Geoingeniería, apuesta incierta frente al cambio climático

Inicio » Ciencias » Geoingeniería » Geoingeniería, apuesta incierta frente al cambio climático

Fuente: SciELO.

Las implicaciones del cada vez más extenso metabolismo social, es decir del uso de materiales y energía por parte del ser humano, son cada vez mayores. Es un contexto en el que la riqueza acumulada no es equiparable a ningún otro momento de la historia del ser humano y, pese a ello, muchas de las necesidades más elementales siguen sin ser resueltas para más de la mitad de la población mundial.

Los datos sugieren que entre 1900 y el 2000, cuando la población creció cuatro veces, el consumo de materiales y energía aumentó en promedio hasta diez veces; el incremento del consumo de biomasa en 3.5 veces, el de energía en 12 veces, el de metales en 19 veces y el de materiales de construcción, sobre todo cemento, unas 34 veces (Krausmann et al., 2009). De este modo, al cierre del siglo XX la extracción de recursos naturales era de 48.5 mil millones de toneladas, registrándose un consumo global per cápita de 8.1 toneladas al año, con diferencias per cápita de más de un orden de magnitud (Steinberg, Krausmann y Eisenmenger, 2010).

Para el 2010 las estimaciones rondaban las 60 mil toneladas de materiales al año y unos 500 mil petajoules de energía primaria (Weisz y Steinberger, 2010). El 10% de la población mundial más rica acaparaba entonces el 40% de la energía y el 27% de los materiales (Id.). Y mientras el grueso de tal población se concentra en EUA, Europa Occidental y Japón, en contraparte, las regiones que principalmente han abastecido el mercado mundial de recursos naturales han sido América Latina, África y Medio Oriente (Dittrich y Bringezu, 2010). China, Corea del Sur, Malasia e India se colocan como importadores netos de recursos en los últimos años.

Lo anterior advierte un futuro próximo socio-ambientalmente inquietante pues las proyecciones para las próximas décadas precisan un consumo creciente y desigual. De seguir sin cambio alguno, el aumento en la extracción de recursos naturales podría triplicarse para el 2050, mientras que si se opta por un escenario moderado, el aumento sería en el orden del 40% para ese mismo año (UNEP, 2011: 30). Mantener los patrones de consumo del año 2000, implicaría por el contrario, que los países metropolitanos disminuyan su consumo entre 3 y 5 veces, mientras que algunos «en desarrollo» lo tendrían que hacer en el orden de entre 10% – 20% (Id.).

Tales escenarios, como se dijo, tienen implicaciones socio-ambientales de peso en tanto que la dimensión del metabolismo social apunta en todos los casos a incrementarse si no se toman medidas urgentes para lograr un decrecimiento biofísico, o del consumo de energía y materiales por parte de la población mundial que más despilfarra; todo al tiempo que se mejoran las condiciones de una importante cantidad de seres humanos que vive en la miseria más profunda.

Las implicaciones son diversas, desde una agudización del calentamiento global de tipo antropogénico hasta una mayor trasgresión de los límites del ciclo del nitrógeno y del fósforo, así como de la acidificación de los océanos, la destrucción de la capa de ozono, la ruptura del ciclo hidrológico del agua a la par de un sobreconsumo y contaminación del líquido o la pérdida creciente de biodiversidad, entre otras (léase: Rockström et al., 2009). Dado que las variables anteriores se refuerzan o retroalimentan unas a otras, aunque produciendo, al mismo tiempo, resultados no lineales y por tanto sinérgicos, pero, hasta cierto punto, impredecibles, a este conjunto de procesos e implicaciones se le ha denominado cambio global. Se trata de toda una serie de alteraciones que se están produciendo de manera más o menos simultánea y que ya afectan de modo multivariado y, en muchos casos desigual, al sistema planetario.

Cambio climático y sus principales implicaciones

El cambio climático es esencial, pero no únicamente producto del uso indiscriminado de combustibles fósiles.1 Se corrobora por la cantidad de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera, de los cuales, el de mayor cantidad y permanencia es el dióxido de carbono (CO2) con una vida de entre 50 a 200 años. No obstante, el metano es también de gran relevancia, pues a pesar de que su persistencia es menor (en promedio unos 12 años). Debido a las cantidades emitidas y a su capacidad de absorber la radiación infrarroja, su potencial de calentamiento global se estima entre 25 a 33 veces que el del CO2, lo que significa que cada tonelada de metano emitida equivale hasta 33 toneladas de CO2.2

Así, sólo para el caso del CO2, se observa que la concentración, que se mantuvo constante en los últimos diez mil años en unas 280 partes por millón (ppm), pasó en 1998 a 360 ppm, para 2006 a 383 ppm (Heinberg, 2003: 32) y para principios de 2012 hasta 393.6 ppm (www.co2now.org). El incremento acumulado es de alrededor del 40%; ya se alcanza una concentración riesgosa dado que se trata de un nivel muy por arriba de la frontera ecológica planetaria y que, de profundizarse, podría implicar cambios multivariados e irreversibles.3 Por lo pronto, lo que se constata es un inequívoco aumento de la temperatura de 0.74° C en el periodo de 1906 a 2005, un incremento que en 44% se gestó tan sólo de 1990 a la fecha (UN-HABITAT, 2011: 5).4

