Cuando un amigo se va por causa del cáncer, lo lloramos; cuando seis amigos se van al mismo tiempo por haberse enfermado de lo mismo, comenzamos a mirar alrededor. Es lo que acaba de hacer el primer ministro francés Jean-Pierre Raffarin al lanzar su plan nacional para prevenir el efecto de la contaminación sobre nuestra salud. Enterarse de que en Francia hay un 20 por ciento más de enfermos de cáncer que en los demás países europeos conduce, en efecto, a formularse preguntas observando el entorno. Pero una observación de lo que pasa en el mundo en general tampoco calma los nervios.
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¿Se lucha verdaderamente contra el cáncer? El subtítulo del libro de Geneviève Barbier y Armand Farrachi, recientemente publicado por una editorial francesa y cuyo título encabeza esta nota, contiene su propia respuesta. «El cáncer es hoy en Francia la segunda causa de mortalidad -afirman los autores- ¿Por qué razón la lucha, que se ha concentrado en los tratamientos, la investigación y el tabaco, ha sufrido semejante fracaso pese a la enormidad de las sumas que se le destinan? ¿Y si fuera necesario inventar otros caminos, invertir la perspectiva, atacar no sólo los efectos y los factores de riesgo individuales, sino también las causas sociales, profesionales y ambientales?» Al silencio de los discursos oficiales sobre la materia le corresponden los intereses de los lobbies: «La desaparición del cáncer -concluyen Barbier y Farrachi- sería perjudicial para sectores enteros de nuestra economía». Los millones gastados en los trabajos de laboratorio deben seguir rindiendo frutos, no necesariamente vinculados con la salvación de la gente.
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Esta «enfermedad de civilización» no ha nacido en nuestra época. Enfermos de cáncer ha habido siempre. Lo que ha variado es la proporción, que ha explotado en forma alucinante, y la extensión, a la que Barbier y Farrachi llaman la «cancerización del mundo». Una globalización de la que nadie escapa: en medio de sus heladas soledades, los inuitas del Ártico canadiense también desarrollan la enfermedad. La cadena de productos tóxicos presentes en los Grandes Lagos pasa de una especie a la otra, de un langostino a un pez, hasta terminar en la foca puesta al fuego por esas gentes de vida natural, a las que lo único que puede reprochárseles es que se alimenten de animales de ojos tan dulces.
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Si el análisis de estos autores nos deja perplejos es porque estamos habituados a recibir sermones. Nos han convencido de que nos pescamos un cáncer porque hemos desobedecido algún otro mandamiento misterioso además de «no fumarás», o porque somos genéticamente incorrectos. Es obvio que fumar o tener predisposición genética aumentan el riesgo. También es obvio que, hasta cierto punto, nuestra actitud ante la vida evita enfermedades o las genera. Pero lo monstruoso es la culpabilización. Una amiga de Buenos Aires que luchaba denodadamente contra su cáncer me abrió hace un tiempo los ojos: «Encima que te enfermas -me dijo-, te echan la culpa. A mí no paran de mirarme con cara de comprensión profunda, antes de largarme la pregunta: ¿Por qué te hiciste eso? ¿Por qué no te querés a vos misma?» Los psicoanalizados baratos que la rodeaban y que creían a pie juntillas en el origen exclusivamente psicológico del cáncer y de todo otro mal de la Tierra se sorprenderían al leer la lista de causas ajenas a nuestra voluntad que pueden conducir a un enloquecimiento de nuestras células.
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Otra falsa idea, muy difundida, es que el aumento del cáncer en los países desarrollados se relaciona con el envejecimiento de la población: como la gente vive más, le queda más tiempo para volverse cancerosa. Una simple ojeada a las estadísticas que hablan del incremento del cáncer en los niños y en los jóvenes echa por tierra el argumento. La medida de precaución más atinada para no enfermarse de cáncer no consiste en morirse de otra cosa antes de la vejez, como parecen pensar quienes alegan que al final de la vida todo el mundo tiene un cáncer. En otras palabras, la medida más atinada no es taparse los ojos, sino enfrentar la realidad: el cáncer puede venir de adentro, pero sobre todo, viene de afuera: de los agentes cancerígenos del medio ambiente. Así, por ejemplo, en Europa, el mapa de las muertes por cáncer de pulmón muestra que la mayor proporción coincide exactamente con la célebre banana industrializada que va de Glasgow a Milán.
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Enumerar esos agentes es un penoso deber. Los pesticidas utilizados en la agricultura, las dioxinas surgidas de la combustión de sustancias provenientes de la siderurgia y de la incineración de los desperdicios, los aditivos alimentarios: conservadores, colorantes, edulcorantes; el petróleo de los automóviles, en especial el de los motores diese, y todo otro derivado del petróleo, comenzando por el plástico de las bolsas para las compras, cuyas partículas respiramos y comemos, mezcladas con nuestros alimentos; los rayos que recibimos cuando nos hacemos radiografías y los provenientes de centrales nucleares, los campos electromagnéticos producidos por los cables de alta tensión y por los teléfonos portátiles, muchos medicamentos, entre ellos los estrógenos para las menopáusicas y la píldora para prevenir embarazos, los factores profesionales, particularmente el amianto, prohibido desde 1997, pero que en Francia todavía provoca 2000 casos anuales de cáncer de pulmón (recordemos las bonitas fundas plateadas de las tablas de planchar, tan apreciadas por las amas de casa).
