Si el filósofo Michel Serres no hubiera nacido en el mismo lugar que D’Artagnan, sería hoy el gascón más célebre del planeta. Como el mosquetero del rey, este hombre de 75 años tiene una risa generosa, el acento cantarín del sudoeste francés y una espada. D’Artagnan la había puesto al servicio de Luis XIV; Michel Serres, historiador de las ciencias, profesor de la exclusiva universidad estadounidense de Stanford y miembro de la prestigiosa Académie Française -cuyo uniforme de gala incluye una espada-, la ha puesto al servicio de las ideas.
«Estamos frente a una nueva humanidad», asegura Michel Serres
La ciencia lidera el cambio, dice el filósofo
PARIS.- Si el filósofo Michel Serres no hubiera nacido en el mismo lugar que D’Artagnan, sería hoy el gascón más célebre del planeta. Como el mosquetero del rey, este hombre de 75 años tiene una risa generosa, el acento cantarín del sudoeste francés y una espada. D’Artagnan la había puesto al servicio de Luis XIV; Michel Serres, historiador de las ciencias, profesor de la exclusiva universidad estadounidense de Stanford y miembro de la prestigiosa Académie Française -cuyo uniforme de gala incluye una espada-, la ha puesto al servicio de las ideas.
Ecléctico, iconoclasta, provocador, autor de más de treinta ensayos, Serres comenzó realizando estudios científicos antes de entrar en la Escuela Naval. Pero este intelectual atípico (que conoce, por ejemplo, 300 palabras para denominar un barco) pertenece a una generación que, después de Hiroshima, atravesó una profunda crisis de conciencia: «Entre el amor por el mar y la reflexión sobre la violencia, la necesidad de hallar respuestas éticas decidió mi destino final», dijo a LA NACION.
Esas respuestas suele buscarlas primero en el terreno de las ciencias. Visionario, optimista sobre los beneficios de las nuevas tecnologías, Serres se distingue de los filósofos de su generación por haber resistido a todas las ideologías de moda: marxismo, existencialismo, psicoanálisis… «La sociedad cambia gracias a la ciencia. Todas las ideologías de la segunda mitad del siglo XX ignoraron que la dinámica de la sociedad occidental responde esencialmente a los progresos de la ciencia y no a la lucha de clases o a un hipotético sentido de la historia», explica.
-¿Cuál es el problema con los filósofos que no conocen el universo científico?
-En la historia de la filosofía, casi todos los grandes filósofos -de Platón a Leibniz, pasando por Hegel y Descartes- fueron también científicos. ¿Qué puede decir un filósofo sobre el mundo si no conoce nada de la química, productora de la mayoría de los objetos que tocamos, ni de la biología y sus remedios, que hicieron progresar la esperanza de vida 50 años en un siglo, ni de las nuevas tecnologías, que transformaron completamente el espacio y el tiempo?
-Desde hace años usted afirma que nos hallamos ante una nueva humanidad.
-Así lo creo. A comienzos del siglo XX, el setenta por ciento de los habitantes del planeta eran agricultores. Al final, quedó sólo un 2,3 por ciento. Pero la agricultura y la cría de ganado fueron inventados en el neolítico y continuaron hasta que el proceso se detuvo brutalmente en los países occidentales entre los años 1970 y 1980. Por eso suelo decir que todo sucede como si, por fin, el neolítico se hubiera terminado. Esta es una ruptura histórica mucho más importante que todas las anteriores, incluida la revolución industrial, incluido el Renacimiento. Asimismo, hasta 1945, cuando evocábamos la muerte, pensábamos en nuestra propia muerte o en la de alguna civilización. Pero cuando la primera bomba atómica explotó en Hiroshima, tuvimos de golpe la revelación de una nueva muerte que no es individual ni colectiva, sino global. Y eso también es completamente nuevo con respecto al comienzo de la humanidad. Por otra parte, empezamos a ver nuevas técnicas que nos hacen postergar la muerte: la esperanza de vida en Occidente es hoy de 84 años para las mujeres, mientras que a comienzos del siglo XIX era de apenas 30 años. Ahora tenemos tecnologías para el nacimiento, la reproducción y la sexualidad que cambian completamente la realidad genealógica. También dominamos nuevas tecnologías de la comunicación que nos permiten estar en contacto con la gente más alejada del planeta. Todo esto provoca una nueva relación del hombre con el mundo, con la vida y con los demás. Cuando uno cambia la vida humana, la muerte humana, la relación con la tierra y con los demás, debe reconocer que está en presencia de una nueva era, de una nueva humanidad.
-¿Esos flamantes conocimientos nos obligan a cambiar totalmente nuestra visión de la historia?
