La lógica de lo vivienteDans les champs de l’observation, l’hasard ne favorise que les esprits préparés»
[«En el campo de la observación, el azar sólo favorece los espíritus preparados»]
Louis Pasteur
La biología ha sido la ciencia de la segunda parte del siglo que se acaba. Desde la resolución de la estructura del DNA (1953), hasta los actuales descubrimientos sobre secuencias genéticas y clonación, las ciencias de la vida han iluminado el conocimiento humano, y también, por qué no decirlo, han infundido temores en la gente de la calle. La biología, como toda ciencia, presenta dos caras, que, como las de Jano, miran al pasado y al futuro. Pero cada una es, también, a la vez beneficiosa y perjudicial. Por otro, nos induce a pensar que todos los fenómenos de la vida son interpretables mediante razonamientos ya conocidos. Y esto es un error, demostrado por la experiencia. Nunca podremos predecir totalmente lo que queda por descubrir. Nunca podremos explicar totalmente los fenómenos nuevos –para nuestro intelecto– basándonos únicamente en el conocimiento anterior. La biología, como toda ciencia, es una continua interacción entre hechos e ideas. Las ideas sin demostración son vanas. Las observaciones sin interpretación, estériles.
Estamos en un buen momento para la divulgación y comunicación de la ciencia. La sociedad lo exige. Diversos autores, con mayor o menor fortuna, la ofrecen. Pero la abundancia no garantiza la calidad. Se corre el peligro de trivializar la ciencia. O, peor, de incorporar como herramienta científica el argumento de autoridad (en vez de a Aristóteles o Galeno, ahora el dixit corresponde a las revistas de prestigio, o a los científicos consagrados). A lo largo de este siglo, científicos reconocidos han escrito libros que han tratado de construir un puente entre el descubrimiento básico y el ciudadano. Las obras dedicadas a la biología han sido unas de las más destacadas.
Obras divulgativas unas veces, más especializadas otras, que merecen ser consideradas auténticas joyas por cuanto contribuyeron a difundir el conocimiento general de la biología, tan cara a todos los seres humanos por el simple hecho de que estamos incluidos en ella. Seguramente contienen errores que el conocimiento moderno, apoyado en la tecnología, ha permitido corregir. Permanece, sin embargo, lo esencial, y esto es lo que en cualquier caso resulta siempre provechoso a quienes no han tenido la oportunidad de conocerlas. Constituyen además documentos de notable interés para trazar los avatares históricos y sociales que la ciencia moderna hubo de sortear hasta encontrar su lugar en la cultura y en la civilización. Los niveles o registros han sido varios, desde los más profundos y filosóficos hasta los más sencillos y divulgativos. La lógica de lo viviente, aparecido en 1970, ha sido uno de los más significativos, además de reunir y combinar varios registros.
A los 30 años de su publicación, este libro permanece actual. La lógica de lo viviente no es propiamente, o no es sólo, una obra divulgativa. De acuerdo con el subtítulo, «Una historia de la herencia», encierra en sus páginas lo esencial de cuanto interviene en los complejos mecanismos de la formación, información y transmisión de la vida. Y esa esencialidad sigue siendo válida hoy, aun cuando el conocimiento de esos mecanismos es mucho más amplio ahora que hace 30 años. Todo cuanto rodea el tema de la continuidad genética constituye la parte experimental de la biología en la que más investigación se realiza. Y tiene unas repercusiones que transcienden el propio ámbito científico. Este libro forma parte de la historia de la biología moderna, una historia en los 30 años que separan esta edición de la primera, ha visto el mayor e incesante desarrollo de la investigación en genética molecular. El mundo que nos rodea cambia continuamente y esos cambios, que hoy se perciben con mucha rapidez, eran más lentos en épocas pasadas, aunque hay una relación entre ellos. Encontrar y comprender esa relación proporciona una perspectiva enriquecedora. Y, para ello, resultan esenciales las obras de comunicación de la ciencia , como ésta, felizmente recuperada. François Jacob es la clase de hombre y científico que a lo largo de su carrera ha sabido ofrecer ideas y hechos dignos de permanecer. Y, aunque La lógica de lo viviente ocupa un lugar destacado, gracias al mérito que se le reconoció, no ha sido su aportación más relevante. Antes lo ha sido su dilatada contribución a la ciencia, la biología, sin paliativos y sin máscaras. Y, sobre todo, sin concesiones a lo efímero y superficial que hoy atrae con tanta facilidad a los científicos.
Jacob pertenece a una hornada de investigadores cuyas ideas formaron la argamasa sobre la que se ha erigido un colosal edificio de conocimiento. El actual proyecto Genoma Humano, sin duda una aventura científica de inmensas proporciones, impensable hace unos pocos años, se apoya en cuanto esa hornada de científicos descubrió y, a modo de patrimonio universal, puso libremente a disposición de sus contemporáneos y futuros colegas, sin pensar en patentes ni exclusivas.
