«¿Qué hay entre ti y mi?»
Nuevo Testamento. (Mc., V, 7 y Lc., VIII, 28)
En cita de Soren Kierkegaard: «El concepto de la angustia
Primera relación: la pobreza y la muerte.
I. Así como los muertos nos hablan de la muerte y ningún muerto ni todos los muertos son la muerte, y menos aún la eternidad, así también la pobreza.
Cada pobre vive la temporalidad estricta de su pobreza, sin embargo no la agota ni confunde su sustancia -propia e indeclinable por su sentido de trascendencia- con esa pobreza que no es en su origen naturaleza, menos aún designio de la divinidad. (Es inconcebible una perfecta divinidad que haga «trampas» a sus criaturas, pervirtiendo con la aparición de la pobreza ese poder de acción en libertad que define lo humano, que hace de lo humano el espejo donde la vida se refleja como amor en los ojos del otro).
Atrapado por la pobreza, despojado de su conciencia real, vaciados los contenidos de su existencia, sin posibilidad de tomar distancia de su permanencia en el dolor para observarse, el pobre no puede alcanzar la verdad de su real padecer, y hasta llega a sentir, desde una resignación que lo involucra sin transito con la producción alienada de la vida, que su pobreza particular le pertenece, que es la herencia recibida y la que debe transmitir, incluso como acto de fe, en tanto que bajo la mirada del ayer existe la pobreza y su mirada del mañana no deja de ser el recuerdo del hoy que revive en su condición de pobre.
Entonces la pobreza se convierte -he aquí la cruel paradoja-, en el último, fugaz y agónico camino de salvación de su extremo dolor. La angustia nace en el pobre porque la conciencia de la pobreza lo enfrenta con la muerte. Más aún, le han enseñado que la pobreza es un crimen del pobre.
Inducido día y noche al suicidio como sacrificio redentorio, será preciso -desde la lógica que garantiza la pobreza- que con su pasividad extrema el pobre pague sus culpas y recupere la inocencia.
Lo que se calla es que nadie puede ser inocente en la pobreza, que su materia es la ignorancia y su producción masiva, crónica e indiferenciada.
La pobreza contiene al pobre en su vastedad como la mar a sus olas, sin
darle calidad de sujeto, jamás será un rostro y un nombre, no tendrá historicidad ni conciencia crítica, y obligado a sufrir el divorcio absoluto de su cuerpo y su alma -destruidos en soledad- no podrá devenir en espíritu de humanidad. No hay responsabilidad por la pobreza del pobre. Tampoco se acepta la culpa, en tanto el pobre está puesto por fuera del mundo humano, ni siquiera es lo otro, pertenece a una categoría abstracta y sin sentido, que se reproduce a sí misma: la pobreza
Así la pobreza no requiere sustancia primigenia de vida, es un predicado de la muerte; será vista como la consecuencia accidental -no previsible, tampoco deseada- de la riqueza. O, si se prefiere, un derivado patológico (se piensa en un delito aberrante, en una pústula, en un delirio) de un proceso de legalidad, de salud y normalidad que organiza el universo de los hombres «bien pensantes», quienes, imbuidos de fe santa, libran contra el «mal» de los pobres la batalla por el paraíso perdido.
La pobreza nace con cada pobre, que deberá andar con sus pies sobre el mismo fuego original.
La muerte de un pobre no es el fin de la pobreza, que desde su ajenidad sigue regando las sombras como si fueran rosas.
II.La muerte ante la conciencia de la vida jamás será la nada (que estremece pero también justifica); es un no poder ser que nace cual detritus del amor sobre la angustia de la existencia, una eternidad paralizada en el instante que abrió sus alas y clavó sus garras en la materialidad de un hombre desnudo y sin socorro en el paroxismo de la desesperación.
La muerte es un todo de sustancia no perfecta, que antecede a la vida y se perpetúa en cada una de las vidas, tengan o no tengan pasado.
El discurso de la muerte recoge las palabras de la muerte y el silencio de los muertos, fundidos en los bordes del vacío.
La muerte no es el pecado de la vida.
El pecado de la vida es la pobreza, donde vuelven a escucharse, sin respuestas, las palabras de la muerte y el silencio de los muertos, en un desierto que desconoce la resurrección.
La muerte es para los vivos que han tenido existencia y en plenitud no forzada (se habla del ejercicio develado de las contradicciones). Así los pobres, que son «numerosidad» en la pobreza, pasan a la muerte desde una posición que se inscribe como materia tanática, agonía de la continuidad en una infinitud sin tránsitos.
