Últimamente se habla y se escribe mucho de un fenómeno que la humanidad infravalora: las tormentas solares. La comunidad científica no puede asegurar a ciencia cierta que se vaya a desencadenar un evento así, pero son cada vez más las voces que alertan sobre su posible cercanía en poco más de diez años y los perniciosos efectos que tendrían en el mundo actual.
Países como Noruega, Suecia, Finlandia, Alemania, Corea, Japón e Israel, entre otros, cuentan con programas específicos para paliar las consecuencias de esta perturbación causada por una onda de choque de viento solar o una de radiación (Coronal Mass Ejection, CME) que interactúa con el campo magnético terrestre.
Estados Unidos se pone las pilas
Hace apenas unas semanas, el Comité de Seguridad Nacional del Senado de Estados Unidos se puso serio en este sentido y solicitó una actualización de su protocolo para preservar la red eléctrica, los sistemas de control y los dispositivos electrónicos, los más vulnerables de originarse un suceso de estas características, aunque el alcance exacto no se puede determinar, como tampoco sus efectos en la salud.
Origen de las llamaradas solares
Según la NASA (Aeronáutica Nacional y Administración Espacial), una llamarada solar consiste en una rápida liberación de energía de una parte concreta del sol en forma de radiación electromagnética, partículas energéticas y movimientos de masa. Esa radiación solar viaja por el espacio a la velocidad de la luz y se propaga debido a la interrelación de los campos magnéticos y eléctricos. Habitualmente tienen un efecto mayor en el hemisferio norte debido a su cercanía con el Polo Norte, punto de atracción de un mayor porcentaje de la energía exterior que alcanza a la tierra.
Precisamente esas llamaradas en la estrella del Sistema Solar es la responsable de la formación de auroras boreales y australes. Estas circunstancias especiales del clima espacial suelen sentirse en la superficie terrestre alrededor de 52 horas después de producirse y puede durar varios días.
Científicos suecos alertaban de la escasa (por no decir nula) capacidad de reacción de la humanidad para afrontar los riesgos de una eyección de materia solar. Las últimas conocidas, que no tuvieron categoría de catastrófica, se fecharon en 2003 en Suecia y hace 30 años en Quebec y ambas afectaron a la red hidroeléctrica. Sin embargo, hace alrededor de 2.679 años, el planeta sufrió el impacto de un evento solar de protones (SPE). Según expertos de la Universidad de Lund Raimund Muscheler, se encontraron isótopos de berilio y cloro en el hielo de Groenlandia de esa antigüedad y también de hace 1.245 años, lo que hace pensar que estos acontecimientos son más asiduos de lo que se creía.
Consecuencias nefastas en un mundo global
En un mundo como el actual, en el que la tecnología a través de la interconexión de satélites lo controla todo, una tormenta tendría consecuencias nefastas y pararía gran parte de la actividad humana. ¿Imaginas un mundo donde no hubiera electricidad, las telecomunicaciones se vinieran abajo y no tuviéramos acceso a internet? Entre las principales y más inmediatas consecuencias se encuentra la alteración de las órbitas de los satélites, así como su mala comunicación y la interrupción de los actuales servicios GPS; suspensión de la red eléctrica, así como el corte de señales de radio, televisión, telefonía, radares…
Auroras boreales del Caribe a Madrid
El evento Carrington (1859), la tormenta solar más potente registrada hasta la fecha, provocó fallos en los sistemas telegráficos de América del Norte y Europa y auroras boreales que se avistaron en lugares nada habituales como el Caribe, Maine, Florida y Cuba, Roma y Madrid. Sin embargo, no hay constancia de los efectos en los seres vivos, debido a que estamos protegidos por la atmósfera, aunque algunas investigaciones llevadas a cabo en Reino Unido y Nueva Zelanda apuntan a una posible relación entre las tormentas geomagnéticas y los riesgos de padecer un derrame cerebral.