-La historia en su sentido tradicional sólo representa una minúscula fracción de tiempo con relación a lo que he llamado la gran narración unitaria de todas las ciencias. Cuando hoy pensamos en lo más antiguo de la historia, el más cultivado de nosotros puede remontarse hasta el neolítico. Gracias a los avances de la ciencia, los más cultivados de nuestros hijos serán capaces de remontarse hasta 3500 millones de años para referirse a la aparición de la vida, 4000 millones para la del planeta y 15.000 millones para la del universo. La cultura, la filosofía y la visión de la aventura humana del mañana se instalarán en la lógica de ese proceso.
-Todo esto puede causar miedo. No a usted, porque es un historiador de las ciencias, capaz de comprender esos avances.
-Es cierto que en las universidades se separa en forma brutal el estudio de la filosofía y el de las ciencias duras. Esto produce, por un lado, «cultivados ignorantes» y por el otro «sabios incultos». Esta separación me parece muy grave y he pasado mi vida tratando de reconciliar las dos formaciones. Tiene razón en decir que la angustia expresada por tanta gente suele venir de que no dominan lo nuevo. Siempre se tiene miedo de lo desconocido. La gente no advierte que, en general, se está ante un proceso de evolución natural y no de ruptura.
-¿Cómo es eso?
-Por ejemplo, cuando nuestros ancestros inventaron la agricultura domesticaron ciertas especies de fauna y de flora. Ignoramos cómo lo hicieron, pero sabemos que actuaron sobre la selección natural. Nosotros hoy, con los organismos genéticamente modificados (OGM), orientamos la mutación, y no la selección. Ahora todos sabemos que la vida, la evolución vital, es la selección sumada a la mutación. Lo que nuestros ancestros hicieron sobre la selección, nosotros lo hacemos sobre la mutación. Es un acontecimiento perfectamente nuevo, pero en cierta forma es la continuación del momento en que se inventó la agricultura y la cría de ganado. En consecuencia, los OGM son, quizás, aterradores, porque son muy nuevos, pero el proceso tiene su origen en la prehistoria. Es a la vez nuevo y muy tradicional. Esto debería tranquilizarnos.
-La globalización, según usted, es tan vieja como el hombre…
-Cuando nuestros ancestros salieron de Africa para diseminarse por el planeta, firmaron el primer acto de globalización. Todos somos descendientes de ese puñado de africanos. Tenemos el mismo ADN. El hombre es la especie mundializada por excelencia. Y ese movimiento prosiguió en todos los terrenos de la vida cotidiana, comenzando por la agricultura. Un día, simultáneamente, un genio en México supo transformar el teosincle de Chalco en maíz y otro genio, en Medio Oriente, el búfalo en buey. Gracias a esos dos gestos de domesticación, el mundo se volvió agrícola. Como usted ve, la mundialización data del neolítico.
-También están globalizados los peligros de destrucción causados por el avance de esas ciencias…
-Antes que nada, déjeme decirle que yo desconfío de los mercaderes de angustia. El riesgo, el temor, la sociedad del miedo, se han transformado en valores mercantiles y no tengo intención de soplar para avivar el fuego. Yo trato de construir un mundo mejor para mis nietos, y el miedo no los ayudará. Hoy, la ciencia pasa por ser la única responsable de los riesgos que corre el planeta, cuando, por el contrario, es gracias a ella que podremos vivir cada vez más y mejor. La verdad es que los riesgos dependen de las decisiones políticas y de la utilización que los hombres hacen de los avances tecnológicos.
-En todo caso, muchos son los que denuncian las nuevas tecnologías virtuales de comunicación como un elemento de alteración de los lazos sociales.
-¡Pero si lo virtual es la esencia misma del hombre! En mi generación, todos estuvimos enamorados de alguna actriz de cine que sólo conseguíamos besar en nuestra imaginación. Cuando usted lee un libro cualquiera, se halla también en el terreno de lo virtual. Todos creen que ese término fue inventado por las nuevas tecnologías de la comunicación. La verdad es que existe desde la época de Aristóteles. Todas las producciones intelectuales del hombre son virtuales. Desde el siglo VI antes de Cristo, cada vez que un geómetra trazaba un círculo o un triángulo en el suelo, decía: «Atención, esta figura no está aquí. No es la real».
-O sea, que nada de lo que nos ocurre hoy es realmente nuevo.
