Autor: Charles F. Levinthal
La naturaleza brinda excelentes medios para aliviar el dolor con los subproductos de la amapola del opio: el opio mismo y los opiáceos –morfina, heroína y codeína- que pueden derivarse de él. La ironía reside en que el alivio del dolor y la sensación de euforia producida por los opiáceos tienen su precio: la dependencia.
Por primera vez en la historia alcanzamos a comprender cuáles son realmente los orígenes del dolor y de la euforia, infierno y cielo de nuestra existencia. Su comprensión surge de una notable serie de descubrimientos que preanunciaron toda una revolución en el campo de la investigación biomédica. En esencia, el descubrimiento científico clave partió de un hecho: que el organismo fabrica sus propios opiáceos, productos químicos que actúan como el opio y, en verdad, mejor aún.
Gracias a estos nuevos descubrimientos, podemos ahora examinar la historia de nuestros sentimientos ambivalentes hacia el opio en sí. Ocurre que, durante siglos, el opio había sido un producto común y corriente, valorado por igual en las civilizaciones de Occidente y Oriente, sin estar asociado a ninguna de las imágenes negativas que hoy lo rodean.
La primera descripción detallada del opio procede de comienzos del siglo III a. de C., pero podemos afirmar en forma bastante categórica que el opio se consumía ya por lo menos unos mil años antes. En excavaciones realizadas en Chipre se halló una pipa para opio en cerámica, que databa de fines de la Edad de Bronce, hacia 1200 a. de C.
Europa Occidental fue iniciada en el consumo de opio durante los siglos XI y XII, con el regreso de los cruzados, que, a su vez, lo habían aprendido de los árabes. En un comienzo, el opio era utilizado por los hechiceros como ingrediente común en una amplia variedad de pociones. Posteriormente, en los albores de la medicina moderna, el opio comenzó a emplearse como droga terapéutica. En 1520 Paracelso, descollante autoridad médica de su época, promovió el uso de una bebida en la que se combinaban el opio, el vino y una serie de sustancias, a la que denominó láudano; calificándola de “piedra de la inmortalidad”, inició una larga tradición médica al recomendar su uso para prácticamente toda enfermedad conocida. No hay ninguna referencia histórica de esa época que hiciera mención a la posibilidad de que el opio pudiera crear adicción.
El opio en Inglaterra
Para el inglés común de mediados del siglo XIX, la Guerra del Opio era algo de índole totalmente comercial, de interés para el Gobierno de su Majestad pero que muy poco incidía en su vida cotidiana. No obstante, el opio cundía por doquier. No era importado de la India, ni mucho menos de la China, sino desde Turquía. Todos los años ingresaban al país enormes cantidades de opio: entre diez y veinte toneladas en 1820, y cuatro veces esa cifra en 1860. La diferencia más importante entre China e Inglaterra respecto del opio no era la medida de su consumo sino el modo en que era consumido. Su forma aceptable de consumo en la Inglaterra victoriana era su ingestión, más precisamente bebiéndoselo en forma de láudano, en tanto que los fumadores de opio que constituían la práctica oriental eran, por el contrario, identificados por los ingleses con el vicio y la degradación, asociados con los estratos más marginales de la sociedad. Los fumadores de opio arrastraban todas las perversas connotaciones que se han transmitido hasta los tiempos modernos, en tanto que los respetables salones de las familias inglesas de clase media eran los sitios donde el opio se bebía.
En gran medida, el difundido consumo de opio en Gran Bretaña puede rastrearse en la popularidad de un libro, Mysteries of Opium Reveal’d (Los Misterios del Opio revelados), escrito por John Jones en 1700. Las conclusiones del libro acerca del consumo no llegaban a justificarlo en su totalidad pero, lamentablemente, tan poco se decía acerca de los riesgos potenciales de la adicción que el lector desprevenido muy bien podía creer que se trataba de una práctica aceptable si se la mantenía dentro de los niveles moderados. A la vez, una destacada autoridad médica, el doctor John Brown, enseño a miles de estudiantes de medicina de Europa, mediante sus textos, que recetar opio, particularmente en su forma de láudano, era la mejor manera de mantener el apropiado equilibrio del organismo.
Con escritos de este tipo, la Inglaterra del siglo XIX, así como otros países europeos de la época, podían sentirse justificados en su afición al opio, un producto que levantaba tanto el ánimo que los nuevos obreros industriales le aplicaron el mote de Elevación. Sus raciones eran limitadas y baratas (menos costosas que el gin o la cerveza); la opinión médica, en el mejor de los casos, estaba dividida acerca de cualquier peligro potencial; no se había formado una opinión pública negativa (a un adicto no se lo consideraba peor que a un borracho); y rara vez o nunca había problemas con la policía. No se necesitaba ninguna autorización especial para su venta, de modo que terminaba siendo ofrecido por los minoristas junto con muchos otros productos corrientes. En los registros de un “farmacéutico y almacenero” de Londres que constaba el ingreso de cerveza de jengibre, pintura, trementina y láudano. En ese sentido, el opio era la aspirina de la época.
A casi todos los bebés y niños pequeños de Inglaterra por aquel entonces se les administraba opio; para su nacimiento, por ejemplo, ya se tenía un preparado con anticipación.
Se los administraba para el dolor de muelas, los cólicos, o como simple manera de tener quietos a los niños. Resultaba particularmente atractivo para la nueva forma de vida de las operarias mujeres de la era industrial en las ciudades fabriles de Inglaterra.
