De dioses pensadores y ecologistas

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Bajo el peso de siglos de cultura donde el hombre se sintió superior a la naturaleza, ¿somos realmente conscientes de la importancia que tuvieron las plantas para nosotros y para la evolución del resto de los seres vivos?

En las rocas más antiguas de que se tenga registro se encuentran microfósiles de organismos arcaicos de los que derivaron progresivamente los vegetales, continuando así la tarea de enriquecer la atmósfera con oxígeno y nitrógeno, a la que logró adaptarse la vida animal y humana.

El mayor porcentaje de oxígeno lo producen las algas marinas y plantas unicelulares –2/3 de la fotosíntesis de la Tierra la generan los océanos-; entre las plantas superiores la contribución más notable la hacen los grandes bosques y selvas tropicales.

Los árboles son máquinas grandes y bellas, accionadas por la luz solar, que toman agua del suelo y dióxido de carbono del aire y convierten estos materiales en alimento para uso suyo y nuestro.  La planta utiliza los hidratos de carbono que fabrica como fuente de energía para llevar a cabo sus asuntos vegetales.  Y nosotros, los animales, que somos en definitiva parásitos de las plantas, robamos sus hidratos de carbono para poder llevar a cabo nuestros asuntos.  Al comer las plantas combinamos los hidratos de carbono con el oxígeno que tenemos disuelto en la sangre por nuestra propensión a respirar el aire, y de este modo extraemos la energía que nos permite vivir.  En este proceso exhalamos dióxido de carbono, que luego las plantas reciclan para fabricar más hidratos de carbono. Que sistema tan maravillosamente cooperativo!  Plantas y animales que inhalan mutuamente las exhalaciones de los demás, una especie de resucitación mutua a escala planetaria (…) impulsada por una estrella a 150 millones de kilómetros de distancia

Cuando las plantas no eran solamente plantas

Bueno, más allá de la herencia mecanicista del pensamiento de Carl Sagan, la ecología muestra que un bosque no es en realidad un grupo de grandes y bellas máquinas, sino una compleja comunidad biológica de gran riqueza y diversidad –no es lo mismo un bosque boreal que un oasis de palmeras o la selva amazónica-.  Los hombres crecieron en los bosques; por eso entre nosotros y ellos existe una afinidad natural.  Efectivamente, los primitivos encontraron refugio, abrigo y sustento en las selvas; al evolucionar aprovecharon la leña para calentarse y cocinar, y la madera para fabricar armas, utensilios, chozas y naves.  Más tarde extrajeron sustancias curativas o toxicas, pigmentos y tinturas. 

Las culturas antiguas no tardaron en convertir a los árboles en objeto de veneración al sentirlos como símbolo de regeneración constante, fuentes de vida y hogar de los dioses.  Para Jacques Brosse –en Mythologie des arbres– un árbol se vuelve sagrado a partir de que un dios ha fijado su residencia en él.  Egipto veneraba al sicómoro y los germanos de Escandinavia al fresno.  En la India una higuera es Brahma; bajo su copa Buda alcanzó la iluminación.  La sacerdotisa del oráculo de Dodona interpretaba la voluntad de Zeus por los temblores y vibraciones de las hojas de una encina.  Vivencias similares encontramos en China, en los pueblos de Africa, entre los indios americanos, etc.

 Inversamente, subiendo a lo alto de una copa podía encontrarse a los mismos dioses; los chamanes siberianos los convocaban trepándose a un abedul.  En la mitología de Eurasia, en la copa de Árbol Cósmico se encontraba el águila, encarnación del dios supremo.  El águila se unió a una mujer y así nació el primer chamán, ser dotado de prestigio y poderes mágicos, curandero y hacedor de prodigios como caminar sobre fuego y tragar brasas encendidas.

El templo tiene su origen en el bosque sagrado; sus columnas eran originalmente árboles.  Aún hoy las iglesias cristianas guardan algo de aquella atmósfera umbría, recibiendo los rayos de los vitrales como luz coloreada entre el follaje.  Por el contrario, los pueblos germanos siempre celebraron sus ritos al aire libre en los claros del bosque, considerando indigno de un dios encerrar su imagen entre paredes.

A menudo el árbol sagrado era el protector de una ciudad; en la Acrópolis de Atenas se veneraba el olivo plantado por la diosa Atenea al fundar la ciudad.  En el Foro romano se mantenía una higuera que había dado sombra a Rómulo y Remo.  Especial atención se puso siempre en la elección de los árboles del cementerio, ya que serían el refugio de las almas de los muertos. 