Sin embargo, debe advertirse que la situación actual es producto de una contribución desigual en las emisiones de GEI ya que sólo el 20% de la población mundial (la más acaudalada) ha generado el 90% de ellos en términos históricos (Godrej, 2001: 95). Lo dicho se corrobora al dar cuenta, por ejemplo, que los países de la OCDE contribuyen al día de hoy con el 43.8% del consumo energético mundial mientras que, América Latina sólo anota el 5.2%, Asia (excepto China) el 11.6% y África el 5.7% (IEA, 2010).5 Nótese, además, que mientras los países de la OECD tienen una población de unos 950 millones de habitantes, las regiones señaladas cuentan con 4,200 millones de habitantes (sin considerar a China). Las dimensiones de las disparidades mencionadas son pues notorias y establecen una diferencia en el consumo energético per cápita de 1 a 10 si se ajustan los datos al excluir a México y Chile del rubro de países de la OECD y se integran a los de la región latinoamericana.6

Las disparidades no sólo se advierten a nivel regional o de países, sino también de asentamientos humanos; son los de tipo urbano los de mayor peso en cuanto emisiones de gases de efecto invernadero, así como de consumo de recursos. En ese tenor, no sorprende que las ciudades del mundo cubran el 2% de la superficie terrestre, pero consuman 2/3 partes de la energía mundial y emitan 4/5 partes de los GEI (Newman et al., 2009: 4; UN-HABITAT, 2011: 9).7 Crecen en promedio a un ritmo del 2% anual, teniendo como puntos extremos un 0.7% para algunos países ricos y 3% para algunos países pobres (Id.).

Dicho crecimiento urbano no es proporcional al monto de emisiones atribuibles a cada caso dado que hoy día se observan concentraciones urbanas similares (en tanto su densidad o número de habitantes por km2) con muy distintas aportaciones de GEI; no sólo históricas sino, incluso, nominales. Esa disparidad, si bien responde en parte a diversos factores como el tiempo de existencia de las urbanizaciones y las condiciones biofísicas de cada caso (e. g. latitud, cercanía y disponibilidad de recursos, etcétera), no deja de tener como principal origen una profunda polarización en los patrones de consumo energético-materiales. Lo anotado no es un asunto secundario, más aún cuando se advierte que los espacios que enfrentarán los costos más elevados del cambio climático serán aquellos cuya contribución de emisiones (total, pero sobre todo per cápita y en términos históricos) ha sido menor (Bicknell, Dodman y Satterthwaite, 2009).

En concreto, se está pues ante un panorama en que las afectaciones asociadas al cambio climático aluden a una mayor y desigual vulnerabilidad por aumento del nivel del mar, de eventos climáticos extremos y de la temperatura, y consecuentemente de inundaciones e incendios recurrentes, de estrés hídrico y de otros recursos, entre otros factores como la degradación de la calidad de vida (con diferencias sustanciales por edad y género). Tales afectaciones estarán, en buena medida, vinculadas a riesgos actualmente ya conocidos y calarán con mayor énfasis en zonas pobres y de asentamiento irregular. Además, es de esperarse que se produzcan «riesgos concatenados».

Lo expuesto precisa tomar medidas para, en general, reducir la amplitud de vulnerabilidades provocadas por el cambio climático, pero al mismo tiempo también, por otras problemáticas ambientales.

Ante tal situación, el discurso que plantea al desarrollo tecnocientífico como solución, viene posicionándose con cada vez más fuerza desde el discurso de la economía verde.8 Ésta se ancla en el impulso a la eficiencia y al avance de las tecnologías como solución a las afectaciones que el sistema capitalista de producción ha generado a lo largo de su historia, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX. Se trata de un contexto en el que «…los gobiernos tendrían el rol clave de financiar la investigación y el desarrollo verde y la infraestructura necesaria para tal propósito, así como el facilitar un ambiente de apoyo a las inversiones verdes del sector privado y el desarrollo dinámico del crecimiento de sectores verdes» (Naciones Unidas, 2011A: 6).

La apuesta consiste entonces en estimular una nueva revolución tecnológica que no sólo redinamice la economía a la usanza de las revoluciones tecnológicas previas (léase: Pérez, 2004; 2011a) sino que, además, supuestamente contribuya a solucionar los principales problemas y retos ambientales. La idea se sostiene esencialmente en la creencia de que el crecimiento económico y la sustentabilidad pueden ir de la mano, visión errónea en tanto que no se puede crecer económicamente al infinito en un planeta finito. Pero más aún en la suposición de que la eficiencia no resultará, como ha sucedido desde la primera revolución industrial, en un mayor consumo total de los recursos; fenómeno bien conocido como de «efectorebote» (Polimeni, 2008; Delgado, 2011b).

En cualquier caso, es en este panorama que se (re)posicionan las tecnologías de geoingeniería, mismas que al enfocarse en controlar el clima, capturar CO2, o disminuir el efecto albedo, se perfilan como mecanismo para resolver la eventual limitación del sistema para impulsar de modo creciente la economía al tiempo que supone evitar una buena parte de las emisiones de GEI. El punto de aproximación no es casual desde la lógica del actual sistema de producción pues las geoingenierías estimularían la acumulación de capital (al lanzar al mercado nuevos productos y servicios) mientras que las emisiones evitadas la limitarían pero ayudando a conservar el entorno natural tal y como lo conocemos.

