Autor: Dr. José A. Mainetti
Fuente: Bioética Fundamental
Web: http://www.elabe.bioetica.org
CAPITULO IILA REVOLUCION BIOLOGICA
2.1. Las revoluciones culturales La característica originaria del hombre como ser viviente -la diferencia antropológica, decimos hoy- reside en su minusvalía biológica respecto del animal, que está ajustado al entorno natural y por ello no modifica a éste sustancialmente. El hombre, en cambio, desadaptado a la naturaleza por su inespecialización orgánica, es «creador y criatura» de cultura, artífice y producto de un mundo propio en permanente transformación, por el cual se humaniza la naturaleza y se realiza la humanidad. Tal, en síntesis, la teoría «compensatoria» de la cultura, con su larga tradición histórica y renovada vigencia en la actualidad (1). El concepto de «revoluciones culturales» suele aplicarse a aquellas transformaciones en el proceso de civilización que ocurren con carácter acelerado, radical y permanente (2). En tales revoluciones confluyen la evolución biológica y la revolución cultural, pues se trata de modificaciones materiales de la biosfera por la tecnosfera, de la naturaleza por la cultura, de la vida por el artificio, del ecosistema por el antroposistema -son también revoluciones «biológicas» en el más amplio sentido. Ilustrativas para el caso son dos paladinas revoluciones culturales en la prehistoria de la humanidad: el proceso de hominización y la que ha sido justo llamar «revolución neolítica» (3). La primera revolución cultural, en el origen de la evolución específica, fue la revolución hominizadora, instauradora del regnum hominis , la serie evolutiva en el linaje que lleva al hombre actual, esto es, el árbol genealógico del orden de los primates, la familia de los homínidos, el género Homo y la especie Sapiens . La antropogénesis constituye una verdadera revolución dentro de la evolución biológica -no sólo por la relativa aceleración de un proceso evolutivo que para el género Homo se inició hace dos millones de años y culmina en la cultura paleolítica superior, 40.000 años atrás- sino también por la ruptura en la continuidad de la evolución biológica que significa el novum humano como peculiaridad orgánica, esa naturaleza deficiente y originalidad somática inespecializada, en las que hunde sus raíces el fenómeno cultural. Para la antropología prehistórica ambas series de fenómenos, biológico y cultural, según los respectivos registros paleontológico y arqueológico, señalan el paralelismo y probablemente la interacción entre la evolución genética y la técnica, la coincidencia del tipo funcional homínido (bipedismo, manualidad, cerebralización) y las industrias líticas, cuyos prolongados estereotipos evocan un desarrollo más orgánico que cultural hasta el paleolítico superior, para desde allí separarse, por un lado el progreso acelerado de las técnicas, por el otro un aparente estancamiento del equipo neurológico del hombre (4). A partir de este momento, el más decisivo y revolucionario en la historia de Sapiens-sapiens , se inicia la humanidad conocida, liberada de los condicionamientos biológicos de la humanidad primitiva: surgen nuevas formas de convivencia y nuevas dimensiones de la existencia humana (¿humanización?), el arte rupestre, los ritos funerarios y el lenguaje, que emancipará la tecnicidad de la somaticidad y conducirá, a través de la revolución neolítica, al tiempo histórico propiamente dicho. La segunda gran revolución cultural que registra la historia ha sido denominada por Gordon Childe «revolución neolítica», ocurrida hace unos 10.000 años e identificada con la invención de la agricultura y la ganadería, el cultivo de plantas y la cría de animales, procesos de tecnificación de la vida que hoy titulan igualmente al neolítico como «primera revolución biológica» (5). La cultura neolítica, más que por la «piedra pulimentada» que da nombre a esa edad, se caracteriza por las técnicas de producción que desplazan como base económica a las técnicas de recolección (la caza, la pesca y la predación de los bienes naturales). Es fácil comprender por qué la cultura agropecuaria representa la revolución cultural por antonomasia, al punto que el vocablo «cultura» hunde sus raíces en la tierra, significa para los latinos el «cultivo» del campo y metafóricamente la cultura animi y el «culto» de los dioses. La cultura agrícola tiene como base trabajos tales como la labranza (labrar = laborar), la siembra, el regadío, la fertilización, la cosecha y el almacenamiento, determinantes de una actividad económica compleja (inversión, capitalización, ahorro, comercio) y reglada por los ciclos naturales de la tierra nodriza. El modo de vida, de nómade se vuelve sedentario y urbano, y con el urbanismo se modifican todos los esquemas sociales, ( civitas = ciudad, literalmente el eje de la civilización). La sociedad se organiza según la distribución de la tierra, la división del trabajo, la distinción de clases y la institución del Estado. El proceso de civilización se transforma a radice con la tecnología agropecuaria y el milagro de la escritura, a partir de lo cual la historia se acelera con el comercio, las comunicaciones, la guerra y la expansión demográfica favorecida por la abundancia de alimentos.