La importancia cultural de la agricultura

Cuando la “revolución neolítica” orientó el interés humano hacia las primeras plantas cultivables –no sólo cereales sino también árboles y hortalizas-, prácticamente todos los aspectos de la vida quedaron supeditados a los ciclos agrícolas.  La necesidad de calcular los períodos de siembra, crecimiento y cosecha movió a la confección de calendarios y al desarrollo de la astronomía; la geometría y la matemática surgieron midiendo y dividiendo campos y calculando las cabezas de ganado.

Las prácticas relacionadas con la agricultura adquirieron significaciones festivas y religiosas.  El término “cereal” no es de origen botánico sino agrícola, derivado del nombre Ceres con que los romanos designaban a la diosa de la agricultura –en griego Deméter-.  Su hija Perséfone simbolizaba el ciclo anual de las estaciones.  En cierta oportunidad fue atrapada por Hades, dios de los muertos, y conducida a su oscuro abismo debajo de la tierra.  Afortunadamente Zeus envió a Hermes en su rescate; así Perséfone representaba la semilla de cereal que desaparecía bajo la tierra durante el invierno resurgiendo en primavera convertida en cereal.

Todavía hoy notamos la influencia cultural de las prácticas agrícolas, como por ejemplo entre los pueblos consumidores de maíz o arroz.

El arroz alimenta a más de un tercio de la humanidad. 

En numerosos idiomas de Asia comer y comida equivalen a “comer arroz”.  En Corea, los cantos que acompañan el ciclo de la siembra hasta la recolección constituyen un verdadero espectáculo folclórico.  En las islas de Asia sudoriental desempeña un papel muy importante la idea de un “alma de arroz”, a tal punto que se cuida con diversas técnicas que el alma no se escape en el momento de la recolección para garantizar la fertilidad del año próximo.

En los banquetes funerarios de Asia central se ingiere arroz con leche como manjar sagrado.  En Madagascar hay una expresión que indica la máxima expresión de algo, lo máximo que puede esperarse de la vida: “Es arroz con leche cubierto de miel”.  Y en Occidente, nuestros niños cantan ajenos completamente a su sentido profundo: Arroz con leche!, me quiero casar con una señorita…

En la mencionada isla se usaba el arroz como medida temporal y espacial hasta la llegada de los europeos en el siglo XVIII; algo duraba “el tiempo de cocer arroz” o se encontraba a “una o dos veces el tiempo de cocer el arroz”.

La costumbre de echar arroz a los recién casados refiere justamente a su carácter benefactor y sagrado.

Con la magia se intentó aprovechar la fuerza inherente a la vida vegetal para invocar los poderes del bien y del mal.  Los celtas consideraban el muérdago como una planta sagrada capaz de espantar los malos espíritus; para recibir el Año Nuevo distribuían sus ramas de choza en choza.  Tal vez derive de ellos la costumbre navideña de adornar con ramas de muérdago las puertas de las casas.

Sería imposible abarcar los mil y un matices de la relación que la humanidad ha mantenido con el mundo vegetal y cómo, en las distintas épocas, el accionar humano fue creando los diversos paisajes.  El geógrafo griego Estrabón y los sabios de la escuela de Alejandra concibieron por primera vez en sus tratados la diferencia entre la naturaleza y paisaje: este es un conjunto en que interactúan los aspectos físicos, biológicos y la actividad transformadora del hombre.

No existe espectáculo más bello que un campo cultivado, sentía Cicerón.  Al abrir claros en formaciones boscosas compactas, al cultivar las laderas de las montañas, al experimentar con nuevos tipos de cultivo y ganado o al llevar agua a las zonas desérticas, se fueron configurando paisajes humanizados, muchos de ellos considerados como los más armoniosos y variados del planeta: terrazas y arrozales en java y nepal, bosques y pastos de altura en las montañas europeas, el campo irlandés, las llanuras pampeanas, los altiplanos andinos, cocoterales en las islas del Pacífico, terrazas con viñas y olivares sobre el Mediterráneo…

Se ve que un ambiente deseable puede ser uno que haya sido alterado por el hombre, al menos en algunas regiones y en algún momento; ¿debemos considerar que el reino vegetal ha alcanzado un equilibrio final luego de esos largos períodos de evolución?  Hay márgenes dentro de los cuales la vida puede persistir.  ¿Podemos seguir cambiando aspectos estructurales de la vida dentro de márgenes aceptables? ¿Podremos gestionar la naturaleza a ritmos naturales y e formas naturales?

