K. A. Timiriazav (1422)
Planteo del problema. –Las exigencias de la morfología
El sistema natural, ora anhelado confusa y nebulosamente, ora esperado conscientemente, acabó por aparecer finalmente en el año 1759. Como si fuera para justificar su denominación, vio la luz no entre el polvo de las bibliotecas, en las páginas de los infolios latinos, o entre las hojas secas de algún Hortus siccus, sino vivo, lleno de vida, palpitante, bajo el cielo azul, a la luz de los rayos solares de la primavera, en los almácigos de los jardines del palacio Trianón. Durante aquel decenio, Luis XV, siempre aburrido, pero lleno de curiosidad, tuvo la ocurrencia de llenar los ocios que le quedaban y concibió deseos de ocuparse de agricultura, fruticultura y horticultura. Estas ocupaciones, a su vez, despertaron en él, el interés hacia la Botánica, con la que se entusiasmó al final, encontrando gran interés y distracción, en las conversaciones con el talentoso representante de esa ciencia, Bernardo de Jussieu. El rey quiso tener, al lado de su huerta, un jardín botánico. Fue así que en el año 1759, de Jussieu, cumpliendo el deseo de su soberano, formó los almácigos y canteros, con plantas dispuestas y ordenadas, por vez primera en la historia, de acuerdo con el sistema natural.
La idea de un sistema natural se propagaba más allá de los círculos científicos. Por lo menos, las famosas cartas de Rousseau que desempeñaron un papel tan importante en la popularización de los conocimientos de Botánica, se hallan impregnadas de esa idea.
¿En qué, pues, consistía la idea fundamental para ese sistema natural?
Disponer, esto es, ordenar al mundo vegetal en una serie, u ordenación que nos expresara aquellas relaciones mutuas y recíprocas, aquella cadena ininterrumpida, que representan los seres vivientes para un atento observador de la naturaleza; captar esas correlaciones, esa concatenación entre los seres vivientes, he ahí el primer “santo y seña”, por decirlo así, expresado claramente por vez primera, del que en lo sucesivo se guiarían, conciente o inconscientemente, las futuras relaciones de naturalistas. Para esto de Jussieu subdivide el reino vegetal en “ordenes” naturales, que ahora llamamos familias, disponiéndolos, por vez primera, en escala ascendente, comenzando por los más sencillos (algas, hongos) y terminando con los vegetales más complicados, los aflorados.
Resulta así que el sistema natural no pone cadenas a la naturaleza, sino que solo busca y encuentra en la misma una concatenación que vincula a todos los seres vivientes. Esta especie de afinidad representa el factor objetivo que se halla en la misma naturaleza de las cosas, pero sin ser una creación lógica o, si se quiere, logística de nuestra mente.
¿Qué es lo que se halla en la base, en el fondo de esa cadena, de esa afinidad de los organismos? Se pone en descubierto el hecho, pero no se hace la menor tentativa de develar su causa. Y, sin embargo, la respuesta puede ser una sola: esta afinidad entre los seres vivientes, que se manifiesta en distintos grados, sólo es el resultado de la unidad de su origen; esta afinidad de los organismos no es otra cosa que su parentesco de sangre. Y, no obstante, la ciencia no se animó durante mucho tiempo a hacer esta deducción tan evidente; y cuando se encontraron algunas voces osadas que lo manifestaron en forma categórica y concluyente, se las acalló con los gritos unificados de la enorme multitud aplastante de los contrarios.
Al año después de haber aparecido el libro de Jussieu, fue editado un folleto cuyo autor era Goethe, el que ya gozaba de gran celebridad. En la carta fechada en Padua el 27 de septiembre de 1786, dice: “Todas las formas vegetales se pueden reproducir en una sola”. Un año después, en una carta fechada en Nápoles, y en el arranque entusiasta de un hombre conciente de haberse apoderado de una idea fecunda, va más lejos aún y anuncia haber hallado la clave con cuyo intermedio estaba en condiciones de predecir no solamente las formas existentes de las plantas, sino también de las que pueden existir; y se apresura a añadir que ello no es el fruto de la fantasía de un poeta, o artista-pintor, sino una deducción rigurosa que fluye de las leyes de necesidad. A juicio suyo, las mismas leyes son aplicables a todos los seres vivos. En el libro que verá la luz dos años más tarde, ya no se habla de problemas de amplitud tan universal, pero no obstante ello, también su título promete mucho más de lo que suministra el contenido. Encontramos en el mismo la exposición de hechos sobre la metamorfosis de las plantas, pero en vano buscaríamos la explicación pertinente. ¿En qué, entonces, consistía la idea básica de la doctrina sobre la metamorfosis de las plantas? ¿En qué, pues, consiste el fenómeno de la metamorfosis? Si nos detenemos en una planta cualquiera, sacamos la impresión de que, durante el ciclo completo de su desarrollo, lleva en sus tallos toda una serie de los más diversos órganos: hoja verdadera, cáliz, corola, estambres, pistilo, etc. Pero eligiendo cuidadosamente el material, podemos convencernos con facilidad de que ninguno de esos órganos representa algo aislado, separado, sino que está estrechamente ligado con otro superior o inferior, mediante un pase casi insensible; algo más: en vez de un órgano puede aparecer, en su reemplazo, otro o, finalmente, pueden aparecer órganos deformados y monstruosos o contrahechos, de naturaleza mixta. De ahí la deducción que forma la esencia de la doctrina, en el sentido de que todos los órganos representan solamente productos de variación, de la metamorfosis de un órgano básico: de la hoja. Sachs, afirma que Goethe titubeó mucho antes de tomar la decisión de expresar definitivamente, en que sentido entendía él mismo la afirmación exteriorizada: si en el sentido nebuloso, apenas perceptible, de que todos los órganos laterales puedan ser considerados como modificaciones de la hoja ideal, como diversas realizaciones de la idea de hoja: o bien en el sentido completamente determinado y definido, de que todos los órganos, alguna vez, en el tiempo, habían pasado efectivamente por la transformación de hojas reales.