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El PNSE (Plan Nacional Salud Entorno) de monsieur Raffarin, que responde a obligaciones asumidas por la Unión Europea frente a la Organización Mundial de la Salud, parece salirles al paso tanto a este libro como al Llamado de París, lanzado el mes pasado por varios premios Nóbel de ciencias para comprometer al gobierno a actuar rápidamente contra la contaminación química. En su discurso del 21 de junio -día del comienzo del verano y de la Fiesta de la Música-, el primer ministro admitió que entre el 7 y el 20 por ciento de los casos de cáncer provienen de la degradación ambiental; que en Francia la contaminación atmosférica provoca treinta mil muertes prematuras anuales y que un millón de asalariados están expuestos en sus lugares de trabajo a productos cancerígenos.
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Raffarin agregó que su gobierno apoyaría el proyecto europeo Reach, necesario para reforzar la investigación, no del cáncer, que ya está suficientemente investigado, sino de las cien mil sustancias químicas que lo originan, clasificadas en Europa, pero aún no estudiadas lo bastante.
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Las medidas proyectadas para desarrollar el PNSE tienen valor de antecedente. Es la primera vez que el gobierno de este país encara el problema del cáncer reduciendo las emisiones tóxicas industriales, instalando un perímetro de protección en los 36.000 captores de agua de canilla o limitando en un 30 por ciento las emisiones de partículas de los motores diésel. Para esto último se ha decidido cobrar un impuesto de 3000 euros a los propietarios de los vehículos más contaminantes: las 4×4.
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Cabe preguntarse si los felices propietarios de esos automóviles lujosos retrocederán ante un impuesto, por caro que sea. Cabe preguntarse también si estas pequeñas medidas tienen en cuenta el inmenso nubarrón de muerte que se cierne sobre nuestras cabezas. Todo proyecto que, en primer lugar, no considere un abandono gradual, pero definitivo y perfectamente posible, de la utilización del maldito petróleo -motivo de guerras y causa de amigos que se van- no pasa de ser un mero paliativo. Ese oro que tanto se merece su adjetivo haría bien en quedarse adonde estaba desde la Prehistoria, enterrado lo más hondo posible dentro de su pozo.
.Cuando un amigo se va por causa del cáncer, lo lloramos; cuando seis amigos se van al mismo tiempo por haberse enfermado de lo mismo, comenzamos a mirar alrededor. Es lo que acaba de hacer el primer ministro francés Jean-Pierre Raffarin al lanzar su plan nacional para prevenir el efecto de la contaminación sobre nuestra salud. Enterarse de que en Francia hay un 20 por ciento más de enfermos de cáncer que en los demás países europeos conduce, en efecto, a formularse preguntas observando el entorno. Pero una observación de lo que pasa en el mundo en general tampoco calma los nervios.
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¿Se lucha verdaderamente contra el cáncer? El subtítulo del libro de Geneviève Barbier y Armand Farrachi, recientemente publicado por una editorial francesa y cuyo título encabeza esta nota, contiene su propia respuesta. «El cáncer es hoy en Francia la segunda causa de mortalidad -afirman los autores- ¿Por qué razón la lucha, que se ha concentrado en los tratamientos, la investigación y el tabaco, ha sufrido semejante fracaso pese a la enormidad de las sumas que se le destinan? ¿Y si fuera necesario inventar otros caminos, invertir la perspectiva, atacar no sólo los efectos y los factores de riesgo individuales, sino también las causas sociales, profesionales y ambientales?» Al silencio de los discursos oficiales sobre la materia le corresponden los intereses de los lobbies: «La desaparición del cáncer -concluyen Barbier y Farrachi- sería perjudicial para sectores enteros de nuestra economía». Los millones gastados en los trabajos de laboratorio deben seguir rindiendo frutos, no necesariamente vinculados con la salvación de la gente.
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Esta «enfermedad de civilización» no ha nacido en nuestra época. Enfermos de cáncer ha habido siempre. Lo que ha variado es la proporción, que ha explotado en forma alucinante, y la extensión, a la que Barbier y Farrachi llaman la «cancerización del mundo». Una globalización de la que nadie escapa: en medio de sus heladas soledades, los inuitas del Ártico canadiense también desarrollan la enfermedad. La cadena de productos tóxicos presentes en los Grandes Lagos pasa de una especie a la otra, de un langostino a un pez, hasta terminar en la foca puesta al fuego por esas gentes de vida natural, a las que lo único que puede reprochárseles es que se alimenten de animales de ojos tan dulces.