Geoingenierías como arreglo tecnológico paradigmático

La construcción social del posible futuro de las tecnologías del clima no sólo está lleno de expectativas, sino también de incertidumbres y en ciertos casos de falsas promesas. De ser tecnológica y económicamente viables, tal avance tecnocientífico, sin duda alguna, acarreará fuertes implicaciones, tanto sociales y ambientales, como éticas y legales.

La geoingeniería se entiende como aquel conjunto de tecnologías que permiten manipular el clima y que cumplen con al menos dos características fundamentales: deben ser intencionales y tener un impacto global o de gran escala (Schelling, 1996; Keith, 2001; Bala, 2009). Algunos precisan que también deben ser no naturales (Schelling, 1996). Así, mientras la siembra de árboles de rápido crecimiento es una vieja propuesta (Dyson, 1977) que ahora se renueva con la sugerencia de árboles genéticamente modificados que tendrían un mayor potencial de absorción de CO2 o con la supuesta siembra de crecientes insumos para la producción de biocombustibles de segunda y tercera generación que permitirían producir energía al tiempo que se captura CO2 (Gordon, 2010), ambas, debido a su carácter local no deberían entonces ser consideradas del todo como geoingeniería (Ray, 2010). En todo caso, las implicaciones socioambientales, siendo o no geoingenie-ría, ciertamente estarían presentes en un grado u otro (en tanto a la huella hídrica, la demanda de tierra, los efectos sobre la biodiversidad, la erosión de la seguridad alimentaria, etcétera).

La génesis de la geoingeniería no data de los últimos años, por el contrario, ha rondado en la arena científica y política desde hace décadas. La primera ocasión que se registró la posibilidad de intervenir el clima de manera deliberada más allá de la posibilidad de «cosechar nubes» que ya había sido planteado por Bernard vonnegut en 19469 para provocar lluvia, fue en el marco de un informe del Comité Asesor Científico del presidente de EUA en 1965 en el que se sugería revertir el balance de la radiación en dirección opuesta al generado por el aumento al CO2, ello posible a partir de aumentar el efecto albedo o de reflectividad del planeta (véase: CACP, 1965). Pocos años después el científico ruso Budyko sugeriría la opción de inyectar sulfuro a la estratósfera mediante misiles, aviones o cohetes (Budyko, 1977: 244, en Bala, 2009). Para 1992, la Academia de Ciencias de EUA (HAS, por sus siglas en inglés), hablaría de lanzar polvo en lugar de sulfuro, una opción mucho más barata y menos agresiva al medio ambiente al momento de precipitarse a la tierra (HAS, 1992 en Bala, 2009: 43). Para tal opción se calculó la necesidad de lanzar 1kg de polvo por cada 100 toneladas de emisiones de CO2 que se quisieran «contrarrestar» (Id.). Desde entonces y ante un cambio climático que se agudiza, la geoingeniería ha tomado fuerza tanto en lo político como en el ámbito científico y empresarial, pues como se ha dicho, no compromete la dinámica de producción-consumo en el sentido de la necesaria reducción de los flujos biofísicos de la humanidad (incluyendo las emisiones de GEI).

Por lo expuesto, es claro que hay más de un planteamiento sobre potenciales tecnologías de geoingeniería, cada una con un grado de sofisticación distinto. El debate a cerca de cuáles son las tipologías y viabilidad de geoingenierías disponibles no es una cuestión trivial en el ámbito político. De lo más llamativo es que pese a las amplias diferencias, al tratar a las geoingenierías como un paquete de opciones, se está dibujando la aprobación o rechazo de ésas en bloque, con todo lo que ello implica para su impulso y regulación. Es por ello que la modalidad en la que las geoingenierías sean definidas y abordadas en el quinto Informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático ciertamente será clave en el curso e impactos de la política climática de los próximos años.

Para aterrizar lo señalado, veamos con mayor detalle las propuestas de geoingeniería, por lo general clasificadas en dos grandes rubros: las enfocadas a la captura/manipulación de CO2 y las que inciden sobre el efecto de insolación del planeta (véase figura1).

Entre las más sonadas del primer bloque, o procedimientos CDR (Carbon Dioxide Removal), están las relativas a la captura de CO2, sea directamente en el punto de combustión/emisión o absorbido del ambiente por medio de depuradores. En ambos casos el CO2 es inyectado subterráneamente en formaciones geológicas o viejos pozos petroleros-gaseros, así como en el fondo del lecho marino (Haugan y Drane, 1992; Rubin et al., 2005; Bala, 2009).