2.2. La Revolución de Pigmalión En el mundo moderno la «revolución» es norma del devenir histórico encauzado por sucesivas revoluciones de naturaleza científica, técnica, política, industrial y posindustrial. La llamada revolución industrial es consecuencia de las nombradas precedentemente (por ej., la máquina a vapor y el liberalismo) y configura la civilización planetario y la imagen tecnológica del mundo que desemboca en la crítica situación actual. En la línea de máxima prolongación revolucionaria de la civilización industrial, surge hoy la perspectiva de una nueva revolución cultural, la «revolución biológica», cuyo umbral estaríamos trasponiendo en el fin del segundo milenio. Esta revolución biológica no sólo es parte de la «tercera revolución industriar’ -nueva era tecnológica configurada por la fábrica molecular y la inteligencia artificial- sino que también representaría una auténtica revolución cultural, hipotéticamente comparable a las otras dos de la prehistoria, la hominizadora y la humanizadora o del neolítico. Las tres son revoluciones culturales y biológicas en comunes aspectos, porque implican una transformación del mundo por la técnica y una transformación del sentido de la técnica como innovaciones radicales en la relación antropocósmica. Esos tres movimientos revolucionarios, que juntos dibujan una suerte de dialéctica de la tecnicidad, se aprehenden intuitivamente con tres respectivas figuras de la mitología clásica: Prometeo, Triptólemo y Pigmalión. La revolución tecnológica de Prometeo, el titán que roba el fuego, esto es el hombre del paleolítico superior, consiste en la conquista de un equipamiento extracorpóreo, parasoma o episoma que le acomoda a la naturaleza, para él originariamente incómoda: vestido, vivienda, armas, herramientas, etc. El sentido prometeico de la técnica es la adaptación del hombre al entorno, pues el útil o artificio imita los órganos animales -que son verdaderos instrumentos, como la trompa del elefante o las pinzas del cangrejo- y por tanto prolonga los poderes del cuerpo en función ortopédica. El fuego es el elemento que caracteriza real y simbólicamente la primitiva culturación (6). Triptólemo -el príncipe de Eleusis a quien según la leyendas Ceres revelara el secreto de los cereales y la difusión de las artes agrícolas- representa en la mitología griega la saga de la revolución neolítica, la cultura del cultivo o trabajo de la tierra, con lo cual el hombre interviene en la naturaleza no ya como predador sino como productor, modificando el juego de la selección natural y creando sus propias fuentes de alimentación. El sentido de la técnica en Triptólemo es el que señalara Ortega como concepto universal de aquélla, vale decir «lo contrario de la adaptación del sujeto al medio, puesto que es la adaptación del medio al sujeto» (7). El artificio ya no consiste en el «artefacto» o prótesis prometeica, extensión cuasi natural del cuerpo, sino en el «artilugio» mediante el cual el hombre deja de acomodarse a la naturaleza para someter a ésta según las humanas necesidades y deseos. Otra figura de la mitología clásica sirve para caracterizar la revolución biológica de nuestro tiempo, ésta que es acaso una tercera revolución cultural en el sentido que hemos venido definiendo. Se trata de Pigmalión -el escultor misógino que se enamora de la estatua femenina por él creada y con el favor de Venus logra darle vida y ganarse su amor- cuya leyenda recoge Ovidio en Metamorfosis (8). El sentido pigmaliónico o antropoplástico de la técnica consiste en el arte de esculpir o remodelar la propia naturaleza humana; éste es el sentido de la actual revolución biológica y bioética. La nueva biología es a tal punto revolucionaria que resulta plausible la hipótesis de una nueva revolución cultural o, si se prefiere, de una «tercera revolución