Paula Sibilia: El hombre postorgánico, el sueño de trascender nuestra condición biológica “demasiado humana” con la ayuda de las tecnologías digitales.
«Uno de los grandes sueños de la tecnociencia es la promesa de que los científicos puedan efectuar modificaciones en los códigos genéticos que animan a los organismos vivos (vegetales, animales y humanos), de una forma semejante a la manera en que los programadores de computadoras editan software.»
Por Alejandro Piscitelli y Verónica Castro
Paula Sibilia nació en Argentina y estudió Antropología y Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Desde 1994 reside en Brasil, donde actualmente cursa los doctorados en “Comunicación y Cultura” en la Universidade Federal do Rio de Janeiro y en “Salud y Ciencias Humanas” en la Universidade do Estado do Rio de Janeiro. En 2002 publicó el libro O Homem Pós-Orgânico: corpo, subjetividade e tecnologias digitais, con versión en español editada en 2005 por el Fondo de Cultura Económica, bajo el título El hombre postorgánico: cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales, del que habla en profundidad en esta entrevista.—En su libro El hombre postorgánico usted habla de una nueva subjetividad contemporánea, de una naturaleza digitalizada y digitalizante. ¿Cómo explicaría brevemente este hombre postorgánico y los cambios más significativos que han introducido las nuevas tecnologías?—Mi libro es un ensayo sobre las turbulencias que están atravesando, en las últimas décadas y sobre todo en los años más recientes, ciertas nociones básicas de la tradición occidental, tales como nuestras ideas de vida, naturaleza y ser humano. Esas transformaciones están afectando no sólo la forma en que pensamos tales conceptos, sino también las maneras en que los vivimos; es decir, las formas en quesomos seres vivos y humanos. En ese sentido, detecto una transformación importante –actualmente en curso– en las formas en que nos constituimos como sujetos: nuestros modos de ser y estar en el mundo se están distanciando, cada vez más, de las modalidades típicamente modernas de ser y estar en el mundo.
Esa verdadera “mutación” no ocurre en el vacío, sino en un contexto sociocultural, político y económico muy específico: las sociedades occidentales de los últimos años, aglutinadas por el protagonismo de un mercado en veloz proceso de globalización. En ese cuadro, la tecnología desempeña un papel fundamental, y no es un detalle menor el tránsito de las maquinarias analógicas y mecánicas hacia los dispositivos digitales e informáticos que ahora conforman nuestro paisaje cotidiano.
Desde el siglo XVII y hasta (por lo menos) mediados del siglo XX, los engranajes, pistones y poleas que proliferaban en las fábricas se convirtieron, también, en analogías útiles para explicar el mundo como un mecanismo de relojería y el cuerpo humano como una máquina de huesos, músculos y órganos. En los últimos años, sin embargo, todo un conjunto de nuevas imágenes y metáforas está emergiendo del universo digital e informático, y comienza a impregnar nuestros cuerpos y subjetividades. Así, aquella naturaleza desencantada y mecanizada del mundo industrial hoy se encuentra en pleno proceso de reconfiguración.
Con la teoría molecular del código genético, por ejemplo, la vida se ha convertido en información y la naturaleza se ha vuelto programable, ingresando –ella también– en el proceso de digitalización universal que marca nuestra era. Uno de los grandes sueños de la tecnociencia más actual es la promesa de que los científicos puedan efectuar modificaciones en los códigos genéticos que animan a los organismos vivos (vegetales, animales y humanos), de una forma semejante a la manera en que los programadores de computadoras editan software.
