Lewis Thomas
Un embrión humano –o cualquier embrión- comienza su vida como una célula individual, que pronto se divide para dar células progenie hasta que se forma una masa crítica de células aparentemente idénticas. Luego, como si sonara una campana, comienza el proceso de la diferenciación y aparecen las células con funciones especializadas para el futuro organismo y migran hacia un lugar determinado para la formación de los tejidos u órganos. El punto de vista actual se basa en que la localización de los elementos celulares es organizada y gobernada por un sistema de señales químicas intercambiadas entre las células. La naturaleza de estas señales y los receptores específicos sobre cada superficie celular son determinadas y controladas presumiblemente por las instrucciones genéticas procesadas por la primera célula y heredada por las células hijas.
El fenómeno del desarrollo embrionario y su diferenciación es considerado como uno de los dos grandes problemas no resueltos de la biología humana –el otro siendo el funcionamiento del cerebro. En ambos casos, el misterio central es el comportamiento cooperativo y colaborativo de las células mismas. El embrión se desarrolla, a partir de una única célula, y se convierte en una estructura compleja, un bebé, conformado de trillones de células, cada una especializada para hacer lo que debe y confinada a una localización anatómica específica pero manteniendo su comunicación con el resto a través de señales químicas. El cerebro está compuesto por billones de neuronas dispuestas en cadenas de una complejidad más allá de la comprensión, pero bajo el gobierno de las señales químicas que regulan la respuesta de cada célula.
La vida de la tierra se asemeja a la del embrión, y la vida de nuestra especie dentro de la de la tierra se asemeja a la del sistema nervioso. La tierra es un organismo todavía en desarrollo y diferenciación.
Nadie sabe como surgió el primer organismo viviente, aunque las hipótesis abundan. Es casi una certeza que fue una célula, y más aun, una célula similar a una bacteria de hoy.
Muchas de nuestras ideas acerca del origen de la vida postulan una serie de accidentes al azar –la presencia de aminoácidos y precursores de nucleótidos en el agua que cubría la mayor parte del planeta, el ensamblaje de estos bloques de construcción para formar ácidos nucleicos más complejos y moléculas proteicas bajo la influencia de relámpagos o luz ultravioleta intensa, la formación de membranas biológicas para encerrar a los reactantes, y así, la vida. Un problema que surge es el tiempo requerido para que ocurra la correcta secuencia de eventos a la temperatura que siempre se asumió como óptima para la vida, o sea la temperatura de hoy. Cada paso individual parecería improbable, pero si los eventos hubieran ocurrido a altas temperaturas, con todo acelerado, un billón de años no parece poco tiempo. Ahora surge la posibilidad de que los ancestros originales de la vida sobre la tierra son las bacterias.
Hemos heredado muchos, quizá todos nuestros sistemas para la comunicación intercelular de nuestros ancestros bacterianos. Algunos investigadores del NIH han descubierto recientemente que ciertas bacterias sintetizan moléculas proteicas indistinguibles de la insulina por sus propiedades. Otros microorganismos elaboran mensajeros peptídicos idénticos a aquellos usados por células especializadas en nuestro cuerpo para la regulación de la función cerebral y para activar la función de la tiroides, glándula adrenal, células del ovario y digestivas. Nosotros no inventamos nuestras hormonas esteroides; moléculas como estas probablemente eran sintetizadas por otras razones hace 2 billones de años por nuestros ancestros bacterianos.
Lovelock y Margulis propusieron en 1972 que la vida en el planeta ha sido la responsable de regular su propio ambiente. Ellos postularon que la estabilidad de los constituyentes de la superficie terrestre, el pH y la salinidad de los océanos, son mantenidos más o menos constantes y a niveles óptimos para la vida, por reacciones de retroalimentación que involucran a la vida microbiana, vegetal y animal. El concepto es análogo al fenómeno de homeostasis en un organismo multicelular.
La “Hipótesis Gaia”, como Lovelock y Margulis llamaron a su teoría, implica que la vida conjunta de la tierra se comporta como un organismo enorme, coherente y auto-regulador. Es una noción que ha producido escepticismo y antipatía en la comunidad científica, especialmente dentro de los biólogos evolutivos. Ellos dudan de su compatibilidad con el cuerpo sólido de la teoría evolutiva. Se preguntan : ¿Cómo pudo haber evolucionado tal criatura en la ausencia de algo contra que ser seleccionado? Además, se oponen a la idea de que la evolución puede planear para las futuras contingencias –por ejemplo, el ajuste de los gases atmosféricos para proveer las condiciones óptimas para la vida que todavía no existe. Puedo suponer que una vez que la primera célula apareció en escena, equipada de una molécula de ADN para su replicación y para su mutación progresiva en nuevas formas celulares con nuevas estrategias de supervivencia, surgió un sistema viviente.
Cuando un sistema viviente es lo suficientemente complejo, automáticamente provee una serie de opciones de estrategias para las futuras contingencias.
En una reunión nacional de biólogos y biogeógrafos en 1983, los temas de discusión eran la historia y la dinámica de la extinción. El consenso era que el número y diversidad de las especies vivientes puede estar en el límite de un nivel de extinción similar a la catástrofe que ocurrió hace 65 millones de años y que esto ocurriría dentro de los próximos cien años. Estaría causado por la carrera mundial del desarrollo de la agricultura, principalmente en los países más pobres, y por la velocidad de deforestación. La especie animal en riesgo es la raza humana. Deberíamos clasificarnos como una especie en extinción, sobre la base de nuestra dependencia total sobre otras especies vulnerables para nuestra comida, y nuestra dependencia simultánea entre nosotros, al ser una especie social.