-Los responsables de esos argumentos negativos deberían ser prudentes. Por ejemplo, se dice que nunca podremos digerir la cantidad de información que circula por Internet. En el siglo XVII, ante la multiplicación de libros que produjo el advenimiento de la imprenta, Leibniz exclamó: «Esta horrible cantidad de libros seguramente conseguirá imponer la barbarie y no la cultura». Es verdad: una sola persona nunca leyó todos los libros de la biblioteca del Congreso de Washington, pero el sujeto colectivo que se llama «nosotros, la humanidad», seguramente los leyó. No hay un solo libro en el planeta que no haya sido leído por alguien. Sería conveniente que esos críticos estudiaran un poco de ciencia y de historia. Eso los tranquilizaría de inmediato.
-Hay quienes opinan que terminaremos por perder nuestra cultura, embrutecidos por la pantalla.
-Bien: tomemos un ejemplo. De generación en generación, nuestra memoria se debilita, pues habiendo abandonado la tradición oral por la escrita, recurrimos cada vez menos a esa capacidad cognitiva. Hay quienes lamentan esa pérdida. Para mí, desde el momento en que se inventó la escritura, la memoria se vio liberada de un peso real. Antes de la invención de la imprenta, un hombre que quería conocer a Homero o a Plutarco debía aprenderlos de memoria. La imprenta suprimió esa necesidad y dejó a la memoria tiempo libre para ocuparse de otras cosas. No hay que tener miedo de perder, pues -por el contrario- ganamos, descargándonos de la aplastante tarea de acordarnos. Así, nuestro cerebro puede ocuparse en otras actividades más creativas. Hoy, las nuevas tecnologías ponen a nuestra disposición toda la memoria del mundo.
-¿Y qué responde usted a quienes dicen que el acceso a las nuevas tecnologías aumenta la fractura social?
-Que es un absurdo. La fractura pedagógica y científica que existió siempre entre países ricos y pobres es muy superior a la que provocará la presencia de Internet en todos los rincones del globo. Como sucedió con la llegada de la imprenta, la Red es una herramienta formidable para poner el conocimiento y la cultura a disposición de todos. Se habla de esa fractura social, pero nadie la compara con la que existe ahora: esa fractura que precipita a los más pobres a la ignorancia total, mientras educa a los privilegiados en las universidades de Stanford y de Harvard. El costo de las nuevas tecnologías es irrisorio comparado con el de las tecnologías tradicionales. Con las nuevas tecnologías, bastaría muy poco dinero para inventar una enseñanza a distancia para los países pobres.
-¿Qué es lo que cambiarán esas nuevas tecnologías?
-Toda la sociedad, como sucede cada vez que se produce la llegada de una revolución tecnológica. No hay un solo historiador que no sepa que la aparición de la escritura afectó a la ciudad, al Estado, al derecho y, probablemente, al comercio. Gran parte de nuestras prácticas sociales son herencia de la escritura, comenzando por el monoteísmo: la religión del libro. Después, cuando llegó la imprenta, en el Renacimiento, se modificaron las mismas zonas de la sociedad: aparecieron nuevas formas de democracia, nuevos derechos, nuevas pedagogías. Eso es lo que cambiará. En realidad, eso es lo que está cambiando.
-En su último libro, «Ramaux» («Ramos»), usted afirma, sin embargo, que el hombre es capaz de cambiar únicamente si ha pasado antes por el molde de la autoridad.
-No se puede reconocer o cambiar algo que uno no conoció antes. La novedad es muy difícil de percibir.
-Para ello quizás haya que ser filósofo…
-Sí; quizá sea ésa la definición exacta de la filosofía. Tomemos el ejemplo del tsunami, en Asia. Allí la novedad no fue el tsunami, fenómeno que se conoce desde que el mundo existe. Lo nuevo ha sido el movimiento de solidaridad global. Nunca en la historia del hombre se produjo semejante corriente de solidaridad. Y esto es nuevo. Creo que estamos viendo emerger una conciencia global surgida del hecho de que este drama fue producido por un acontecimiento exclusivamente físico, que afectó al planeta. Para mí, el 11 de septiembre representa al antiguo mundo, para hablar como el señor Bush, cuando pusimos miles de millones de dólares para matarnos, para vengarnos de un hecho gravísimo que toca a los conflictos humanos. El 26 diciembre de 2004, por el contrario, es el inicio de un nuevo mundo, donde la humanidad se puso de acuerdo para ayudar a las víctimas de una catástrofe física que no depende de nosotros. Las cosas que dependen de nosotros son las guerras. En las guerras nadie es inocente; todos son responsables de la violencia. Todos pierden.
-¿Esa es su definición de la guerra?
-La guerra es un contrato firmado por los padres de dos o más naciones para aniquilar mutuamente a sus hijos. ¿Conoce usted una definición mejor?
Por Luisa Corradini
Para LA NACION
Autor: Michel Serres.
Fuente: La Nacion Line