Para los habitantes del mundo desarrollado, los nuevos miedos, referidos a la salud, la alimentación y la procreación, se relacionan con la deriva de ciertos desarrollos biotecnológicos, que condicionados por la, lógica del lucro y en manos de unos pocos decisores, se tornan terroríficos en lugar de mejorar la suerte del conjunto, tal como desde el siglo XIX se esperaba tradicionalmente del progreso.
“En la historia de las colectividades los miedos se modifican, pero el miedo queda”, afirma el historiador Jean Delumeau (1). Hasta el siglo XX los infortunios de los hombres resultaban principalmente de la naturaleza, las intemperies, las devastaciones, el hambre, y de flagelos como la peste, el cólera, la tuberculosis y la sífilis. El hombre de otro tiempo vivía en un medio constantemente amenazador. La desgracia lo acechaba constantemente.
La primera mitad del siglo XX se vio marcada por el espanto de las dos grandes guerras, de 1914-1918 y 1939-1945. La muerte a escala industrial, las destrucciones masivas, los campos de concentración y exterminio. En Europa occidental la segunda mitad de este siglo que concluye se caracterizó por el gradual apaciguamiento de los conflictos armados y el ascenso de una prosperidad generalizada. Las condiciones de vida mejoraron de modo espectacular. La esperanza de vida se eleva a niveles nunca alcanzados antes.
Los historiadores de mentalidades se preguntarán sin duda un día sobre los miedos del año 2000. Descubrirán que ya no son como antes del orden político o militar (conflictos, guerras, terror atómico), sino más bien de carácter ecológico: perturbaciones de la naturaleza, alteraciones del medio ambiente. Que conciernen a la intimidad (salud, alimentación) y a la identidad (procreación artificial, ingeniería genética).
Estos nuevos miedos, especialmente referidos a la enfermedad de la “vaca loca” y a los organismos genéticamente modificados (OGM), nacen de una decepción, del desencanto suscitado por las evoluciones técnicas. La utilidad del progreso científico perdió su carácter evidente. Tanto más cuanto que este progreso fue absorbido por el campo económico, fuertemente instrumentado por empresas esencialmente ávidas de lucro. La confusión entre interés público e intereses industriales se saldó demasiado a menudo a favor de estos últimos. El neoliberalismo en boga, la adoración del mercado, la reaparición de situaciones de gran precariedad y el regreso de fuertes desigualdades sociales fortalecieron todavía más, en el curso de los últimos veinte años, la sensación de que el progreso técnico había traicionado su promesa de mejorar la suerte de la humanidad.
Todos pudieron constatar que las instituciones (Parlamento, gobierno, expertos) que debían garantizar la seguridad faltaron a su misión en reiteradas ocasiones. Dieron pruebas de imprudencia y negligencia. Por añadidura, los decisores se acostumbraron a comprometer la suerte colectiva sin remitirse antes a los interesados, los ciudadanos, alterando el pacto democrático (2).
Como consecuencia, se ha introducido en los espíritus una sospecha tenaz y sistemática, la negativa creciente en delegar en esos “responsables” el poder de comprometer la suerte colectiva autorizando prácticas fundadas en innovaciones científicas riesgosas, no suficientemente probadas. Una nueva desconfianza ante los aprendices de brujo del neocientificismo.
Tanto más cuanto que revelaciones espectaculares referidas a una cantidad de “flagelos silenciosos” vinieron a demostrar a posteriori la incompetencia trágica de autoridades y expertos. No solo el escándalo de la sangre contaminada, sino el del amianto, que provoca en Francia alrededor de 10.000 muertes de obreros por año. O de las infecciones nosocomiales, es decir contraídas durante las internaciones hospitalarias, que se encuentran en el origen de otras 10.000 muertes por año. O el de la contaminación del aire, que en un 60 % se debe a los transportes por ruta, y que provoca la cifra alucinante de 17.000 muertes prematuras anuales en Francia. El de la dioxina, producto cancerígeno que emiten los incineradores de basura domésticos, que provoca entre 1.800 y 5.200 muertes por año.
Basta con leer el informe de investigación dado a conocer en el Reino Unido el pasado 26 de octubre sobre la epizootia de encefalopatía espongiforme bovina (ESB) para comprender la desconfianza actual de las sociedades europeas hacia la carne de vaca. Se adoptaron medidas aberrantes, avaladas por expertos, desdeñando leyes de la naturaleza y los más elementales principios de precaución. Cuando se hizo evidente la enfermedad se propagaba a los seres humanos, se difundieron mentiras y simulaciones. Demoras, señuelos y desmentidas, como asimismo la actitud irresponsable de las autoridades, llevaron inevitablemente a la opinión pública británica a sentirse engañada. Si el comportamiento de las autoridades en el resto de Europa no fue fundamentalmente diferente ¿por qué los ciudadanos no manifestarían una desconfianza igual? Sobre todo cuando comprueban, como en Francia, que se autoriza la comercialización de variedades de maíz trangénico, cuando se trata de organismos genéticamente modificados.
No se trata de fantasías de seguridad absoluta o riesgo cero, sino de la legítima inquietud de los ciudadanos ante la prioridad otorgada demasiado a menudo por los poderes públicos a grupos económicos y egoísmos corporativos antes que al bien común y al interés general. Definir el riesgo aceptable ¿no debiera ser competencia de todos, y no solamente de los expertos?
(1) Jean Delumeau, Les malheurs des temps, Larousse, París, 1987.
Olivier Godard, “De la nature du principe de précaution” en Le principe de précaution, Significations et consequences, Bruselas, 2000
Fuente: Le Monde Diplomatique (Diciembre, 2000)