Fuente: https://elcorreodelsol.com/
AUTOR: STEFANO MANCUSO
En El futuro es vegetal (Editorial Gutenberg), Stefano Mancuso, profesor de la Universidad de Florencia y una autoridad mundial en «neurobiología vegetal», continúa la investigación que inició en Sensibiidad e inteligencia vegetal. Ofrece de nuevo una revolucionaria mirada al mundo de las plantas, en este caso estudiando las soluciones que han encontrado a los múltiples retos a los que se han enfrentado. Tenemos en ellas a los modelos para inspirar las soluciones a los problemas que acechan a la humanidad.
Me da la impresión de que la mayor parte de las personas no son plenamente conscientes de la verdadera importancia de las plantas para la vida del ser humano. Es verdad que todo el mundo sabe –o así lo espero– que respiramos gracias al oxígeno que producen los vegetales y que toda la cadena alimentaria, y por consiguiente los alimentos que nutren a todos los animales de la Tierra, tiene su base en las plantas. Pero ¿cuántas personas tienen claro que el petróleo, el carbón, el gas y todo eso que llamamos «recursos energéticos no renovables» no son más que energía solar absorbida por las plantas hace millones de años?
¿Cuántas personas saben que los principios activos de nuestros medicamentos son, en gran parte, de origen vegetal? ¿O que la madera, gracias a sus sorprendentes características, sigue siendo aún hoy el material de construcción más utilizado en muchos lugares del mundo? Nuestra vida, lo mismo que la de cualquier otra forma animal de este planeta, depende del mundo vegetal. Podríamos pensar que ya lo sabemos todo acerca de estos organismos tan importantes para la supervivencia de la humanidad, y de los cuales depende una buena porción de nuestra economía. Nada más lejos: sólo en 2015 se descubrieron 2.034 nuevas especies vegetales. Y no creáis que se trata de plantas microscópicas que hasta entonces habían logrado escapar a la atención de los botánicos; una de ellas, el Gilbertiodendron maximum, es un árbol endémico de los bosques lluviosos de Gabón que mide casi cuarenta y cinco metros, tiene un tronco que puede alcanzar el metro y medio de diámetro y su masa total supera las cien toneladas. Y el de 2015 no fue un caso excepcional: en el último decenio, el número de nuevas especies descritas ha superado las dos mil por año. Siempre es buena idea salir a buscar plantas nuevas: uno nunca sabe qué puede descubrir.
Más de treinta y un mil especies distintas tienen uso documentado; de estas, casi dieciocho mil se utilizan con fines medicinales; seis mil, para alimentación; once mil, como fibras textiles y material de construcción; mil trescientas, con fines sociales (incluyendo el uso religioso y como drogas); mil seiscientas, como fuente de energía; cuatro mil, como comida para animales; ocho mil, con fines medioambientales; dos mil quinientas , como veneno; etcétera. La cuenta es fácil de sacar: casi una décima parte de las especies tienen alguna utilidad directa para la humanidad. Como dije, es una buena idea, una idea excelente, sobre todo si empezáramos a servirnos de las plantas no sólo por lo que producen, sino también por lo que pueden enseñarnos. Las plantas, en efecto, son un modelo de modernidad, y la finalidad de este libro consiste precisamente en mostrarlo de una manera evidente.
Desde los materiales a la autonomía energética, desde la capacidad de resistencia a las estrategias de adaptación, las plantas conocen desde tiempo inmemorial cuáles son las mejores soluciones para la mayor parte de los problemas que afligen a la especie humana. Basta saber cómo y dónde mirar. Hace entre cuatrocientos y mil millones de años, a diferencia de los animales, que optaron por moverse para buscar el indispensable alimento, las plantas tomaron una decisión opuesta desde el punto de vista evolutivo. Prefirieron no desplazarse y obtener del sol toda la energía que necesitaban para sobrevivir, para lo cual su cuerpo tuvo que adaptarse a los depredadores y a las numerosas restricciones derivadas del hecho de vivir arraigadas a una porción de terreno. No es cosa de nada. Tratad de pensar en lo difícil que sería mantenerse con vida en un ambiente hostil sin la posibilidad de desplazarse. Imaginad que sois una planta rodeada de insectos, animales herbívoros y depredadores de todo tipo, y que no podéis escapar. La única manera de sobrevivir pasa por ser indestructible, por estar constituido de un modo totalmente distinto a los animales. En resumen, ser una planta.