Pero no se preocupen por la vida de la tierra misma. Ninguna extinción puede llevar al final de toda forma de vida. Podremos reducir el número de las especies de los animales multicelulares y plantas superiores, pero las bacterias y los virus todavía permanecerían, quizá en mayor abundancia debido al ecosistema creado por tanta muerte. El planeta retornaría a su estado hace un billón de años, sin forma de predecir el futuro curso de la evolución.
Los humanos simplemente no pueden seguir así, consumiendo los recursos de la tierra, alterando la composición de la atmósfera terrestre, disminuyendo el número y variedad de otras especies sobre las que depende nuestra supervivencia.
Hasta hace poco creíamos que podíamos hacer exactamente eso. Creíamos, erróneamente, que así funcionaba la naturaleza. La especie más fuerte sobreviviría. Los débiles serían destruidos o comidos. Estamos a punto de aprender lo que realmente debería ocurrir, y tendremos suerte si aprendemos a tiempo.
El altruismo es una de las mas extrañas formas biológicas de la vida. ¿Cómo se puede explicar la supervivencia de cualquier especie en donde ciertos miembros deben, bajo lo que parecería como instrucciones genéticas, sacrificarse para los intereses del grupo? La teoría de la selección natural parecería eliminar cualquier criatura que se comporte de esta forma.
El altruismo es una paradoja, pero de ninguna manera es una forma excepcional de comportamiento. En la mayoría de las especies sociales de animales, el altruismo es esencial para la continuación de la especie, y existe como un aspecto cotidiano de la vida. Quizá no sea un aspecto cotidiano del comportamiento humano y no hay forma de probar una base genética para esta conducta. Los sociobiólogos creen que el altruismo humano esta gobernado genéticamente y existe en toda nuestra especie, aunque se encuentre bajo la forma latente o suprimida. Otros, los antisociobiólogos, no creen que haya evidencia para la existencia de genes altruistas y atribuyen este comportamiento a las influencias culturales.
No estamos sujetos por nuestros genes para comportarnos como lo hacemos. Muchas de las otras criaturas no tienen la opción de introducir nuevos programas para su supervivencia, a voluntad. Se comportan de esa forma, y cooperan como cooperan, en acuerdo con rígidas especificaciones genéticas. Puede ser que nosotros tengamos instrucciones similares, pero solo en términos generales, con opciones para cambiar nuestros puntos de vista cuando queremos.
Existen dos amenazas inmensas sobre el ecosistema de la tierra. Ambos son nuestra culpa, y si pueden ser remediados solo ocurrirá por nosotros.
La primera es el daño a la tierra que ya hemos comenzado a infligir por nuestras demandas incesantes de energía. Aunque todavía no hemos cambiado el clima terrestre, lo haremos en algún momento dentro de los próximos dos siglos. No solo estamos interfiriendo con el balance de los constituyentes en la atmósfera, aumentando el nivel de dióxido de carbono y arriesgando un aumento de varios grados en la temperatura media del planeta. También estamos arriesgando la capa fina de ozono en la atmósfera exterior, principalmente debido a los óxidos nitrogenados asociados a la polución. Un aumento del 50 por ciento en la banda ultravioleta aumentaría la cantidad de UV-B en la región de mayor energía de la banda por un factor de 50 veces. La energía de estas longitudes de onda tendría efectos destructivos sobre las hojas de las plantas, el plankton de los océanos, los sistemas inmunes de los animales mamíferos y podría cegar a la mayoría de los animales terrestres.
La segunda amenaza no es a largo plazo. Es la guerra termonuclear.
Es usual estimar el peligro de esta nueva tecnología militar en término de vidas humanas expuestas al riesgo.
De acuerdo con un estudio del comité de biólogos y climatólogos para la Conferencia sobre Las Consecuencias Biológicas a largo plazo de la Guerra Nuclear, existen varios eventos que pueden ocurrir. Asumiendo que la mayoría de las detonaciones ocurren a nivel de la superficie terrestre, la cantidad de polvo que aparecería en la atmósfera podría oscurecer la tierra sobre el Hemisferio Norte por un período de varios meses a un año. La luz solar estaría excluida en un 99 por ciento, y las temperaturas en la superficie en los interiores continentales disminuirían hasta –40 °C, matando a la mayoría de las plantas y todos los bosques. En las zonas tropicales, la pérdida de los bosques puede destruir a la mayoría de las especies del planeta. Los organismos fotosintéticos y otros organismos planctónicos serían eliminados y así la base de la pirámide marina.
Los nuevos gradientes de temperatura entre los océanos y las masas de tierra producirían tormentas masivas en todas las costas con la destrucción de los ecosistemas de aguas no profundas.
Luego de varios meses, desaparecería la ozonósfera y el planeta sería expuesto a la energía letal de la radiación ultravioleta tan pronto como desaparezca el polvo.
No se sabe cuantas formas de vida se perderían para siempre.
En el caso de tal evento, la cuestión de la supervivencia de la raza humana parece trivial. La civilización y la memoria de la cultura se perderían para siempre. Dado el tipo de cerebro que posee nuestra especie y la memoria, todo lo que les quedaría a los sobrevivientes es el sentido de culpa por haberle hecho tales daños a una criatura tan hermosa.