo en Houston por Michael Debakey”, que era entonces el cardiocirujano más prestigioso de la época. Ese corazón un poco precario, imposible de sujetar con hilo sisal o alambre, se detuvo el 2 de diciembre de 1987, cuando su dueño todavía estaba donde siempre, al pie de microscopios y cubetas y frascos de perfume que gustaba usar en lugar de los tradicionales tubos de ensayo. Tenía ochenta y un años. Fue enterrado en el cementerio de la Recoleta el jueves 3, a las tres y media de la tarde, día de luto nacional.
Quienes recordaron su vida y obra lo presentaron como el tipo que había sido, simple, sencillo, genial, modesto, irónico, lúcido, sacudido por los vendavales políticos y las injusticias, por el bruto siempre a mano y por cierta dirigencia refractaria al progreso, que siempre hay.
Dejó al menos tres legados inconmovibles a modo de heredad que, con seguridad, habría calificado de modesta: reveló el alma de los nucleótidos del azúcar; inventó la salsa Golf y la coronó con un chorrito de coñac y unas gotas de Tabasco; y en los momentos de grandes crisis buscó refugio, alivio y nuevas fuerzas en el conocimiento.
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