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Si el análisis de estos autores nos deja perplejos es porque estamos habituados a recibir sermones. Nos han convencido de que nos pescamos un cáncer porque hemos desobedecido algún otro mandamiento misterioso además de «no fumarás», o porque somos genéticamente incorrectos. Es obvio que fumar o tener predisposición genética aumentan el riesgo. También es obvio que, hasta cierto punto, nuestra actitud ante la vida evita enfermedades o las genera. Pero lo monstruoso es la culpabilización. Una amiga de Buenos Aires que luchaba denodadamente contra su cáncer me abrió hace un tiempo los ojos: «Encima que te enfermas -me dijo-, te echan la culpa. A mí no paran de mirarme con cara de comprensión profunda, antes de largarme la pregunta: ¿Por qué te hiciste eso? ¿Por qué no te querés a vos misma?» Los psicoanalizados baratos que la rodeaban y que creían a pie juntillas en el origen exclusivamente psicológico del cáncer y de todo otro mal de la Tierra se sorprenderían al leer la lista de causas ajenas a nuestra voluntad que pueden conducir a un enloquecimiento de nuestras células.
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Otra falsa idea, muy difundida, es que el aumento del cáncer en los países desarrollados se relaciona con el envejecimiento de la población: como la gente vive más, le queda más tiempo para volverse cancerosa. Una simple ojeada a las estadísticas que hablan del incremento del cáncer en los niños y en los jóvenes echa por tierra el argumento. La medida de precaución más atinada para no enfermarse de cáncer no consiste en morirse de otra cosa antes de la vejez, como parecen pensar quienes alegan que al final de la vida todo el mundo tiene un cáncer. En otras palabras, la medida más atinada no es taparse los ojos, sino enfrentar la realidad: el cáncer puede venir de adentro, pero sobre todo, viene de afuera: de los agentes cancerígenos del medio ambiente. Así, por ejemplo, en Europa, el mapa de las muertes por cáncer de pulmón muestra que la mayor proporción coincide exactamente con la célebre banana industrializada que va de Glasgow a Milán.
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Enumerar esos agentes es un penoso deber. Los pesticidas utilizados en la agricultura, las dioxinas surgidas de la combustión de sustancias provenientes de la siderurgia y de la incineración de los desperdicios, los aditivos alimentarios: conservadores, colorantes, edulcorantes; el petróleo de los automóviles, en especial el de los motores diésel, y todo otro derivado del petróleo, comenzando por el plástico de las bolsas para las compras, cuyas partículas respiramos y comemos, mezcladas con nuestros alimentos; los rayos que recibimos cuando nos hacemos radiografías y los provenientes de centrales nucleares, los campos electromagnéticos producidos por los cables de alta tensión y por los teléfonos portátiles, muchos medicamentos, entre ellos los estrógenos para las menopáusicas y la píldora para prevenir embarazos, los factores profesionales, particularmente el amianto, prohibido desde 1997, pero que en Francia todavía provoca 2000 casos anuales de cáncer de pulmón (recordemos las bonitas fundas plateadas de las tablas de planchar, tan apreciadas por las amas de casa).
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El PNSE (Plan Nacional Salud Entorno) de monsieur Raffarin, que responde a obligaciones asumidas por la Unión Europea frente a la Organización Mundial de la Salud, parece salirles al paso tanto a este libro como al Llamado de París, lanzado el mes pasado por varios premios Nobel de ciencias para comprometer al gobierno a actuar rápidamente contra la contaminación química. En su discurso del 21 de junio -día del comienzo del verano y de la Fiesta de la Música-, el primer ministro admitió que entre el 7 y el 20 por ciento de los casos de cáncer provienen de la degradación ambiental; que en Francia la contaminación atmosférica provoca treinta mil muertes prematuras anuales y que un millón de asalariados están expuestos en sus lugares de trabajo a productos cancerígenos.
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Raffarin agregó que su gobierno apoyaría el proyecto europeo Reach, necesario para reforzar la investigación, no del cáncer, que ya está suficientemente investigado, sino de las cien mil sustancias químicas que lo originan, clasificadas en Europa, pero aún no estudiadas lo bastante.
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Las medidas proyectadas para desarrollar el PNSE tienen valor de antecedente. Es la primera vez que el gobierno de este país encara el problema del cáncer reduciendo las emisiones tóxicas industriales, instalando un perímetro de protección en los 36.000 captores de agua de canilla o limitando en un 30 por ciento las emisiones de partículas de los motores diésel. Para esto último se ha decidido cobrar un impuesto de 3000 euros a los propietarios de los vehículos más contaminantes: las 4×4.
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Cabe preguntarse si los felices propietarios de esos automóviles lujosos retrocederán ante un impuesto, por caro que sea. Cabe preguntarse también si estas pequeñas medidas tienen en cuenta el inmenso nubarrón de muerte que se cierne sobre nuestras cabezas. Todo proyecto que, en primer lugar, no considere un abandono gradual, pero definitivo y perfectamente posible, de la utilización del maldito petróleo -motivo de guerras y causa de amigos que se van- no pasa de ser un mero paliativo. Ese oro que tanto se merece su adjetivo haría bien en quedarse adonde estaba desde la Prehistoria, enterrado lo más hondo posible dentro de su pozo.
Autor: Alicia Dujovne Ortiz.
Fuente: Biomagma.
Web: http://www.biomagma.com