Por su parte, la «fertilización de océanos» se planea mediante el uso de (nano)partículas de hierro u otras sustancias como el nitrógeno para estimular el crecimiento del fitoplancton que, a su vez, fungiría como sumidero de carbono, pues al morir el carbono se depositaría en el fondo oceánico (Martin et al., 1990; HAS, 1992; Bala, 2009; Ray, 2010). Este caso es una tecnología ya en pruebas y en comercialización (Ray, 2010) aun cuando se sabe que podría inducir cambios en la composición química de los océanos (acidificación), llevar a niveles bajos de oxígeno en aguas semiprofundas y profundas por sobrecrecimiento del fitoplancton, entre otras cuestiones. Se suma también la idea de manipular genéticamente algas u otros organismos para que incrementen su capacidad de captura / metabolismo de CO2 (Gordon, 2010: 17).

Por su parte, la opción Biochar, alude a la siembra de grandes extensiones de monocultivos útiles para la producción de energía, al tiempo que sean buenos captadores de CO2 de modo tal que la biomasa residual sea quemada de modo controlado y el CO2 almacenado de manera «definitiva» (véase las acciones de la International Biochar Initiative: www.biochar-international.org). Al respecto, como ya se señaló, el debate sobre las implicaciones socioambientales de los biocombustibles, en especial agua, tierra y balance energético, son todo un antecedente que no se puede obviar para el caso de esta opción (léase, por ejemplo, Qiampietro y Mayumi, 2009) que, además, sólo podría contribuir en el mejor de los casos con una porción limitada de captura de CO2.

En cuanto a las tecnologías que inciden sobre la insolación (o SRM-Solar Radiation Management), se habla de procedimientos que surgen de observar el problema del cambio climático como una cuestión de balance de la radiación, lo que permite pensar el tema, a decir de Schelling (1996: 305) «…no como producto de demasiado CO2 en la atmósfera, sino como efecto de una baja concentración de aerosoles de sulfato, muy poca cobertura de nubes y muy poco efecto de albedo».

Desde tal visión, se proponen escudos solares, esto es, de satélites que abrirían platos movibles para reflejar/bloquear la luz recibida por el sol (lo que además permitiría, en principio, ajustar el tiempo y la dirección del bloqueo de radiación de luz a regiones específicas -las implicaciones sobre su uso militar son evidentes). Su viabilidad hoy día es prácticamente nula pues colocar un solo escudo, o varios simultáneamente (unos 55 mil de 100 km2 de superficie), no sólo es complejo, sino que además requiere de medidas para que los espejos no colisionen y su costo es muy elevado.10

De modo parecido, pero técnicamente más factible, se propone el lanzamiento de partículas a la atmósfera en la órbita del planeta. Esta propuesta se basa en el efecto que provocó el volcán Pinatubo en 1991 cuando emitió una gran cantidad de particulado que generó un efecto de enfriamiento en los años subsecuentes (véase: Wigley, 2006). Estudios posteriores precisan, sin embargo, efectos secundarios en el ciclo hidrológico de ciertas regiones del planeta (Trenberth y Dai, 2007; Bala et al., 2008).

La apuesta que se deriva de tal experiencia volcánica incluye la inyección de aerosoles o precursores de sulfato, ello pese a las implicaciones ya indicadas por Budyko (1977) a cerca de inyectar esa última sustancia a la atmósfera, razón por la cual se sugiere hacerlo en la estratósfera. El mismo Crutzen, quien propusiera el concepto del «antropoceno» (Crutzen, 2002), apoya dicha opción para incrementar el efecto albedo como medida para confrontar el cambio climático (Crutzen, 2006). Independientemente de las potenciales implicaciones de tal planteamiento tecnológico, ya se advierte que debido a la diferencia de escala temporal de los efectos del CO2 y los efectos de los aerosoles, ese tipo de geoingeniería demandaría, en principio, intervenciones por varios siglos, esto es de liberación de aerosoles o precursores (Bengtsson, 2006; Bala, 2009). Sólo por este hecho, la viabilidad de inyectar aerosoles o precursores de sulfato es pues cuestionable.

Considerando que la inyección de sulfatos, aun en la estratósfera, podría tener efectos negativos;11 se han insinuado arreglos tecnológicos aún más complejos como lo es el uso de nanopartículas de materiales altamente reflejantes y distintos a los sulfatos e inclusive de discos nanoestructurados de 5 micras de diámetro y 50 nanómetros de espesor de dos capas, una de aluminio metálico y otra de titanio de bario (con posibilidad de incorporar magnetita para permitir una interacción con el campo magnético de la Tierra, causando que las partículas se dirijan a los polos) (Keith, 2010), pero su viabilidad ha sido cuestionada por posibles impactos en el medio ambiente dada su potencial reactividad con sustancias presentes en el ambiente y por sus posibles efectos al eventualmente depositarse en ecosistemas como residuo (Bala, 2009). A lo dicho, se agrega la inviabilidad de tal emprendimiento si se considera el costo socioambiental de la extracción de las reservas disponibles de tales minerales,12 las asociadas a su arreglo nano-métrico (la manufactura de los discos) y las de su lanzamiento a la estratósfera. El balance energético-material para producir las 100 mil toneladas al año que se estiman necesarias, seguramente no sería ambientalmente tan positivo pues contribuiría en incrementar aún más las emisiones de GEI.