La pobreza es una acción antes que un estado. Al igual que el lenguaje sólo se entiende como un todo. Se da de una vez y para siempre. (Salvo que la oscuridad de origen que la estructura y resguarda, se ilumine con su propia muerte).
La pobreza es más que una cantidad de privaciones, humillaciones y estadísticas: es una calidad morbígena, nefanda.
La pobreza priva de la conciencia profunda de la vida, ya no hay una anterioridad a la vida como pobre, ni una posterioridad a la muerte en la pobreza.
La pobreza a lo sumo permite navegar por los márgenes del saber de la pobreza; llegar a la verdad que escandaliza la realidad desde el interior de la pobreza, exige una experiencia que abreva en los rituales del sacrificio, y provoca, desde la excepción individual, la aparición del héroe, el genio o el mártir. Vista la pobreza como totalidad, su saber absoluto solo puede lograrse desde otra totalidad: su no existencia.
Es que la pobreza ya no necesita vincularse con la muerte. Existe en ella y por ella.
III. El ser sin existencia ocurre en los sueños.
El sueño es una eternidad que se produce en la vida.
La muerte no sueña la vida, la espanta, tras el pavor agudo de la pobreza.
La vida es anterior a la pobreza, pero la pobreza no reconoce el pasado
de la vida, el tiempo lo conjuga en continuidad del presente.
La pobreza se mueve sin memoria y sin remordimiento. La memoria necesita de lo humano; tampoco es posible el remordimiento sin una divinidad que pida cuentas sobre el amor. El olmo nunca se planteó dar peras: en el espacio de la pobreza no hay lugar para lo humano y la divinidad sólo se recibe en tanto contribuya a la reproducción de la pobreza, convertida perversamente en principio de la realidad. Limosnas y resignación, perdón o consuelo son máscaras múltiples de un mismo crimen.
La pobreza es aquí un fantasma que abre los espejos del horror. Detrás de las máscaras absurdas, el horror es la muerte. La pobreza tiene el rostro definitivo de ningún rostro, un vacío sin humanidad, anonimidad pura.
En la pobreza la muerte no será el recuerdo crítico y consciente de la vida. El «bien» y el «mal» resaltan las opciones estereotipadas de una misma tragedia. La justicia o la piedad apenas sirven de alegorías macabras.
El pobre que muere con los zapatos de pobre sin haber soñado la muerte de la pobreza
-se habla aquí del sueño que saca a flote el deseo y anticipa la realidad-, no muere para la vida: despojado y expulsado de su existencia (su mismidad será un fantasma), muere sin clausurar el proceso de muerte, es apenas un fugaz suceso de la pobreza.
El pecado originario de la vida es la pobreza y no tiene absolución en el reino de los cielos. La «condena» al trabajo para modificar la naturaleza y reproducir la vida es el precio de la libertad, y hace de la pobreza una cuestión absolutamente humana, un litigio histórico y social.
La pobreza es cantidad que prosigue en cantidad sobre la tierra hasta que la muerte extinga el sentido de la vida.
La lectura individual de la pobreza responde a las reglas del azar. Páginas abiertas por el viento, a veces socorrido por las diosas del
destino.
En la pobreza hay una garganta común que se oprime hasta que cada pobre, uno a uno, se cubre con las cenizas de la noche.
Cubiertos por esas cenizas de la noche no tendrán los pobres en la pobreza otra resurrección que la conciencia.
Los sueños de los pobres no son «un accidente maléfico»; tampoco responden al «espíritu de la inocencia», nacen como un estertor desde la materialidad atroz de la pobreza, allí donde la muerte sueña la muerte de los pobres con los ojos bien abiertos.
Los pobres sueñan con los ojos dormidos para no ver la pobreza, pero ven la muerte, que jamás fue un pasajero de sus días, siempre estuvo en el final del camino. (¿Qué ven en la muerte los pobres…? ¿La vida que no dejó ver la pobreza…? )
La vida de los pobres se inicia con la muerte de la pobreza. En ese instante, abre sus aguas el río de la pureza, para que el sueño de la vida sea la propia vida, y la pobreza, ajena al poder de la muerte, sea apenas memoria del espíritu humano, cuando fue humillado, en nombre de la ley, sin que «clamara el cielo», sin que se detuvieran las honras a la razón con que el poder instituye y vigila este mundo…
Autor: Vicente Zito Lema.
Fuente: http://www.icarodigital.com.ar