Esa ambición de reprogramar el genoma de la especie o el código genético de cada individuo en particular (como si fueran programas de computación), con el fin de corregir sus “fallas” o “errores”, es un componente fundamental del sueño de trascender nuestra condición biológica “demasiado humana” con la ayuda de las herramientas tecnocientíficas. Todo esto ocurre bajo un horizonte digitalizanteque engloba estos saberes tan privilegiados hoy en día (tanto las nuevas ciencias de la vida como la teleinformática), que pretenden recurrir a la “evolución postbiológica” o “postevolución” para crear un tipo de hombre “postorgánico”.—En algunas de sus investigaciones más recientes –que usted quiere transformar en otros dos libros a lo largo de 2006– habla de una serie de curiosas relaciones entre los nuevos softwares y nuestra imagen corporal, y de la exposición pública de la vida privada y la intimidad de los usuarios de internet a través de dispositivos como las webcams, los blogs y los fotologs. ¿Cuáles cree que son las ventajas y los riesgos de este fenómeno?—Sí, en la primera examino las nuevas modulaciones de la imagen corporal a partir de la intervención de programas de edición digital en las fotografías de “cuerpos bellos” expuestas en los medios de comunicación. Estas herramientas informáticas –entre las cuales se destaca el popular PhotoShop– son como “bisturís de software”, que realizan una tarea de purificación de toda y cualquier impureza o “viscosidad orgánica” presente en dichas imágenes, y las transforman en modelos de una belleza aséptica, descarnada y digitalizante. Ese trabajo lo estoy desarrollando como una tesis del doctorado en Salud Colectiva, en la UERJ (Universidade do Estado do Rio de Janeiro).
El segundo tema mencionado lo estoy estudiando en el doctorado en Comunicación y Cultura de la UFRJ (Universidade Federal do Rio de Janeiro), y apunta a investigar esas nuevas formas de exposición pública de la intimidad vía internet como un síntoma de importantes transformaciones en la subjetividad contemporánea, relacionadas con una cierta crisis de la “vida interior” y una tendencia a la “espectacularización del yo” con recursos performáticos.En cuanto a las ventajas y riesgos de todos estos procesos, hay muchos y son bastante complejos. Yo creo que estamos viviendo un momento de crisis y transición, sumamente rico, que nos permite cuestionarnos y reinventarnos como nunca antes. Para eso, sin embargo, es fundamental que podamos abarcar con el pensamiento toda la complejidad de lo que está sucediendo… y quizás nunca haya sido tan difícil lograr semejante proeza.—Su libro nació como tesis de maestría, y fue traducido al castellano. ¿Cómo fue su recepción en el Brasil, donde hay una interesante tradición de respeto por las hibridaciones tecnoculturales (la obra de Eduardo Kac, la tradición de Vilem Flusser) siendo que su obra es muy crítica de estas nuevas constelaciones?—La recepción en Brasil fue similar a la que está ocurriendo en la Argentina. Creo que los temas tratados en el libro despiertan curiosidad y un creciente interés en un público bastante diverso, ya que estas cuestiones son muy nuevas, muy recientes y difíciles de aprehender (porque están ocurriendo a toda velocidad y son fenómenos complejos), pero afectan fuertemente nuestros cuerpos y nuestros mundos, de modo que hay toda una sed de discusiones al respecto. La obra de Flusser, particularmente, me interesa mucho. Con Eduardo Kac llegamos a compartir una mesa redonda en un evento organizado por una institución de San Pablo el año pasado, y el debate suscitado fue bastante rico e interesante.—En varias oportunidades usted extrema las correlaciones entre las mutaciones del capitalismo industrial y las nuevas hibridaciones tecnoorgánicas. ¿No corre el riesgo de que su crítica caiga en un tecnorreduccionismo de sentido inverso cuando trata de criticar al tecnodeterminismo imperante?—Espero que no, ya que mi intención es precisamente opuesta a cualquier reduccionismo. Creo que las relaciones entre las nuevas hibridaciones tecnoorgánicas y el contexto socioeconómico, político y cultural en el cual están ocurriendo son fundamentales para poder comprender sus sentidos. No veo ningún reduccionismo en esa correlación, sino más bien todo lo contrario: una voluntad de abrir el campo de lo pensable, desnaturalizar todas esas novedades que están cristalizándose en nuestro sentido común y suscitar nuevos interrogantes.—Su obra está atravesada por las indicaciones de Foucault acerca del biopoder. Pero Foucault murió hace un cuarto de siglo y los cambios que estamos viendo en el imaginario y en los agenciamientos tecnomateriales fueron inasibles para él y sus coetáneos. ¿No puede ocurrir que se apliquen categorías válidas para los años 60 y 70 a una realidad mutante y mucho más fluida y rápida que lo que la velocidad de esos conceptos permite apresar?—No creo que los análisis de Foucault aporten categorías válidas solamente para los años 60 y 70. Al contrario, mi impresión es que algunas de sus herramientas teóricas son de fundamental importancia para comprender lo que está ocurriendo hoy en día, quizás más aún que para entender lo que sucedía algunas décadas atrás. Es el caso del concepto de “biopoder”, un tipo de poder que apunta directamente a la administración de la vida, y que hoy se ha sofisticado hasta el punto de alcanzar el nivel molecular (para alterar sus características con fines explícitos y utilitarios). Es algo que suele ocurrir con los grandes pensadores de todos los tiempos, no sólo con Foucault sino también con otros autores de la talla de Shakespeare, Nietzsche, Montaigne, Baudelaire, Platón o Borges, por citar sólo algunos: no importa cuánto tiempo hace que han muerto, pues sus obras continúan vivas y son capaces de iluminar asuntos que durante sus vidas habrían sido impensables.
