A menudo el vértigo se disfraza de miedo y nos engaña, confundiendo o permutando el temor al éxito por el del fracaso. La pavura evidente ante cualquier desafió es la del tropiezo, la fatiga, como si el abismo que se presenta una vez alcanzada la cima no fuese mucho más vertiginoso que dormirse en el lamento. En fin, ¿Miedo a no llegar o, tal vez, miedo a llegar? Este vicio retórico, manifiesto en cada uno frente una ventana distinta, se ha vuelto ejercicio común en la aventura del conocimiento. Las viejas historias de exploradores que navegaban mares, penetraban selvas, cruzaban glaciares o atravesaban el espacio contra cuanta adversidad se les presentase han evocado una nueva serie de preguntas. ¿Y si llegan? ¿Acaso queremos poblar la Luna o semejante proeza de un aventuro presume un fatalismo de la ecología del cosmos? Y algo no muy distinto sucede con todos los viajes a lo desconocido: ¿Y si conocemos los secretos de la materia, de la energía, de la vida, de la conciencia? De ninguna manera la intención de este prefacio es revisar o establecer una opinión sobre un tema tan trillado. ¿Poner cota al conocimiento y a la aventura por miedo al desenfreno? Es mas bien el relato de una aventura que hace de ejemplo omiso entre el miedo y el vértigo. El caso noble y afortunado en el que no hay ni uno ni otro. O por lo menos, que a fin de cuentas es todo cuanto cuenta para un espectador, no se hacen evidentes.
La historia transcurre en la segunda mitad del siglo pasado. En la primera mitad de dicho siglo la física había explotado. Teoría de la Relatividad y Mecánica Cuántica mediante ciertos secretos de la esencia de la materia y la energía se habían vuelto transparentes. Las consecuencias de esta gesta tan elemental fueron evidentes para un grupo de físicos emigrados de Europa a los Estados Unidos, y como corolario de sus avances, resolvieron a plena conciencia el curso de una guerra y establecieron así el curso del mundo. No menos visionarios y sabedores de que el fin del nazismo poco tenia que ver con el fin del mal y del peligro eterno de los monos con cuchillos, otros tantos físicos emigraron a la entonces Unión Soviética para repartir uniformemente sus conocimientos y asegurar cierto equilibrio. Así, en pleno comienzo de la guerra fría, la física empezaba a pasar lentamente al olvido. Con la biología soviética destrozada por la visión de estado del carácter burgués de ciertas teorías, con los Estados Unidos no enterados aun que conocer la mecánica de la vida era un instrumento de poder, Inglaterra, y en mucho menor medida Francia, se convirtieron en la cuna de la próxima revolución del conocimiento: la biología molecular. En particular, y porque seguramente las revoluciones siempre tienen algo de singular, esta sucedió en gran medida en unos pocos metros cuadrados, en el Laboratorio de Biología Molecular de la Universidad de Cambridge. Allí, en una historia hoy archi-conocida, James Watson y Francis Crick descubrieron la mecánica de la herencia dilucidando la estructura de una molecula. Allí, pocos años después Sydney Brenner y el mismo Crick entendieron el lenguaje fundamental de la biología molecular, decriptando el código por el cual los genes implementan, proteínas mediante, lo que sea que es la vida. Allí, en una historia tan relevante para la biología como para la historia Argentina y la de sus barbaridades, Cesar Milstein y Georges Kohler gestaron sus balas mágicas e hicieron posible la explosión tecnológica de la biología molecular y allí, un piso mas abajo sucede la historia que aquí les prologo.
En el epicentro de todas estas historias, embriagado por tanto éxito y aburrido de sus propios logros, Brenner le hace llegar una carta a Max Perutz donde le indicaba que la biología molecular estaba obsoleta. «Hoy todos están de acuerdo en que casi todos los problemas «clásicos» de la biología molecular han sido ya resueltos o serán resueltos en la próxima década. El ingreso de un numero importante de Americanos y otros bioquímicos al campo asegura que los detalles de la replicación y la transcripción serán elucidados. Dado esto, hace tiempo que siento que el futuro de la biología molecular esta en la extensión de la investigación a otros campos de la biología, notablemente al desarrollo y al sistema nervioso.»
