Eduardo Pogoriles
Tenía 77 años y era famoso por su crítica a los medios masivos y la sociedad de consumo. Sociólogo y filósofo, pero también un virtuoso de la semiología y uno de los teóricos más célebres de la posmodernidad, Jean Baudrillard murió en París luego de una larga enfermedad, según informaron sus familiares. Autor de más de 50 libros, Baudrillard visitó la Argentina varias veces en la década de 1990, lo fascinaba la Patagonia y esa actitud tan rioplatense de estar pendiente de las novedades europeas. De hecho, en 2005 publicó con el pensador argentino Enrique Valiente Noailles su libro Los exiliados del diálogo. Entre las obras más leídas de Baudrillard están El espejo de la producción (1973) —que marcó su ruptura con el marxismo— además de Simulacros y simulaciones (1981), América (1986), los cinco volúmenes de sus memorias —Cool memories, entre los años 1987 y 2005— sin olvidar su Patafísica (2002). Otros títulos para el recuerdo: El sistema de los objetos (1968), La sociedad de consumo (1970), La izquierda divina (1985), La guerra del Golfo no ha tenido lugar (1991) y Power Inferno (2002).Con su cara redonda detrás de grandes anteojos, Baudrillard no creía que era posible cambiar la vida y tampoco confiaba en la influencia política de los intelectuales. Su filosofía, fundada sobre la crítica del pensamiento científico tradicional, insiste en la idea de que el mundo es —básicamente— una realidad virtual, pura apariencia, simulacro, espectáculo. En este sentido, sus críticos —como Enrique Lynch en 2004 en las páginas de El País y en la revista cultural Ñ de Clarín— han dicho que los escritos de este pensador suelen ser «prodigios estilísticos donde en ocasiones se encuentra uno con alguna ocurrencia brillante y, las más de las veces, con pases de prestidigitador cínico». Otros críticos señalaron que el problema de los pensadores posmodernos como Baudrillard es que la modernidad —el proceso de racionalización del mundo europeo que arranca con el Renacimiento y vive algunos de sus momentos clave con la Ilustración, la Revolución Francesa de 1789 y el irresistible desarrollo del capitalismo— se resiste tozudamente a morir.
Se ha dicho que, en su profundo nihilismo y pesimismo, la filosofía de Baudrillard no piensa ningún acontecimiento, sólo lo banaliza transformándolo en un hecho estético. Como todo se hace virtual, nada tiene sentido y pensando así nos liberamos del horror del mundo. «Libres de toda culpa o responsabilidad, ya no sentimos la necesidad de tomar partido», decía Lynch, impugnando a Baudrillard desde la moral.
Para el diario Le Monde, Baudrillard era un pensador «inclasificable», que llegó a ser sospechoso para la izquierda. Considerado un «enterrador de utopías», en su libro La transparencia del mal (1990) fue capaz de exhumar el pensamiento reaccionario del filósofo Joseph de Maistre. Con un estilo lleno de aforismos casi herméticos, Baudrillard era «un extremista perezoso», que se veía a sí mismo como un resistente de la cultura, capaz de afirmar que «la lasitud intelectual ha llegado a ser la verdadera disciplina olímpica de nuestra época».
A los argentinos pendientes de París les advertía que allá «no pasa nada, los años 60 y 70 fueron otra cosa, una época maravillosa —sobre todo a partir de mayo de 1968— pero a partir de los años 80 se terminó todo. Seguimos viviendo de ese impulso que tantos cambios provocó en el pensamiento, pero en algún momento el mundo se dará cuenta de que ya no existe». En una de sus visitas a Buenos Aires en 1996, le decía a Clarín —entrevistado por Jorge Fondebrider y Pablo Chacón— que la Argentina «es un país muy raro, ustedes hablan francés, viven pendientes de los dólares norteamericanos, saben lo que pasa en Europa y a veces no tienen idea clara de lo que ocurre en la Argentina. En fin, es un país nuevo, muy abierto al mundo. Francia, en cambio, es un país cansado de su propia historia y de su antigua grandeza».
Para él, ir a la Patagonia era como «ir hasta el límite de un con cepto, como llegar al fin de las cosas», porque «detrás de la fantasía de la Patagonia está el mito de la desaparición, hundirse en la desolación del fin del mundo». Aunque aclaraba que todo eso era sólo «una metáfora», admitía que para muchos europeos la Patagonia era «una región de exilio, un lugar de desterritorialización, un Triángulo de las Bermudas».
Hijo de la generación que vivió el Mayo francés de 1968 y luego renunció a esos sueños, Baudrillard nació el 20 de julio de 1929 en Reims, en un hogar modesto. Cercano al teórico estructuralista Roland Barthes, Baudrillard fue precisamente uno de los fundadores de la revista Utopie.