En toda una serie de libros, artículos y conferencias, Michel Foucault se dedicó a analizar los mecanismos disciplinarios y las biopolíticas que articularon a las sociedades industriales, subrayando semejanzas y diferencias con respecto a las sociedades premodernas. Aunque al final de su vida llegó a constatar cierta crisis de ese modelo industrial y moderno, no se propuso examinar en forma exhaustiva los cambios más recientes, muchos de los cuales fueron posteriores a su muerte (ocurrida en 1984).
Sin embargo y para nuestra fortuna, su colega Gilles Deleuze aceptó el desafío y redactó su “Posdata sobre las sociedades de control” en 1990 (poco antes de su propio fallecimiento), como una especie de anexo actualizado para una genealogía del poder tan sagazmente delineada. La primera constatación de Deleuze en ese breve y fértil ensayo es tan perturbadora como irrefutable: las redes de poder fueron adensando su trama en los últimos tiempos, delatando una intensificación y sofisticación de los dispositivos desarrollados en las sociedades industriales. Ahora, pulverizadas en redes flexibles y fluctuantes, las relaciones de poder están irrigadas por las innovaciones tecnocientíficas, y tienden a envolver todo el cuerpo social sin dejar prácticamente nada fuera de control. Para comprobarlo, basta observar las fáusticas ambiciones de la biología molecular en nuestra sociedad, y también la omnipresencia de los dispositivos teleinformáticos con su “imperativo de la conexión” permanente.
Mi análisis del cuadro contemporáneo retoma tanto las herramientas teóricas y los análisis de Foucault como la puerta abierta por Deleuze para profundizar la comprensión de este nuevo régimen que se está configurando entre nosotros.—Podemos coincidir en que un neognosticismo emerge allí donde la velocidad de la luz y sus prodigios se convierten en aparatos de consumo masivo. También que el olvido de la carne, promesa de algún neoplatonismo avant la lettre, circula demasiado facilistamente por los laboratorios del tecnodelirio (
Kurzweill, Moravec). Aun así, la idea de una postevolución parecería dolerle más al narcisismo herido de los críticos humanistas (como bien anticipó Bruce Maszlisch en su tesis de la cuarta discontinuidad hace ya más de 30 años) que al común de los mortales—Depende de a qué nos refiramos con “el común de los mortales”, pero a juzgar por el interés suscitado por estos asuntos en un público completamente diversificado, yo diría que es un tema que despierta perplejidades, que preocupa mucho y que exige ser pensado con urgencia (y con inteligencia). Yo puedo testimoniar ese enorme interés por parte de los “mortales” más variopintos, a partir de la cantidad de debates, entrevistas, conferencias, artículos y simposios a los que me han convocado desde la publicación original de este libro en portugués –ocurrida a mediados de 2002– y que sigue propagándose y multiplicándose hasta hoy en día. No creo que se trate de meros “narcisismos heridos” sino de la necesidad de ejercer el pensamiento crítico sobre algo que nos toca muy de cerca, y que está afectando la mismísima definición de lo que somos y lo que queremos ser.—Llama la atención en su obra la ausencia total de los planteos de Bruno Latour, que obviamente van en una dirección totalmente distinta de su crítica de lo postorgánico, por cuanto Latour insiste en una fusión cada vez más interesada e inteligente entre máquinas y organismos. ¿Esa ausencia es deliberada?—Deliberadamente, son pocos los autores que menciono y cito en el libro. Mi intención era escribir un ensayo capaz de estimular la formulación de nuevas preguntas, mucho más que ofrecer respuestas o “soluciones”. Y mucho más también que registrar un catálogo completo de los pensadores fundamentales del área (que afortunadamente ya son unos cuantos), mi ambición fue desplegar una voz más para enriquecer el debate. En ese sentido, los planteos de Bruno Latour son tan bienvenidos como los de Peter Sloterdijk o los de cualquier otro autor que se haya embarcado en la aventura de pensar sobre estos temas. El hecho de que no todos estén mencionados en mi libro no significa que no conformen un sustrato que nos ayuda a abrir el campo de lo pensable y formular nuevas cuestiones.