Sin embargo, apenas hay lugar, o pretexto para tal duda, en vista de que el mismo Goethe rechaza con indignación la idea de semejante subordinación de los fenómenos reales a leyes reales, y trae a cuenta un relato característico que pone de manifiesto la diferencia entre su punto de vista y el de Schiller, al mismo respecto. “Le expliqué en colores más vivos y en rasgos más característicos la metamorfosis de las plantas y le esbocé sobre papel los rasgos característicos de una planta simbólica. Me escuchó atentamente y con evidente comprensión del asunto; pero, cuando yo terminé, meneó la cabeza y dijo: “Todo esto no es el resultado de un experimento, sino una mera idea”. Pero si el estudio de la metamorfosis nos convence de que los órganos más diversos de un organismo pueden haber emanado uno de los otros, este mismo estudio hace pensar involuntariamente que los órganos semejantes de organismos distintos, y la afinidad visible de los organismos que se pone al descubierto por el sistema natural, expresan no solo la similitud ideal, sino una unidad real y efectiva del origen de los organismos.
El estudio de la metamorfosis surgió sobre la base de la comparación de los diversos órganos de la misma planta, al estudiar los casos de la mutua transfiguración. Pero con mucha anterioridad, los investigadores de la naturaleza no pudieron evitar el verse sorprendidos por una similitud de otra índole: por la semejanza entre los diversos órganos de organismos distintos; y aquí se pusieron en claro dos hechos: órganos semejantes por sus funciones, pueden ser desemejantes en cuanto a su estructura interior y, en cambio, órganos sumamente distintos por su aspecto exterior y por sus funciones, pero semejante por la posición de formas muy cercanas en cuanto al sistema, siempre se parecen en cuanto a los rasgos generales de su estructuración.
En los umbrales del siglo XiX aparecieron las obras clásicas de Bisch, quien echó las bases del estudio sobre la similitud de los tejidos que se encuentran en todos los organismos vivientes, y en el cuarto decenio del mismo siglo, Schleiden y Schwann, aparecieron con su estudio sobre la célula, como unidad elemental, de la que están formados todos los órganos. Esta vez, una profunda semejanza interior ligaba y vinculaba, no ya los órganos aislados, o grupos separados de organismos, sino que abarcaba absolutamente todo lo viviente, borraba los límites entre los dos reinos de la naturaleza, fusionándolos en uno solo e indivisible.
Como principio, básico e inicial, en toda célula se tuvo que reconocer una sustancia semilíquida, uniforme, semejante en todos los seres: el llamado protoplasma, descubierto por el botánico Mohl. Luego, la atención de los sabios fue atraída y concentrada sobre otro componente de la célula, el núcleo celular. Resultó que con el núcleo se pone en evidencia la continuidad, la herencia, o mejor dicho las propiedades hereditarias de los seres vivos. Ese núcleo jamás aparece de por sí, sino que emana de otro núcleo, y cada organismo nuevo debe su origen a ese núcleo, y el proceso de la reproducción sexual se reduce a la fusión de dos núcleos celulares.
En consecuencia, los fenómenos básicos de carácter morfológico concernientes a la estructura y al modo de formación de esa base de todo lo vivo resultan casi idénticos en ambos reinos de la naturaleza. ¿No sugiere ello una idea de que los vínculos del parentezco de sangre liga a todos los seres vivientes, se remontan hacia aquel oscuro origen común, a partir del cual fueron desarrollándose en diversas direcciones el reino vegetal y el animal?