Diario La Nación (Noviembre 02, 2001)
TORONTO
En la última década, los investigadores han identificado una causa precoz y central del mal de Alzheimer: una sustancia conocida como péptido beta amiloide o A-beta, formada a partir de un aminoácido común, la proteína precursora amiloide (sigla inglesa, APP). Este peligroso derivado de la APP es el componente principal de las pequeñas fibras (placa amiloide o senil) que se acumulan en los espacios interneuronales del cerebro de quienes padecen el mal de Alzheimer. Su aumento paulatino altera el funcionamiento de las neuronas y acaba por matarlas; de ahí el curso gradual y degenerativo de la enfermedad.
Si bien, en general, el A-beta se considera un neurotóxico, parece ser particularmente peligroso al aglomerarse, por sí solo, dentro de estas fibras diminutas. Los investigadores han reproducido gran parte de este proceso bioquímico anormal en animales de laboratorio. Esto los ayudó a identificar varios factores genéticos subyacentes en el mal de Alzheimer: todos ellos influyen en el índice de producción de A-beta o en la disposición que adopta por sí mismo una vez sintetizado a partir de la APP. En la actualidad, los científicos creen, por cierto, que el conjunto de estos factores posibilita y acelera la acumulación de placas seniles en el cerebro.
Al tener una prueba convincente de que la acumulación de A-beta es la causa principal del mal de Alzheimer, se están desarrollando varias terapias para inhibir su producción, eliminar el ya existente o reducir su toxicidad. Naturalmente, esto ha causado un revuelo entre los científicos y el público respecto a la posibilidad de hallar el modo de tratar o prevenir la enfermedad. Pero aún no está claro qué método terapéutico, si lo hubiere, resultará eficaz, ni si un buen tratamiento contra el mal de Alzheimer podrá utilizarse también para prevenir su aparición.
Una estrategia basada en experimentos con una versión del Alzheimer en ratones consiste en eliminar el A-beta induciendo al sistema inmunológico del paciente a generar anticuerpos dirigidos específicamente contra él. Varios laboratorios han demostrado que el número de placas seniles cae en picada a medida que los anticuerpos alteran el procesamiento del A-beta en el cerebro de los ratones vacunados, lo cual mejora notablemente las funciones cognitivas de los animales. Ante tales resultados, cabe esperar la posibilidad de aplicar un método similar de reacción inmunológica para frenar el avance del mal de Alzheimer en el hombre, y aliviar algunos síntomas existentes, a medida que las neuronas enfermas (pero aún vivas) vayan recuperándose de los efectos tóxicos de los depósitos de A-beta.
Por desgracia, es improbable que la terapia basada en el reemplazo de células madres produzca una mejoría similar. A diferencia del mal de Parkinson (para citar un ejemplo), el de Alzheimer afecta una amplia gama de neuronas en muy diversas partes del cerebro: esto dificulta en extremo la coordinación de su reemplazo y reconexión. Además, el mero reemplazo de las neuronas perdidas no devolverá las habilidades cognitivas y los recuerdos perdidos. Y, de no frenarse la producción excesiva de A-beta, las neuronas nuevas también acabarían dañadas. Otras estrategias terapéuticas son más prometedoras precisamente porque apuntan al A-beta antes de que pueda dañar las neuronas. Uno de estos tratamientos potenciales utiliza lo que se ha dado en llamar, apropiadamente, destructores de la cadena amiloide. Son compuestos diseñados para impedir que el A-beta se introduzca en el filamento tóxico cuya acumulación terminará por causar la disfunción y muerte de las neuronas.
Paradojas de la investigación
Otro, más drástico, ataca la producción del péptido amiloide en sí inhibiendo las dos enzimas APP que lo componen: la beta-secretasa y la gamma-secretasa. Algunos compuestos presuntamente inhibidores de esta última entrarían en la etapa de experimentación clínica al mismo tiempo, o casi, que la vacuna de reacción inmunológica ensayada en ratones.
Todavía no hay pruebas suficientes para optar por uno de estos tratamientos potenciales. La mayor ventaja de los inhibidores de beta-secretasa o gamma-secretasa es que son drogas convencionales; por tanto, el médico puede dosificarlas conforme a las necesidades de cada paciente e interrumpir el tratamiento si aparecen efectos colaterales tóxicos. Por otro lado, la inhibición adecuada de enzimas requerirá probablemente una medicación diaria, todo un problema en un paciente con la memoria afectada por la demencia clínica que acarrea el mal de Alzheimer.
En cambio, la vacuna posibilita evidentemente una inmunización de curso normal seguida de refuerzos periódicos (anuales, bianuales, etcétera), por lo que resulta muy adecuada tanto para pacientes dementes como en terapias preventivas a largo plazo para individuos que todavía no presenten síntomas del mal. Sin embargo, puede pesar más el riesgo de que una vacuna de acción prolongada que contiene una proteína humana precipite, en algunos pacientes, una enfermedad autoinmune. Este riesgo podría reducirse administrando anticuerpos «prefabricados» para atacar los depósitos de A-beta, un tratamiento particularmente útil, quizá, con ancianos, cuyos sistemas inmunológicos suelen tener reacciones débiles.
Si cualquiera de estos tratamientos potenciales resultara eficaz y relativamente atóxico, ¿cuándo debería aplicarse? Lo ideal sería hacerlo en las etapas iniciales del mal de Alzheimer, cuando ya se han detectado anormalidades bioquímicas, pero antes de que puedan causar daños importantes en las neuronas. En verdad, los individuos de alto riesgo, identificados por la presencia de determinantes genéticos hereditarios, podrían recibir un tratamiento adecuado durante toda su vida adulta.
Lamentablemente, salvo en menos del cinco por ciento de los casos de Alzheimer (en los que existe un determinante fuerte y reconocible), hoy día es imposible identificar sin ambigüedades quiénes contraerán la enfermedad dentro de pocos años. O sea que, paradójicamente, la investigación científica podría adelantarse a sí misma. Sea cual fuere el grado de eficacia real de los prometedores tratamientos en desarrollo (vacuna de reacción inmunológica o protocolos químicos), la ausencia de tests confiables para el diagnóstico precoz de formas preclínicas del mal de Alzheimer imposibilita por ahora su uso generalizado y efectivo. © Project Syndicate
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
Peter H. St. George-Hyslop es profesor de medicina de la Universidad de Toronto y director del Centro de Investigación de Enfermedades Neurodegenerativas.