No sobra sumar al paquete de opciones de la geoingeniería la sugerencia, más rudimentaria de pintar los techos de blanco o cambiar el color del asfalto a colores más claros, ello con el objeto de incrementar el reflejo de la luz -efecto albedo- de los asentamientos humanos.

Riesgos, incertidumbre y potenciales impactos de la geoingeniería

Ralston (2011) tiene razón en dar cuenta que la geoingeniería es una cuestión de instrumentalismo ambiental, una visión antropocéntrica que esencialmente se sostiene en la idea de establecer una relación de control, en este caso, del clima.

El objeto central de tal instrumentalismo claramente es hacer controlable el calentamiento global, idealmente sin tener que hacer cambio alguno en el comportamiento de emisiones de QEI, sobre todo de parte de los mayores emisores. Esto es, de los principales países industrializados que, además, detentarían el control de las geoingenierías más sofisticadas si es que en efecto se lograsen desarrollar e implementar de manera efectiva y funcional.

La viabilidad del grueso de propuestas es, sin embargo, cuestionable, no sólo en cuanto a su factibilidad tecnológica y en la definición de las dimensiones o escala adecuada de su operación, sino sobre todo, porque sus potenciales implicaciones no se pueden calcular con precisión ya que son altamente complejas e involucran incertidumbres y potenciales riesgos. Además, la posibilidad de sinergias no previstas y plausiblemente no deseadas e irreversibles se hace presente.

En este punto, es de recordarse que el riesgo siempre implica incertidumbre hasta cierto punto, pues como escribe Wickson (2011), si estuviéramos ciertos de que un impacto particular podría (o no podría) ocurrir, hablaríamos de eso como una certeza, no como un ‘riesgo’. Así, el riesgo es definido como específicamente relevante para aquellas situaciones en las cuales pueden caracterizarse tanto los resultados potenciales como las probabilidades asociadas a esos resultados. La incertidumbre en cambio es aplicada a situaciones donde existe algún acuerdo sobre los resultados potenciales o impactos que pueden ocurrir, pero las bases para asignar probabilidades no son fuertes.

Se suman, además, otras modalidades de incertidumbre de tipo cualitativo como la indeterminación (asociada a la complejidad de los resultados predecibles porque la ciencia simplemente es incapaz de tomar en cuenta cada uno de los factores de un sistema dinámico); la ambigüedad, resultante de la información contradictoria y/o de la existencia de marcos de supuestos y valores divergentes. Pero aún más, se debe reconocer que cuando hablamos de tecnociencia de vanguardia, nos estamos moviendo en la frontera del conocimiento o de la ignorancia y, consecuentemente, nos halamos en una situación en la que está presente la incapacidad de conceptualizar, articular o considerar resultados y relaciones causales que subyacen a nuestros marcos de entendimiento cotidianos (las cosas ‘que sabemos que no sabemos’) (Id.). Véase las tipologías de incertidumbre en la ciencia en la tabla 1.

tabla Geoingeniería

Lo anterior es importante para el caso de la geoingeniería pues estamos, no sólo frente a riesgos, sino incertidumbres cuantitativas y cualitativas.

Como escribe Kiehl (2006) del Centro Nacional de Investigación Atmosférica de EUA: «…una suposición básica, es que, entendemos el sistema Tierra lo suficientemente como para modificarlo y ‘saber’ cómo el sistema responderá […] Las propuestas de alterar conscientemente el sistema climático. Implica que entendemos todas las complejidades del sistema planetario». Y agrega: «…mi preocupación es que todos los modelos tienen sus limitaciones. Cuándo sabremos entonces que un modelo es lo ‘suficientemente bueno’ como para salir a realizar el experimento real?»

En este contexto de incertidumbre epistemológica, vale la pena recordar que técnicamente, los riesgos se definen como la probabilidad de que habrá un peligro, multiplicado por la magnitud de su impacto. Entonces, cuando se evalúa el riesgo para la toma de decisiones, se suele asumir que el riesgo existe «allá afuera» y que en tanto tal puede ser cuantificado de modo preciso y objetivo por un grupo de científicos expertos quienes son capaces de hacer los cálculos del riesgo «real» (Funtowicz y Ravetz, 1993 y 2000). Desde tal visión convencional del riesgo, otras perspectivas acerca de los riesgos implicados son consideradas falsas y/o irracionales y derivadas de una falta de conocimiento (Wickson, 2011).

Tal enfoque convencional de la evaluación del riesgo ha sido fuertemente criticado, sobre todo porque no da cuenta de algunos elementos importantes como lo son las características del riesgo en cuestión;13 la diversidad de enfoques y tipos de conocimiento e intereses en juego -donde tienen un peso importante las creencias subyacentes relativas a qué es lo que se considera más apropiado para la organización social y sobre la naturaleza de la naturaleza (individualista, jerárquica, igualitaria o fatalista; robusta, frágil, tolerante o impredecible)-; y, en particular, en cuanto a los diversos tipos de incertidumbre posibles.14

Por lo dicho, y parafraseando a Funtowicz y Ravetz (1993), sólo si se considera la cuantificación de los riesgos (una visión lineal y que abre la ilusión de total control), entonces no se logra tomar en cuenta la ambigüedad, indeterminación, ignorancia e incertidumbre de por ejemplo las propuestas de geoingeniería. En tal sentido parece posicionarse el argumento de Kiehl (2006) cuando señala que: «…siento que estaríamos tomando el estado ulterior del hubris como para creer que podemos controlar la Tierra», pues en lugar de reducir el consumo devorador de energía, «…en esencia, estamos tratando el síntoma, y no la causa».