Se formó en filología germánica en La Sorbona —era traductor de Marx y Brecht— ganándose la vida como docente en la escuela secundaria. También enseñó sociología desde 1966 en la Universidad de Nanterre, «no tenía muchas opciones y la aprendí casi al mismo tiempo que la enseñaba a mis alumnos», confesó. Fascinado por las imágenes, este teórico de las representaciones de lo real visitaba siempre ese mundial del fotoperiodismo que es la exposición de Perpignan. Allí le dijo a Le Monde que «hay algo mortuorio en las fotos periodísticas», pero si ellas faltan uno tiene la impresión de «no saber nada del mundo». ¿Era un pensador de lo obvio, un talentoso creador de títulos periodísticos? La polémica sigue abierta porque el mundo aún está ahí, concreto y resistiéndose —como Baudrillard— a disolverse, a ser solo un fantasma.
Baudrillard básico
Baudrillard ha sido uno de los pensadores franceses más leídos de los últimos tiempos y un referente mundial para los estudiosos de la posmodernidad. Estudió la espectacularización y el simulacro en la sociedad actual, enfocando fenómenos tan dispares como la caída del Muro de Berlín, la clonación, el avance mundial del sida, los atentados suicidas contra las Torres Gemelas, el racismo o las ilusiones de la ecología. En su extensa obra, centrada en el análisis de la sociedad de consumo y de los nuevos mitos de la comunicación, se destacan El sistema de los objetos (1968), El espejo de la producción (1978), América (1986), La guerra del Golfo no ha tenido lugar (1991), La ilusión del fin (2000) y Power Inferno (2002). En 2006 publicó Utopía aplazada: escritos desde la utopía (1967-1978), una recopilación de los ensayos que muestran los embriones de su gran obra.
El mundo de la «hiperrealidad»
Miguel Wiñazki
La clave de su pensamiento es simple, pero estremecedora: vivimos bajo el imperio del simulacro. Y la parafernalia global y comunicacional en la que estamos inmersos es ese universo sin sustancia por el que transitamos sin pena ni gloria. Eso creía. Que los medios son los que construyen el mundo en el que vivimos, y que eso no es la realidad, sino, lo que él denominaba «la hiperrealidad». La representación mediática (esencialmente) ha disuelto a la realidad: el mapa borró al territorio. Pensaba los medios desde la filosofía. El silencio, señalaba, por ejemplo, está expulsado de la televisión». En realidad suponía, y tal vez con razón, que los medios en general «huyen del silencio». El sonido y la furia de la revolución mediática bombardea a las audiencias con ilusiones, con construcciones, y disuelve lo inconveniente. Por eso afirmaba, en relación a la primera batalla de Irak que George Bush Senior sostuvo en 1991 contra Saddam Hussein y los suyos, que la guerra, esa guerra, no había tenido lugar. Las pantallas transmitían fulgores verdosos de misiles, se oían sonidos de bombas sin cesar pero no aparecía ninguna víctima. La guerra había sido un espectáculo apabullante, que coincidió con la irrupción de la CNN en todo el mundo, como vehículo transmisor de las batallas que convocaban tanto o más que un Mundial de Fútbol. Pero los espectadores no veían nada. Nada más que destellos y sonidos sin destino. La CNN había descompuesto la guerra conocida, en la que los cuerpos sangran y se desagran y gritan y caen, en un show surrealista de imágenes sucesivas pero sin lógica.
La guerra y la vida y la muerte se convirtieron en filme, en simulación, en ilusión. Los medios son máquinas de producir fantasmas, y entre ellos vivimos. Baudrillard fue una suerte de filósofo, de pensador de las apariencias, pero a diferencia de sus ilustres antecesores, desde Lucrecio hasta Descartes, aludió no sólo a lo aparente, sino a las factorías que las producen a cada segundo: los medios.
Concebía a los Estados Unidos como al reino mayúsculo de los simulacros, como al simulacro de los simulacros, y consideraba que su capital simbólica es Disneylandia.
Fue criticado, y muy critado, por Alan Sokal y Jean Bricmont en el libro Imposturas intelectuales. Lo acusaban junto a otros pensadores, en general franceses, de utilizar de manera abusiva y sin fundamentos conceptos científicos, aún desconociéndolos. Sokal, que es físico, se burla del concepto de espacio no-euclideano que utiliza Baudrillard, definido por el francés como aquel en el que todas las trayectorias se desvían por una «curvatura maléfica». En ese contexto había considerado que el espacio real de la guerra del Golfo se había disuelto «por una curvatura maléfica», en una suerte de no espacio o hiperrealidad. Sokal considera a eso mera cháchara y barniz lingüístico, y pura falta de rigor. Baudrillard se reía de sus detractores. «Simplemente utilizo metáforas», dijo.
Para él la globalización convirtió a la vida en un videogame. Sin embargo la muerte elude al game. Es real y no hiperreal. De hecho, Baudrillard ha muerto.
Autor: Eduardo Pogoriles
Fuente: Intramed (Clarín)
Web: http://www.intramed.net