Rene Thon abrió la puerta aquello de que el 20 % de la población mundial disfruta del 80 % de la riqueza total del planeta. Burda pero expresiva reducción a cifras de algo que ciertamente resulta mucho más burdo. Porque más ajustado a lo comprensible es aquello de los 225 hipermillonarios con más dinero que 2.500 millones de personas del mundo desfavorecido. Por tanto, un 47 % de la humanidad posee tanto como el 0,0000004 de la misma. Lo cual nos extravía definitivamente por aquello de los ceros a la izquierda ya que, sin duda, están más bien a la derecha.
Algo más de comprensión de lo que nos pasa se puede extraer del juego de los veinte y los ochenta, que por sorprendente coincidencia nos acecha en otros muchos campos. Por ejemplo, esa es la proporción en que se derrochan los recursos naturales básicos para la humanidad. Quiero expresar que el 80 % de los seres humanos no opulentos sólo desgasta los silos de la vida en un 20 %.
Más irracionalidad acude a este desgarro de las cifras, frías y mudas para tantos, porque, en sociedades como la nuestra, el 80 % de los objetos, servicios y recursos que compramos y consumimos son utilizados solamente una vez. Lo que pone abundancia, sobre todo, en la basura, en el ruido y en la contaminación.
Sumemos, porque un porcentaje muy similar es el que mantenemos entre los recursos básicos y lo que realmente aprovechamos, es decir, convertimos en mercancía. El resto queda sobre el terreno casi siempre empeorando lo que contemplamos.
Hay una nueva coincidencia, eso sí fatal, entre lo que resulta útil e inútil de nuestro furor en lo que al gasto energético se refiere. Porque sólo el 20 % de lo que se quema en nuestros motores, calderas, fábricas y, sobre todo, en los vehículos se transforma en verdadero ahorro de trabajo físico y en comodidad, que por supuesto nos merecemos. El resto, el inmenso residuo, de esta pésima eficacia va a parar al empeoramiento de la salud común que, invariablemente, tiene relación con la de la atmósfera.
Algo muy cercano sucede con la comunicación y, por tanto, con lo que forma parte de la formación de los criterios y de las imágenes del mundo. Algunos estudiosos estiman que tan sólo el 20 % de lo que aparece en los periódicos, de lo que se oye en las radios o se llega a ver en las televisiones tiene alguna posibilidad de ocupar un mínimo lugar en la memoria de las personas. El porcentaje, al parecer, resulta todavía menor cuando se analiza la oferta de Internet.
Todo esto podría estar derivado, me asusta la intuición, de que, a su vez y como seres vivos, somos la especie menos eficaz desde un punto de vista fisiológico. Prácticamente todos los animales y las plantas aprovechan mucho mejor las posibilidades de su entorno. Casi siempre en proporción inversa a como lo hacemos nosotros. Es decir, que ellos transforman en posibilidades de supervivencia el 80% de lo que toman del derredor y así no lo agotan, ni ensucian, ni destruyen.
Ante todo esto, la más que lógica conclusión es que no aplicamos una mínima coherencia en los proyectos de eso que, aunque lo llamemos progreso no quiere progresar. Porque aumentar la eficiencia, en todos los campos mencionados, nos haría más duraderos, sensibles, coherentes y por supuesto progresistas. Pero impera todo lo contrario: los grandes objetivos son seguir incrementando el abismo. Porque desde el 20 al 80 no hay sólo 60 puntos de diferencia, lo que se desploma por esa pendiente es, sencillamente la mejor parte de la condición humana, esa que más olvidamos: la racionalidad. Base de toda equidad, de toda ética.
Fuente: El País (Noviembre 3, 2000)