Con respecto al tipo de fusión que hoy estaría ocurriendo entre las máquinas y los organismos, mi pregunta fundamental apunta al sentido de este nuevo proceso de “digitalización” del mundo, de la vida, la naturaleza y el hombre, que se yuxtapone y va desplazando gradualmente al antiguo proceso de “mecanización” vigente durante la epopeya industrial. Si esa pregunta que flota en las entrelíneas de mi ensayo llega a ser reformulada por el lector, entonces considero que la misión está cumplida.—También nos llamó la atención la poca presencia de Peter Sloterdijk –probablemente el filósofo contemporáneo que mejor ha pensado la muerte de la trascendencia como valor crítico y la necesidad de inventarnos una inmanencia reflexiva como horizonte de la reinvención del pensamiento, junto a Scott Lash–, quien sólo aparece en las conclusiones con una obra menor y controvertible. Usted insiste en que la denuncia de Sloterdijk de la histeria antitecnológica debe ser tenida en cuenta, y sin embargo mucha parte de su obra parecería estar entretejidas con la misma.—Los textos de Sloterdijk no aparecen sólo en las conclusiones de mi libro, sino que lo atraviesan y lo nutren en varios momentos. Incluso es uno de los autores más profusamente citados en los capítulos 4 y 5. De todas maneras, insisto: más allá de mencionar o no a determinado autor, creo que lo que importa en este tipo de trabajos son las ideas (que probablemente no tengan dueños, o cuya paternidad suele ser múltiple y difusa).
En ese sentido, el concepto de “histeria antitecnológica” que menciono hacia el final del libro ha sido productivo, al menos en mi caso, como una advertencia: una defensa del pensamiento crítico y una voluntad explícita de mantenerme alejada tanto de los rechazos como de las celebraciones impensadas. Me refiero a aquellas aproximaciones a estos fenómenos que, en vez de recurrir al pensamiento, impugnan o bien abrazan todas estas novedades de una manera acrítica, recurriendo a argumentos moralistas, religiosos o meramente “histéricos”. En ese sentido, creo que la “histeria antitecnológica” es muy parecida a la “histeria pro-tecnológica”, y ambas son igualmente estériles. Por eso, su impresión de que buena parte de mi obra estaría entretejida con ella es, para mí, una terrible noticia. Sin duda, la histeria no es una buena consejera…
Por tal motivo, preferiría convocar otros fantasmas y alinearme en la “filosofía de la sospecha” que proponía Nietzsche: la saludable tarea de desconfiar de todo (incluso, por qué no, de la eventual histeria de que se nos podría llegar a acusar). Como decía Foucault, parafraseando a su maestro: la verdad es “una especie de error” que tiene a su favor el hecho de no poder ser refutada “porque la larga cocción de la historia la ha vuelto inalterable”. A su vez, Gilles Deleuze decía que cada época tiene las verdades que se merece, y que corresponde a los jóvenes la tarea de descubrir “para qué se los usa”. Retomando los ecos de una pregunta anterior, entonces, y para finalizar, yo diría que el pensamiento de todos estos autores continúa vivo porque ellos incitan al cuestionamiento permanente y estimulan las bellas artes de la sospecha: las verdades deben ser siempre desafiadas, cuestionadas, recreadas y reinventadas. Esta tarea incumbe tanto a la filosofía como a las ciencias y a las artes; de modo que no hay lugar, aquí, ni para la histeria antitecnológica ni para la imbecilidad protecnológica. Solamente de esa manera será posible vislumbrar que no hay nada de “inevitable”, de “natural” ni de “dado” en el mundo que nos rodea, y que por eso mismo es necesario asumir la tarea creativa (y eminentemente política) de definir lo que somos y lo que queremos ser.
Autor: Paula Sibilia.
Fuente: www.educ.ar