Kiehl correctamente cuestiona el hubris de las propuestas de geoingeniería puesto que la visión que las caracteriza es por demás limitada. Por un lado, porque el único modo de calcular cómo podría funcionar una tecnología de manipulación del clima, es mediante modelos climáticos (no se puede experimentar con el planeta, no al menos más de una vez). Tales modelos son, sin embargo, inexactos pues internalizan muchas simplificaciones al tiempo que las retroalimentaciones de las diversas escalas espaciales y temporales del sistema climático natural no son completamente representadas, se aprecia entonces sólo una fracción de la complejidad del sistema climático del planeta. Por el otro lado, porque no se reconoce explícitamente la incertidumbre y el riesgo y, menos aún, cualquier consideración ética o sociopolítica del uso de las geoingenierías.

Respecto a las limitaciones de los modelos, Bala (2009: 44) advierte que los modelos climáticos de circulación general (QCM, por sus siglas en inglés), en un principio sólo podían modelar los cambios atmosféricos. Más adelante, suscribe, se acopló la circulación atmosférica con la oceánica considerando una representación simple de las dinámicas de los océanos y los componentes de hielo a partir de datos prescritos del transporte de calor (corrientes marinas calientes) en cuanto a su espacialidad y temporalidad (Id.). Asimismo, se prescriben los datos de capas múltiples de profundidad, con un máximo de hasta 50 metros, aspecto que hace que las dinámicas provocadas por un cambio en el clima, vuelvan a un equilibrio en unos 30 años (Id.). Los modelos más avanzados de fines de la primera década del siglo XX han logrado tomar nota de las dinámicas de los ciclos del carbono y el nitrógeno, pero, pese a tal avance, las limitaciones siguen presentes, de ahí que ya se explore la incorporación de la interacción de los aerosoles atmosféricos y su química (Id.). Este recuento de la evolución de los modelos muestra nítidamente que pese a los avances logrados, la complejidad del sistema climático planetario no se puede apreciar completamente y por tanto modelar del todo, ello mucho menos en el largo plazo. Consecuentemente, las estimaciones, tanto positivas como negativas de la implementación de las geoingenierías son inciertas, aunque por supuesto, la incertidumbre aumenta según el tipo de tecnología que se trate.

Aún así, los modelos actuales no siempre precisan resultados ventajosos. Por ejemplo, la geoingeniería basada en la gestión de la radiación solar -sostienen expertos ingleses- tiene el potencial de producir condiciones novedosas, como temperaturas más frías que las preindustriales en regiones cercanas al Ecuador y temperaturas calientes en los polos (debido a la diferencia del efecto de fuerza radiativa dada la reducción de la insolación y al aumento de los niveles de CO2). Al mismo tiempo, podrían afectar desproporcionadamente el patrón de precipitaciones en algunas regiones; además de que no se cancelaría el patrón de calentamiento que genera la elevada concentración de CO2 (Irvine, Ridgwell y Lunt, 2010). Lo anterior significa, en palabras de los autores, que: «…el potencial de exacerbar las sequías (o las inundaciones) más allá de los efectos de una elevada presencia de CO2, hace que la consideración de las tecnologías de geoingeniería SRM sea controversial (Id.).»

También se ha calculado mediante modelos que integran la circulación atmosférica con la oceánica que debido a la presencia de tales o cuales concentraciones de QEI, los procesos de intercambio entre la estratósfera y la tropósfera cambian, lo que en principio obligaría a que cualquier intervención de geoingeniería con aerosoles o precursores de sulfato emplee una mayor cantidad de los mismos y que el particulado de sea más pequeño o con características que incrementen su capacidad de dispersar la energía entrante y atrapar la energía saliente (en Bala, 2009: 45).

Más aún, se considera que cualquier falla o término abrupto de las acciones de geoingeniería SRM, llevaría a un cambio acelerado del clima con rangos de hasta 20 veces más elevados que los de hoy día.15 Los efectos ambientales sobre ecosistemas y biomas podrían ser en ese escenario devastadores en tanto que «…podrían comprometer la capacidad de los ecosistemas a ‘adaptarse naturalmente al cambio del clima'» (Ross y Matthews, 2009: 3). Y es que resulta «… muy probable que dos décadas de niveles altos de calentamiento sean suficientes para causar un estrés severo en la capacidad adaptativa de muchas especies y ecosistemas, especialmente si son precedidas por algún periodo de estabilidad climática producto de geoingeniería» (Ross y Matthews, 2009).

En adición, la reducción de la radiación solar no resolvería el problema de acidificación de los océanos, producto de la absorción creciente de CO2. Las implicaciones de dicho fenómeno sobre la biodiversidad marina, mucha altamente sensible a cambios del pH, podrían ser costosas e incluso, llegado un cierto punto, irreversibles.

