Amy Austin, del Conicet, recibe en París el premio L’Oréal-Unesco para Mujeres en la Ciencia
PARIS.- En los primeros días de una primavera inusualmente cruda, que incluso exhibió los copos blancos de una nevada nocturna, en los salones de la sede de la Unesco cinco investigadoras destacadas iluminan la noche ante una audiencia deslumbrada por su talento y su pasión. Esto ocurre durante la ceremonia de entrega del Premio L’Oréal-Unesco para Mujeres en la ciencia, que este año se otorga por vigésima vez a una científica por continente. Entre esta «selección de las estrellas», está la argentina Amy Austin, investigadora principal del Conicet en el Instituto de Investigaciones Fisiológicas y Ecológicas vinculadas con la Agricultura (Ifeva) y docente de la Facultad de Agronomía de la UBA. Austin estudia el ciclo del carbono en la naturaleza, un conocimiento esencial para controlar o mitigar los efectos de este gas de efecto invernadero y uno de los principales protagonistas del calentamiento global.
Austin conmovió a todos cuando agradeció a sus colaboradores y familiares, elogió a las 15 jóvenes becarias que «son el futuro», y dedicó un «Te quiero, Carlos» a su pareja, Carlos Ballaré, también investigador del Conicet que hoy recibe el Premio Alexander Von Humboldt, en Alemania.
Nacida en el estado de Washington, Estados Unidos, Austin pasó su infancia en Florida porque su padre, ingeniero aeronáutico, participaba en el Programa Apolo de la NASA, que llevaría al ser humano por primera vez a la luna. Pero en lugar de elevar su mirada hacia el espacio, la dirigió hacia los organismos que pueblan la Tierra y quiso entender los complejos mecanismos de la naturaleza.
Graduada de bióloga en la Universidad de Stanford, se presentó a becas de la National Science Foundation para que estudiantes norteamericanos viajaran al exterior. El 90% las usaba para ir a Europa y trabajar en biología molecular, pero Amy se decidió por la Patagonia. «Tenía la idea de que aquí estaba el futuro de la ecología, porque había muchos lugares que no habían sido afectados por los seres humanos», recuerda.
A lo largo de veinte años, Austin reveló aspectos insospechados del ciclo del carbono en ambientes áridos. Cómo las plantas lo sacan del aire, fabrican carbohidratos y, al morir, lo liberan. «Una cosa que encontramos es que la radiación solar tiene un efecto directo y acelera la liberación del carbono hacia la atmósfera. No son solo los microbios, como se pensaba -explica-. Es más, en ciertas condiciones es preponderantemente la radiación solar. Nuestros experimentos muestran que, al contrario de lo que se creía, la biota del suelo [el conjunto de microorganismos y fauna] parece tener un papel poco importante. En contraste, el Sol sí estaría regulando el ciclo del carbono al afectar la descomposición de materia senescente.»
Este mecanismo tiene una importancia fundamental en la descomposición de la «broza» que cae de las plantas. Manipulando la luz interceptada por estos deshechos y la actividad de microorganismos del suelo pudieron constatar que la luz (y en particular la radiación ultravioleta-B) rompe los enlaces de la materia orgánica y, entre otras cosas, produce dióxido de carbono. Y que en lugar de entrar en el suelo y llegar a la biota, el carbono vuelve directamente a la atmósfera en un 50%. Esto sugiere que los sistemas naturales en realidad pueden secuestrar mucho menos carbono de lo que se pensaba. «El carbono es la ‘comida’ de los organismos del suelo, no solo de los microbios, sino también de bichos más grandes que son descomponedores -explica Austin-. Ellos lo comen como nosotros comemos asado, es su fuente de energía».
Este hallazgo también tiene una importancia especial en las predicciones sobre calentamiento climático. En un experimento realizado con su marido, Carlos Ballaré, otro multipremiado investigador del Conicet, analizaron la fotodegradación de la lignina (un polímero de las paredes de las células vegetales que se consideraba «recalcitrante»; es decir, muy resistente a la acción degradante de los microbios del suelo) se vio que los pastizales secos podrían emitir más dióxido de carbono [el principal gas de efecto invernadero] a la atmósfera de lo que se calculaba.
Para probarlo, los investigadores fabricaron hojas sintéticas (con papeles de filtro) a las que les agregaron distintas cantidades de lignina. Cuando las pusieron al sol, pudieron ver que cuanta más lignina tenían más rápido se degradaban. «Era justamente al revés de lo que uno hubiera esperado», destaca Austin.
Entre otras cosas, estos descubrimientos sugieren que, en el futuro, si aumentan las condiciones de aridez y disminuye la nubosidad, crecería la importancia cuantitativa del proceso de degradación.
El premio Para Mujeres en la Ciencia se entrega para iluminar las inequidades que todavía persisten en la comunidad científica global, apoyar a las mujeres científicas y formar a jóvenes maestras.
Este año, además, se pone en marcha una iniciativa para que hombres con liderazgo dentro de la comunidad científica se comprometan a expandir el acceso a subsidios, y promuevan iguales oportunidades de empleo, promociones, publicación y premios a científicas talentosas. «Respaldaremos a estos hombres que se comprometan a estimular la igualdad entre los géneros en la ciencia. En nuestras frágiles sociedades presionadas más allá de sus límites, tenemos que canalizar la capacidad intelectual tanto de hombres como de mujeres en la ciencia para un mundo mejor», afirma Jean-Paul Agon, director de la Fundación L’Oréal en la presentación del premio de este año.
El jurado que eligió a las cinco laureadas de este año fue presidido por Elizabeth Blackburn, premio Nobel de Medicina o Fisiología 2009 por haber descubierto la telomerasa, una enzima que forma los telómeros (extremos de los cromosomas) durante la duplicación del ADN. Entre los 10 eminentes científicos que tuvieron a su cargo la tarea de elegir a las laureadas entre 51 finalistas y 267 nominaciones de 62 países, cada nominación revisada por dos o tres científicos destacados, figura la argentina Ana Belén Elgoyhen, del Instituto de Ingeniería Genética y Biología Molecular del Conicet (Ingebi) y ella misma laureada L’Oréal-Unesco 2008.
Las otras laureadas
Mee-mann Chang (China): por su trabajo pionero en el registro fósil que ayuda a entender cómo los vertebrados acuáticos se adaptaron a vivir en la tierra.
Dame Caroline Dean (Gran Bretaña): por sus estudios en cómo las plantas saben cuándo deben producir flores tras el invierno.
Janet Rossant (Canadá): por sus sobresalientes investigaciones que exploran cómo se forman los tejidos en los primeros días del embrión y cuál es la implicancia de la edición genética en esa etapa
Heather Zar (Sudáfrica): por establecer un programa para investigar la neumonía infantil, que permite prevenirla, diagnosticarla y tratarla, y evitar sus complicaciones en el asma y la tuberculosis