Tal vez se ha abusado en presentar a los ecosistemas como si fuesen el resultado óptimo de un proceso evolutivo anterior que acaba con ellos.  ¿No deberíamos seguir viéndolos como realidades expuestas a los procesos evolutivos de un modo permanente?  Tomar conciencia de la fuerza que puede tener la especie humana en la evolución es lo que le da a esta problemática una dimensión ética prioritaria, y es una obligación moral manejarse con la mayor responsabilidad y cautela.

Con la introducción de la tecnología moderna, los fertilizantes y las semillas híbridas, aquella visión orgánica de la naturaleza, aquella creencia en los espíritus de la vegetación con sus rituales en los campos o en las selvas, han quedado como meros recuerdos, rastros inútiles de irracionalidad, e incompatibles con la era de las máquinas.

Pero por paradójico que parezca, desde la “racionalidad” de la civilización occidental, las necesidades de la filoterapia muestran que la dependencia del reino vegetal sigue en aumento; empresas farmacológicas multinacionales piden la colaboración a hechiceros, comunidades de campesinos, granjeros o mujeres locales, para estudiar la biodiversidad de los bosques sagrados celosamente preservados durante siglos.

Y también de descifrar los secretos de la “etnomedicina animal”, aquella que lleva por ejemplo a los chimpancés a automedicarse con plantas ricas en antibióticos en caso de parasitosis u otras afecciones que les molesten… 

Epílogo

Podría ser que los miedos del milenio se compensaran con lo que la psicología de masas reconoce como efecto fin de siglo, ya que los fines de siglo han sido, por lo menos desde la Edad Moderna, momentos de grandes transformaciones.

Pensemos en Colón, Galileo, Newton, la Revolución Francesa, Einstein, Freud…¿Sería posible encontrar al final de nuestro siglo indicios de profundos cambios y un clima de mayor responsabilidad?

Sin duda que es difícil imaginar el futuro mirando hacia el pasado: ¿qué moralidad podrá llevarnos más allá de lo político y económico?  Desde la ecofilosofía se impone revertir la tendencia predominante que ha priorizado las inversiones en “capital físico” –construcciones, fábricas, diques, etc.-, dejando en segundo plano las necesarias inversiones en el “capital humano”.

Según el filósofo Félix Guattari, Dedicarse a desarrollar el bienestar material y moral, a la ecología material y moral, deberían ser trabajos tan valorados como trabajar en los sectores punteros o en la especulación financiera.

Nos recuerda que también hay especies morales en extinción, como los valores de solidaridad e internacionalismo, y más profundamente las especies existenciales, como la tendencia no sólo a aceptar, sino a querer, la renovación del gusto por la vida, la iniciativa, la creatividad.

Para Charlene Spretnak también escasean la honestidad, la integridad y la responsabilidad, y sobre todo el saber cómo razonar moralmente.  Ella observa incluso que entre las personas más comprometidas parece que mucha gente retrocede, como si esto fuera nada más que un ensayo general de la crisis que amenaza a la persona, la sociedad y la comunidad de la Tierra en su totalidad.

Pero somos millones luchando por “un futuro para el planeta”, aunque muchos aportes no alcancen todavía la notoriedad de las malas noticias con que nos contaminan a diario los medios de comunicación.

Sin embargo, debemos estar atentos ya que el peligro puede ejercer un poder de fascinación.  El presentimiento de la catástrofe puede desencadenar un deseo inconsciente de catástrofe, una aspiración a la nada, una pulsión de abolición.  El año 1000 no fue el fin del mundo, y hacia el 1003 en Europa se refaccionaron tantas iglesias, aun las más solidamente edificadas, porque cada región quería tener las más hermosas.  Podríamos reflexionar nosotros también sobre esta especie de primavera arquitectónica, consecutiva a la época de los terrores…

Y aunque la transformación tan necesaria de la política, economía y la cultura tarde en producirse, no podemos menos que seguir apostando a la creatividad.  Y con creatividad nos propone Guattari que abordemos hasta los temas que nos resultan más urticantes, como sería el de repensar la técnica: Muchas veces se sigue oponiendo la máquina  al alma humana.  Ciertas filosofías estiman que la tecnología moderna nos ha velado el acceso a nuestros fundamentos ontológicos, al Ser primordial.  ¿Y si, por el contrario, se pudiera esperar un renacer del alma humana y de los valores humanos a partir de una nueva alianza con la máquina?

Alicia I. Bugallo



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