Los modelos agregados de cambio climático resultantes de eventuales escenarios de intervención de tecnologías de geoingeniería (por ejemplo en cuanto a promedios zonales y anuales), esconden patrones complejos y heterogéneos de los impactos (Irvine, Ridgwell y Lunt, 2010). Para Bala (2009: 46), entonces, es importante estudiar los efectos sobre componentes individuales, dígase la hidrología, la química de la estratósfera, la química oceánica, el ciclo terrestre del carbono, etcétera.

Añádase que los impactos ciertamente variarán, entre otras cuestiones, de acuerdo a los contextos socioeconómicos, por ejemplo, en cuanto a la relación de los cambios del clima y la distribución de la población y las tierras cultivables (Irvine, Ridgwell y Lunt, 2010). Por ello ya se advierte la pertinencia de que cualquier uso de tecnologías de ingeniería del clima debería tener efectos sólo dentro del marco de las variabilidades naturales del sistema climático -pero también del ambiental-, ello al tiempo que en todo momento sea fácilmente reversible (Bala, 2009: 46). Aún así, el debate en torno a cómo definir tales variabilidades y el grado de reversibilidad es inevitablemente controversial.

Dejando ese último señalamiento de lado, es notorio que la mayoría de las tecnologías de geoingeniería, sobre todo aquellas que estiman operar y tener efectos a la macro escala, no cumplen con tales criterios, de ahí que se expresen ya diversas voces de alerta, tanto científicas, como políticas y de la sociedad civil, incluyendo la declaración de Unión Americana de Geofísica de EUA (www.agu.org/sci_pol/positions/geoengineering.shtml), la declaratoria de prohibición de «fertilización de los océanos» en el marco de la Convención de Diversidad Biológica (www.cbd.int/decision/cop/?id=11659), o el llamado a la moratoria de todo tipo de geoingeniería por parte de 125 organizaciones internacionales y nacionales de unos 40 países en una carta abierta al Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático del 14 de junio de 2011 (www.etcgroup.org/es/node/5268).

Es cierto que en toda posición sociopolítica respecto a la geoingeniería está en juego la medida en que creemos que los ciudadanos y las instituciones sociales tienen control sobre las trayectorias de la ciencia y la tecnología. Como bien precisa Wickson (2011), si creemos que la tecnología determina su propio patrón de desarrollo y, consecuentemente, también nuestras estructuras sociales y creencias culturales (determinismo tecnológico), hay, por supuesto, poco que podamos hacer, excepto tratar de minimizar el impacto de cualquier consecuencia negativa que pueda surgir. Si creemos que los factores sociales, políticos y económicos juegan un rol en el proceso de determinar qué tipo de ciencia y tecnología se persigue, podría decirse que tendríamos el poder para jugar un rol colectivo más activo para guiar la ciencia y la tecnología hacia direcciones que generen mayores beneficios y que sean más deseables de acuerdo con nuestras metas sociales y con nuestros marcos éticos.

En tal panorama, lo que no debe olvidarse es que cuando lo que está en juego es alto, cuando los valores están en disputa, y las decisiones son urgentes, como lo es, de hecho, en el caso de la geoingeniería, se necesita un nuevo tipo de ciencia para la política y por tanto para la toma de decisiones (Funtowiz y Ravetz, 1993 y 2000). Esto es, una ciencia que tome en cuenta las incertidumbres involucradas y que abra el proceso de «revisión extendida de pares» mediante el establecimiento de un proceso de deliberación más amplio de tal modo que se pueda probar, por un lado, la fortaleza y la calidad de cualquier evidencia para la toma de decisiones, explorando los diferentes modos en los que puede ser enmarcada o intepretada por la gente en diferentes contextos, con diferentes conocimientos y perspectivas; y por el otro lado, el nivel de apoyo con el que cuentan diferentes elecciones y supuestos en diversas comunidades (Id.; Wickson, 2011).

Las observaciones hechas para el caso de la geoingeniería y sus implicaciones apuntan hacia la necesidad de implementar un marco internacional de regulación, mismo que no debe ser entendido meramente como un acuerdo para el «manejo» del riesgo (lo que es factible si se hace desde una visión de análisis del riesgo convencional). Y es que la insistencia de un acuerdo de cooperación internacional para el desarrollo de las geoingenierías precisa que lo que está en discusión, en el mejor de los casos, es cómo hacer manejable el riesgo, pero en ningún momento está la consideración de aspectos y discusiones sobre diferentes futuros socio-técnicos de cara a sus posibles alternativas.16

El punto no es menor y devela los fuertes intereses político-económicos detrás de la apuesta por la geoingeniería del planeta en tanto que no es casual que se abogue por su viabilidad a partir de precisar que son una salida real frente a la imposibilidad de llegar a un acuerdo de reducción de emisiones en el marco de las negociaciones climáticas. Al respecto, no debe olvidarse que los actores que han puesto las mayores trabas a la firma de un protocolo vinculante y los que proponen la apuesta por las geoingenierías son prácticamente los mismos.