Brenner propuso además un modelo para estudiar ambos problemas. Un gusano. La imagen, evidentemente grotesca, hablaba del carácter a la vez maravilloso y mundano de la biología. Las respuestas a las preguntas más fundamentales a conocerlas estudiando hasta el cansancio la naturaleza de un gusano hermafrodita. 959 células somaticas. Siempre las mismas. Siempre el mismo proceso. Una célula que se reproduce en dos, luego en cuatro, que se diferencian, se multiplican, se convierten en distintos tejidos, hacen aparatos digestivos, músculos y sistemas nerviosos para convertirse siempre en el mismo gusano. ¿Dónde y como esta escrito el plan para este edificio capaz de levantarse a si mismo? A por este programa, a entender el desarrollo y por ende la historia celular de un individuo se lanzó Sulston. Mil huevos, mil gusanos, mil veces el mismo proceso. Un tipo sentado frente a un microscopio que dibuja esta película tridimensional. Como quien escucha mil veces el mismo mensaje indescifrable y lo va recomponiendo de a fracciones. Nos cuenta Sulston en el libro que aquí sigue, que de sus mediciones preliminares había comprendido que era necesario aproximadamente un año y medio sentado y dibujado. Sin demasiado contacto con nada, sin saber del todo bien si al fin de ese tiempo habría resuelto su gesta, sin siquiera saber del todo, como en todas las buenas aventuras, que tipo de cima le esperaba al final del camino se lanzo a por ese año y medio de vida ermitaña, dibujando las mismas células que se repetían de gusano a gusano. Y por una serie de razones, casualidades y circunstancias, esta historia de bravura terminó por convertirse en un hito de estos días, en un desproporcionado puente entre la historia antigua y la modernidad más moderna. En ese cuarto donde el linaje celular se registraba con un cuaderno y un lápiz porque la fotografía era insuficiente, donde el merito tecnológico era haber fijado un gusano en una gelatina, nacía la geonómica. Es que como todos los de su época, Sulston empezó a entender el sentido de los genes a lo bestia; lanzando cascotes contra el genoma para generar desperfectos mas o menos azarosos. Luego, en los casos fortuitos en los que el desperfecto era evidente (por ejemplo el gusano no crecía, o lo hacia mal) volvía atrás para ver la falta de que gen era responsable de tal defecto. Pero este fanático de las grandes construcciones biológicas no podía quedarse en un método tan rudimentario y se lanzo a otro proyecto que entonces también parecía descabellado, seguramente incierto y, porque no, inútil. Sulston se propuso establecer una cartografía del genoma y una vez establecida recorrerlo íntegramente, tan minuciosamente como había seguido a sus células y con un propósito parecido: descubrir el todo. Entender como los cimientos y materiales toman forma y se vuelven edificio. Esta nueva cima a por la que se lanzó iba a llevarle casi dos décadas hasta completar la gesta de la lectura del genoma del gusano y poco después el del ser humano. Ahí, el viejo recuerdo de la soledad de un cuarto donde dibujaba células debió seguramente hacerse trizas. La exposición era absoluta. Al momento de la llegada, en un empate justísimo y sobre la hora y de consecuencias difíciles de predecir, todas las cámaras lo estaban mirando. Ahí, (o mucho antes – tampoco lo sabremos) como sus viejos colegas físicos de la primera mitad del siglo se hizo evidente que su aventura por comprender linajes, genes y genomas había tomado otra trascendencia. Lo publico contra lo privado, las grandes compañías y el derecho o no a patentar el conocimiento y nuestros genes. Nada menos. Empieza otra aventura, quien sepa hacia que edificio de nuestra existencia del que seguramente aún no tenemos conciencia. Mientras tanto, basta deleitarse con el relato de las aventuras vividas. De quien tuvo la suerte en su vida de recorrer caminos excepcionales y tuvo el merito de haberlo hecho con decoro.
Autor: John Sulston – Conversaciones con Jorge Halperín.
Prólogo: Mariano Sigman.
Fuente: Le Monde diplomatique
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