De la misma forma, el propio Jacob tampoco empezó de cero, sino que su trabajo se sirve de la labor de sus contemporáneos y antecesores. Entre los acontecimientos científicos que se producían poco antes de la época en que Jacob inicia su andadura en ciencia, es preciso destacar el establecimiento del carácter espontáneo de la mutación bacteriana por parte de Delbrück y Luria (1943); la confirmación de la función del DNA como portador de la información genética (Avery, MacLeod y Mc Carty, 1944); el descubrimiento de la conjugación bacteriana por Lederberg y Tatum (1946); la naturaleza de la lisogenia establecida por Lwoff en 1950 y la obtención de la primera fotografía del DNA por difracción de rayos X a cargo de Wilkins y Franklin en 1952, sólo un año antes de que Watson y Crick dieran a conocer la estructura del DNA. En ese contexto de extraordinaria efervescencia, Jacob y Wollman proponen en 1953 una teoría que explica la inmunidad de las cepas bacterianas lisogénicas a la infección por nuevas partículas fágicas y, en 1957, basándose en pruebas genéticas, anticipan la forma circular del cromosoma bacteriano. Junto con otros colegas, Jacob demostraría en 1961 la existencia de RNA mensajero en células de Escherichia coli infectadas con el fago T4. Y, también en 1961, propone, junto con Jacques Monod, un modelo de regulación de la síntesis de las proteínas a partir de la función del operón de la lactosa de E. coli. Lo que les valdría, junto con André Lwoff, el premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1965.
Entre los acontecimientos científicos que se están produciendo cuando esta nueva edición ve la luz, está la secuenciación del genoma completo de más de 20 organismos. Y el número va a ir creciendo de manera imparable. La carrera genómica, cuyo pistoletazo de salida se dio en 1995, con la secuenciación completa del DNA de la bacteria Haemophilus influenzae, consiguió sólo dos años después la de Escherichia coli, el organismo mejor conocido, incluyendo a nuestra propia especie. Las repercusiones sobre el aprovechamiento de este conocimiento en el diagnóstico y tratamiento clínicos y en diferentes tipos de industria son potencialmente enormes.
En ciencia, como en muchas otras actividades humanas, hay hechos e ideas que permanecen y que vale la pena recuperar cuando han caído en el olvido; hay otras efímeras, característica que tendría que ser reconocida para no desperdiciar esfuerzos; y hay también transformación de ideas y hechos a la luz de nuevos conocimientos y de las mayores posibilidades que la tecnología aporta. La ciencia está hecha por humanos y, en este sentido, el error puede estar presente. Pero, ¿podemos pensar en alguna otra actividad humana que tenga entre sus cláusulas someterse obligatoriamente a la crítica y «desconfianza intelectual» para mantener la validez de sus asertos? ¿Y desecharlos, cuando no pueden ser demostrados? Con todos sus errores y defectos, el proceso científico de trabajo y validación tendría que ser un modelo al que se adaptarán otras actividades humanas.
Los científicos no podemos dejar de pensar en la evolución de la sociedad en este final de siglo y, como acertadamente se dice en el prefacio que abre este libro [véase nota], no ha sido la ciencia, a pesar del miedo que despierta en muchas mentes, la que ha desencadenado los desastres que se han vivido y se están viviendo. Dogmatismo, fanatismo y posesión de la verdad, conceptos que se sitúan en las antípodas de cualquier actividad científica, son el germen primero de tales desastres. Vale la pena recordar a este respecto la frase de George Bernard Shaw: «La ciencia sólo se vuelve peligrosa cuando se cree que ha alcanzado sus objetivos». Somos muchos los que creemos en el valor de la ciencia y en su capacidad para tratar de resolver problemas concretos. Y esta creencia se apoya en que la ciencia es contraria al argumento de autoridad y, aunque no sea intachable en su ejercicio, tiene más capacidad de autocorrección que otros sistemas. Mucho se saldría ganando si esos sistemas que gobiernan la vida política, económica y social aplicaran algunos de sus procedimientos.
Pero a pesar de las convulsiones de este final de siglo, que ciertamente comenzó también convulso, no podemos dejar de apreciar que nuestro siglo xx ha sido testigo de los mayores avances científicos de la historia, difícilmente imaginables para quienes asistieron a su nacimiento. Pero ese avance no se detiene y, de nuevo, se vislumbran cambios sorprendentes en el conocimiento científico. Es seguro que muchos paradigmas actuales, en todos los dominios de la ciencia, serán reemplazados por nuevos modelos que los alterarán por completo. Para apreciarlos y debatirlos es necesaria esa formación básica por parte de los ciudadanos, no solamente de los científicos, que permita avanzar sin temores. Más allá del conocimiento que se quiere obtener de la sociedad para conseguir su aprobación y, por ende, financiación, hay que tender a crear lazos de comprensión y entendimiento hacia el trabajo riguroso. Ni más ni menos que el que el autor desarrolló en sus años de dedicación a la ciencia y que aplicó a obras como ésta. La vida y la evolución tal vez funcionen por mecanismos de bricolaje, como declaró Jacob en su discurso de aceptación del Nobel. Pero ese bricolaje, en manos de biólogos como él, ha ido logrando una estatua interior digna del más afamado y habilidoso escultor.
Ricard Guerrero
Catedrático de microbiología de la Universidad de Barcelona. Profesor visitante de la Universidad de Massachusetts, en Amherst. Investigador en diversos campos de la ecogenética de procariotas, con un interés especial en los primeros ecosistemas de la Tierra y en el análisis de ecosistemas mínimos. Miembro del comité editorial de diversas revistas científicas y director de International Microbiology. Colaborador en diversos programas de comunicación científica y percepción social de la ciencia.
guerrero@retemail.es
Librería Paidos
Autor: * Reproducción del prólogo de Ricard Guerrero a la nueva edición del libro La lógica de lo viviente, de François Jacobs, publicado por Tusquets Editores.