Lo dicho muestra claramente que el problema ambiental, y en especial el del cambio climático, es un problema estructural del actual sistema de producción, cuya naturaleza y por tanto solución es más de tinte político-económico, que meramente un asunto tecnológico. Es en este sentido que la noción instrumentalista de la geoingeniería pretende hacer pasar un asunto de relaciones desiguales de poder y por tanto de política, como algo relacionado a una problemática tecnológica. En tal sentido, debe tenerse siempre presente que la geoingeniería acarrea consigo problemas nodales de justicia distributiva y justicia de proceso, en tanto que existe un problema ético de quién decide y quién controla y a favor o en perjuicio de quién.

Así, por todo lo argumentado, la alternativa más responsable parece ser, en primer lugar, la reducción o decrecimiento del metabolismo social como un todo, pero en especial por parte de las sociedades e individuos que más despilfarran,17 al tiempo que en segundo lugar, se estimula la eficiencia tecnológica y los arreglos tecnológicos de menor impacto socioambiental, reversibles y con menos incertidumbre en su puesta en operación y desmantelamiento. En la definición de ello, el diálogo y debate social es central.

Desde tal perspectiva, tal vez las energías alternativas basadas en la energía solar, y por tanto descartando totalmente la nuclear, serían de cara a las geoingenierías, el mejor y más seguro arreglo tecnológico de cara al cambio climático y global.

Reflexión final

Reconociendo que la apuesta por las geoingenierías responde más a cuestiones económico-políticas que técnicas, se considera necesario abrir el debate sobre la lógica que las caracteriza, la viabilidad técnica, el grado de riesgos y beneficios estimados, y el apoyo/rechazo social con que cuentan.

En la toma de decisiones políticas, el tratamiento de las geoingenierías en bloque debería ser en todo momento evitado para poder dar cuenta de las divergencias tanto en sus componentes técnicos como de incertidumbres y así, en consecuencia, regularlas, sea para su estimulo, control, moratoria o prohibición, según sea el caso.

Aquellas geoingenierías que se lleguen a considerar viables, deberán ser asumidas como alternativas de mitigación del cambio climático de tipo secundario, con escalas de uso y condiciones ambientales y sociopolíticas que se consideren adecuadas lo más definidas posible y, sobre todo, condicionando su implementación al avance de la principal medida para afrontar el cambio del clima y que debiera ser la reducción de metabolismo social, incluyendo la disminución de las emisiones, por ejemplo, a partir de un acuerdo internacional vinculante que reconozca la responsabilidad diferenciada y los compromisos puntuales de los actores.

Lo señalado precisa dar cuenta de que la ciencia y la tecnología deberían ser asumidas no sólo como parte de la solución a los problemas socioambientales de principios del siglo XXI, sino potencialmente como herramientas que pueden agudizarlos.

Se trata de reconocer los resultados no deseados del avance tecnocientífico, pero, sobre todo, de reconocer que desde la economía verde se está apostando, en muchos casos, por los mecanismos que precisamente produjeron el estado de crisis en el que estamos. El cambio de paradigma debe ser a fondo, incluso desde el replanteamiento del tipo de ciencia y tecnología que consideramos útil; incluso para nuevos fines. En ese último sentido se suma la necesidad de valorar y definir el rumbo de la ciencia y la tecnología en tanto a su finalidad, o su para qué, pero igualmente, en tanto a su lógica e implicaciones y donde cabe cuestionar en beneficio o perjuicio de quién y de qué se desarrolla y usa la ciencia y la tecnología.

Lo clave de este punto es que la política sobre ciencia y tecnología, y cualquier otra, parta de un involucramiento de todos los actores y no sólo en un formato de arriba abajo, sino de construcción en la base o de abajo hacia arriba. El proceso debe garantizar cuotas sociales de poder con el objeto de tomar decisiones consensuadas, pero que, al mismo tiempo, sean lo posiblemente mejor informadas. Esto es que los actores dispongan con la mejor calidad de la información en un momento dado, no para tomar necesariamente la mejor o más atinada decisión sobre el uso o no de las geoingenierías, sino para que el proceso sea resultado de un verdadero pacto social con todas las implicaciones y alternativas posiblemente visibles sobre la mesa.

Si bien, muchos aspectos técnicos requerirán de un input importante de los expertos, ello no implica que el resto de los actores no tenga nada que decir. Y es que, parafraseando a Funtowicz y Ravetz (2000) y a Wickson (2011), otra forma de enfocar las discusiones más allá de la visión convencional de los expertos, sería la de estructurar el diálogo social en torno a valores fundamentales más allá de una tecnología puntual, ello por ejemplo preguntando a las personas qué es importante para ellas, qué consideran que es ‘la buena vida’, cómo comprenden el ‘progreso’, qué tipo de futuro les gustaría vivir, entre otras cuestiones y que, desde tal planteamiento, visiones y valores, consideren la deseabilidad y el rol potencial de la geoingeniería y de otras tecnologías. Tal enfoque coloca prioritariamente las metas sociales y los valores éticos, antes que a las tecnologías per se. Se trata de una perspectiva que normativamente hablando está en armonía con el supuesto del desarrollo científico-tecnológico: el contribuir con el beneficio social.

Leer más artículos de Geoingeniería.



La Agencia de Marketing Way2net nos provee servicios de Marketing Digital, Posicionamiento Web y SEO, Diseño y actualización de nuestra pagina web.