La morfina, la jeringa y el advenimiento de la heroína
En 1803 el empleado de una farmacia de Einbeck, Alemania, llamado Friedrich Wilhelm Adam Serturner, aisló por primera vez una base alcalina de color blanco amarillento en el opio puro: aquélla resultó ser su ingrediente activo primario. Su descubridor la denominó morfina, en homenaje a Morfeo, el dios griego de los sueños. Por primera vez, el 75 por ciento del peso total del opio –resinas inactivas, aceites, azúcares, proteína- podían separase y desecharse.
De los productos opiáceos activos remanentes, sin duda la morfina era el más potente. Representaba, aproximadamente, el 10 por ciento del peso total del opio crudo, pero era casi diez veces más potente. Todos los demás productos opiáceos que serían aislados con el tiempo (por ejemplo, la codeína en 1832) eran más débiles que la morfina y representaban una porción muy inferior del peso total del opio.
La ventaja más notoria de los cristales de morfina respecto del opio en sí residía en su pureza y potencia sin altibajos. Uno de los problemas que planteaba la administración del opio había radicado siempre en la variabilidad de sus efectos, de una tanda a la siguiente.
Lentamente, la morfina fue incorporándose en una gran variedad de remedios patentados que estaban al alcance del público. Sin embargo, no fue sino en 1856, cuando se inventó la jeringa hipodérmica en Inglaterra, que la morfina se convirtió en droga medicinal preponderante y, por ende, encuadrada dentro de la esfera de la profesión.
Hacia 1880, prácticamente todo médico norteamericano poseía una jeringa, y la nueva opción que brindaba una inyección de morfina, poderosa y de rápida capacidad para aliviar el dolor y provocar euforia, transformó las prácticas medicinales. David Courtwright expresó lo revolucionario del cambio ocurrido: “una jeringa de morfina era, en un sentido bien real, una varita mágica”.
Contra el marco de una creciente preocupación por la adicción a la morfina, en 1898 la empresa Bayer introdujo en Alemania un nuevo derivado de ella, destinado a aliviar el dolor y denominado heroína. Fue desarrollado en el laboratorio de un químico, Heinrich Dreser, quien ya anteriormente, en la década de 1880, había logrado desarrollar la aspirina como analgésico. De veinte a veinticinco veces más poderosa que la morfina, y supuestamente libre de las propiedades adictivas de aquella, la heroína fue aclamada como preparado totalmente carente de riesgos. Se la recomendó incluso como tratamiento para la adicción a la morfina. Entre 1898 y 1905, no menos de cuarenta estudios médicos sobre inyecciones de heroína no informaban sobre su potencial adictivo. Las poderosas propiedades adictivas de la heroína, alrededor del doble de la morfina, no fueron plenamente conocidas hasta 1910.
Calmantes, adicción y endorfinas
¿Por qué existe un vínculo aparentemente insoslayable entre calmar el dolor y la adicción física? ¿Qué hay en el cerebro, que responde con tanto deseo a estos productos químicos? En 1973 se descubrieron puntos receptores específicos, en el cerebro y la médula espinal, que eran sensibles a un derivado del opio, la morfina.
La existencia de una cerradura implicaba la existencia de una llave (o llaves) dentro del mismo sistema nervioso. En 1975 comenzó a aclararse el tema. John Hughes y Hans Hosterlitz, en Aberdeen, Escocia, anunciaron el descubrimiento de una sustancia con características opiáceas en el cerebro, que reproducía los efectos de la morfina. En el curso de cinco años se identificaron varios otros productos químicos similares a los opiáceos. En su conjunto, se los denominó endorfinas, contracción de “morfinas endógenas”. El modelo más simple parecía ser el de que los receptores de opiáceos eran en realidad receptores de endorfinas, estructurados de manera coincidente, de modo que todos poseían afinidad hacia los opiáceos derivados de la amapola del opio y los creados en el laboratorio.
Hace mucho tiempo, algún aventurero desconocido probó el zumo de la amapola, y su cerebro lo reconoció como criatura propia. Por algún accidente de la naturaleza, la planta arrojaba una sustancia que se correspondía con algo ya existente en el cerebro. Empezamos así a entender por qué el opio, la morfina y los productos químicos relacionados con él son adictivos. De acuerdo con una teoría muy difundida, en esencia el cerebro es engañado. Los productos químicos son confundidos con los que el propio cerebro ha producido. Como consecuencia, el cerebro detiene su propia producción interna y comienza a depender de la fuente externa. Al ir en aumento esa dependencia, se crea un círculo vicioso: puesto que la producción interna se ha cortado, dejar de abastecerse resulta inaceptable para el cerebro. Presumiblemente es por eso que, durante los períodos de abstinencia, el adicto sufre tan terribles tormentos.
¿Por qué, entonces, no nos tornamos adictos a nosotros mismos? Se trata de una pregunta urticante, base de todo el punto de vista bioquímico. La manera más fácil de responderla está en presuponer que las cantidades en que normalmente actúan esas endorfinas están a distancia sideral de las cantidades de morfina o heroína que llegan al cerebro desde afuera. De ser cierta esta hipótesis, la siguiente etapa sería desarrollar una droga que funcione a un nivel más similar que el de las endorfinas ya existentes en el cerebro.
Autor: Charles F. Levinthal