biológica» en el devenir de la humanidad. A diferencia de las dos anteriores revoluciones en la Edad de Piedra, el hombre no está ya limitado a adaptarse al medio como hizo en el Paleolítico, ni a modificar su ambiente como desde el Neolítico lo viene haciendo por 10.000 años y en escala planetario con la civilización industrial, sino que tiene la posibilidad de transformarse a sí mismo y controlar la propia evolución biológica. El carácter revolucionario de la actual biología se aprecia singularmente en la técnica genética, que representa una nueva forma de intervención del hombre en la naturaleza. Desde la revolución neolítica la humanidad siempre ha introducido modificaciones genéticas en plantas y animales por los métodos de reproducción tradicionales. Pero con la ingeniería genética se han superado las barreras de la especie, para compatibilizar información hereditaria sin utilizar las terminales normales (sexuales), haciendo así posible un intercambio de material genético entre las diversas especies. Es este de manipular los elementos de la vida y la voluntad de controlar la evolución y transformarse a sí mismo, lo que hace del hombre actual un nuevo Pigmalión (9). Pigmalión, el escultor misógino enamorado de la estatua a la que da vida constituye la figura mítica correspondiente al proyecto antropoplástico, la autopoiesis o autocreación del hombre que persigue la revolución biológica. La tecnología genética representa un nuevo humano en germen para intervenir sobre la evolución biológica y modificar la propia especie. Pero hoy mismo la biomedicina es revolucionaria pigmaliónicamente por las formas humanas de vivir, de nacer, procrear y vivir en la sociedad de nuestros días. No por azar la revolución antropoplástica o de Pigmalión ha comenzado por ser una revolución sexual o de Galatea, tecnológicamente contraconceptiva y reproductiva: el escultor de sí mismo empieza por «reparar» la diferencia del género-sexo. La historia de la sexualidad y la dialéctica masculino-femenino pueden reconstruirse sobre el diseño del mito de Pigmalión y la bella Galatea (10). 2.3 La ambivalencia antropoplástica El sentido pigmaliónico de la técnica es el arte de esculpir o modelar la naturaleza humana. Si el artificio se define con Prometeo por el «artefacto» (el aparato ortopédico o compensatorio de la cultura), y con Triptólemo por el «artilugio» (el secreto para someter la naturaleza a los fines humanos), con Pigmalión se manifiesta «lo artístico», la creación de lo único no-natural sensu stricto en el mundo. El mito consagra, en efecto, el ethos artístico -la inconformidad del hombre con la naturaleza y su afán de trascenderla- y el poder divino de engendrar vida, el arte biogenético. Mejor que Prometeo o que Fausto da cuenta Pigmalión del sentido de la búsqueda científica, la piedra filosofar, el secreto de todas las investigaciones humanas, el sueño que las anima: el saber del cuerpo; la ciencia de ese poder, el arte de reproducir y reparar la vida, la creación de nuevos cuerpos según imaginación y voluntad. El nacimiento de la bioética en los últimos años es signo de respuesta a una revolución biológica que ha comenzado ya como revolución cultural en el sentido pigmaliónico apuntado. La novedad terminológica y conceptual de la disciplina refleja el cambio de bios y ethiké , las nuevas relaciones entre la vida y los valores humanos. Por un lado la actual biomedicina como poder transformador de la naturaleza viviente en general y de la naturaleza humana en particular. Por el otro el ethos del hombre moderno como voluntad de dominio o control de su condición biológica, la aspiración a liberarse de los determinismos naturales, subordinando la lógica de la vida a la lógica de la existencia, la zoética a la bioética (para decirlo con el etimón de bios y zoé ). Que la anatomía sea el destino -según sentenció Freud no parece hoy fórmula para la vida del hombre en su condición más carnal, si atendemos los cambios de la revolución biológica en la natalidad, la sexualidad y la mortalidad de nuestro tiempo. Nacer, procrear y morir, son verbos que se conjugan de distinto modo a partir de los métodos contraceptivos, las tecnologías reproductivas y las prácticas de terapia intensiva. Cunde un nuevo ethos contraceptivo (disociación sexualidad-procreación), reproductivo (responsabilidad genética) y tanático (derecho a morir). En estos ejemplos de la realidad bioética cotidiana se advierte el ethos del control de la vida y del dominio sobre la naturaleza biológica del hombre, el ethos de la revolución antropoplástica o de Pigmalión. El problema es saber entonces hasta qué punto es posible y lícita la intervención en la naturaleza humana, cuándo la introducción de una nueva tecnología biomédica constituye un auténtico progreso en el sentido cualitativo del término, si acaso la mentada revolución significa liberación o manipulación para el individuo y la sociedad, si sirve a la dignidad del hombre o conspira en la deshumanización (1l). Frente a la esencial ambivalencia de la técnica o dialéctica de la naturaleza y el artificio que nos recuerda la historia de Pigmalión, la bioética tiene que sortear un doble escollo, el Escila del optimismo y el Caribdis del pesimismo tecnológicos. Por un lado, la tentación de identificar la moral con la lógica de la técnica, el bien con la satisfacción del deseo y el deber ser con el poder hacer, lo moralmente exigible con lo técnicamente factible. Por el otro, la tentación de identificar la moral con la antilógica de la técnica, el bien con la renuncia al deseo y el deber ser con el no poder hacer, lo moralmente permisible con lo naturalmente posible. Es prudente evitar por principio ambas actitudes extremas, la tecnolátrica y la tecnoclástica, tanto una ética «ofensiva» como una ética «defensiva» que prejuiciosamente limitan la moral a la función aceleradora o frenadora, antes bien que conductora, del progreso tecnológico. Tal cosa parecer ocurrir entre las dos grandes familias morales que se disputan el campo bioético: los partidarios del «orden natural de las cosas», que condenan la mayor parte de las innovaciones, sobre todo en el dominio de la sexualidad y la procreación; y los campeones de la utilidad y la libertad, que ven en el resultado y las posibilidades del conocimiento científico el verdadero genio de la especie (12). Pigmalión, el artista que anima la estatua salida de sus manos, el que por su creación se ha separado de la vida y luego identificado en plenitud con ella, es símbolo de la ambivalencia del hombre respecto de la naturaleza, a la vez límite y norma, resistencia a superar y modelo a imitar (13). La revolución biológica presta apoyo a la idea -ella misma revolucionaria para la antropología filosófica- de que no existe la naturaleza humana. Pero ello en modo alguno significa, como dice el Hermano Mayor en 1984 de Orwell, que «la naturaleza humana es creación nuestra». El ethos pigmaliónico o antropoplástico presenta esta ambivalencía: por un lado es expresión de antropologismo, posición del hombre como medida de todas las cosas y voluntad de dominio sobre la naturaleza cósmica; por el otro es manifiesto naturalismo, promoción del cosmos como orden universal en el que el hombre encuentra ser y sentido. Tal dualidad acusa la revolución cultural que hoy nos propone la biología, el contraste que ejemplifican una técnica genética y una ética del gen para la humanidad que conjuga bebés de probeta y muñecos con sexo. La bioética tendrá que dar una respuesta equilibrada, evolucionada, a la confrontación antropocósmica de la revolución biológica en que estamos. REFERENCIAS
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