Para eludir los problemas relativos a la depredación, las plantas han evolucionado siguiendo una vía única e insólita, y han desarrollado soluciones tan alejadas de las de los animales que, para nosotros, representan la esencia misma de la diversidad. Son organismos tan distintos que, en lo que respecta a nosotros, bien podríamos con-siderarlas alienígenas. Muchas de las soluciones adoptadas por las plantas son el reverso exacto de las que se han aplicado en el mundo animal. Lo que para los animales es blanco, para las plantas es negro, y viceversa: los animales se desplazan, las plantas están quietas; los animales son rápidos, y las plantas lentas; los animales consumen, las plantas producen; los animales generan CO2 , y las plantas lo fijan…
Y así sucesivamente, hasta llegar a la distinción decisiva, la más impor-tante y desconocida: la contraposición entre difusión y concentración. Cualquier función que en los animales queda en manos de órganos especializados, en las plantas se difunde por todo el cuerpo. Se trata de una diferencia fundamental de cuyas consecuencias es difícil hacernos totalmente a la idea. Esta estructura tan distinta es justamente uno de los motivos por los que las plantas nos parecen tan distintas. Nuestra concepción del diseño de las cosas se basa en la sustitución, la ampliación o la mejora de las funciones humanas.
A efectos prácticos, a la hora de construir sus instrumentos, el hombre siempre ha tratado de replicar los rasgos esenciales de la organización animal. Pensemos en las computadoras. Están concebidas según un esquema ancestral: un procesador que representa el cerebro y cuya función es gobernar el hardware, discos duros, memorias RAM, tarjetas de sonido y vídeo… No es más que una trasposición de nuestros órganos en clave sintética. Todo lo que el hombre diseña tiende a adoptar, de forma más o menos explícita, esta arquitectura: un cerebro central que controla y unos órganos que ejecutan sus órdenes. Incluso nuestras sociedades están construidas siguiendo este plan arcaico, jerárquico y centralizado. Un modelo cuya única ventaja reside en que aporta respuestas rápidas –y, como tales, no siempre correctas–, pero que, a la vez, es muy frágil y muy poco innovador.
Pese a no disponer de ningún órgano asimilable a un cerebro central, las plantas consiguen percibir el entorno que las rodea con una sensibilidad superior a la de los animales; compiten de forma activa por los limitados recursos presentes en el suelo y en la atmósfera; sopesan con precisión las circunstancias; realizan sofisticados análisis de relación costebeneficio, y definen y acometen las acciones adecuadas en respuesta a los estímulos ambientales. Su método, pues, es una alternativa que hay que tener en cuenta, sobre todo en estos tiempos, en que la capacidad para percibir cambios y encontrar soluciones innovadoras se ha convertido en una competencia fundamental.
Toda organización centralizada es inherentemente débil. El 22 de abril de 1519, Hernán Cortés desembarcaba en México, en la actual Veracruz, con cien marineros, unos quinientos soldados y unos cuantos caballos. Dos años después, el 13 de agosto de 1521, la caída de Tenochtitlán marcaba el fin de la civilización azteca. Idéntica suerte correrían los incas a manos de Francisco Pizarro años más tarde, en 1533. En ambos casos, si aquellos ejércitos minúsculos fueron capaces de derribar grandes imperios, seculares y frágiles, fue gracias a la captura de sus soberanos: Moctezuma y Atahualpa. Esto ocurrió porque los sistemas centralizados son delicados. Pocos cientos de kilómetros al norte de Tenochtitlán, los apaches –mucho menos adelantados que los aztecas, pero, a diferencia de estos, sin poder centralizado de ningún tipo– lograron resistir ante Cortés, pese a una larga guerra.
Las plantas encarnan un modelo mucho más resistente y moderno que el animal; son la representación viviente de cómo la solidez y la flexibilidad pueden conjugarse. Su construcción modular es la quintaesencia de la modernidad: una arquitectura colaborativa, distribuida, sin centros de mando, capaz de resistir sin problemas a sucesos catastróficos sin perder la funcionalidad y con capacidad para adaptarse a gran velocidad a cambios ambientales drásticos. La compleja organización anatómica y las funciones principales de la planta requieren un sistema sensorial bien desarrollado que permita al organismo explorar con eficacia el entorno y reaccionar con presteza ante sucesos potencialmente dañinos. Así pues, para utilizar los recursos del entorno, las plantas se valen, entre otras cosas, de una refinada red radical compuesta por ápices en continuo desarrollo, los cuales exploran el suelo de forma activa. No es casual que internet, el gran símbolo de la modernidad, esté construida en forma de red radical. Cuando hablamos de robustez e innovación, nada puede compararse con las plantas. Gracias a la evolución –que las ha llevado a desarrollar soluciones muy distintas de las adoptadas por los animales–, son, desde este punto de vista, organismos mucho más modernos. Sería bueno que no perdiéramos esto de vista al proyectar nuestro futuro.
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