AUTOR: Magdalena Ruiz Guiñazú
Los meses han sido varios y el acostumbramiento no se muestra hasta que, en determinados momentos, tomamos conciencia de pérdidas irreemplazables. Y no me refiero a objetos, ni siquiera a momentos cruciales. Simplemente me permito advertir que el tiempo (implacable) va marcando dolorosas huellas en nuestra propia historia.
Porque nadie nos advirtió nunca que esto podría ocurrir. Porque una de las alegrías cotidianas pudo identificarse con aquello de cruzar una calle con perfume de tilo ó escuchar aquel despertador que marca un tiempo (generalmente molesto porque algún “sueño” se interrumpe allí) pero habitado por las sorpresas de cada día. Sí, en una palabra fuimos libres y ninguna monotonía es lo suficientemente placentera como para no señalarnos que hemos perdido (algo maravilloso) que se llamaba libertad. Incluso, en los primeros momentos buscamos caminos nunca transitados argumentando que todo cambio, bien administrado, puede contener riqueza. Y no siempre es así.
Por estas circunstancias que nos tocan vivir hemos comprendido una ignorada lección: a veces, aún sin saberlo, tanteamos en el tiempo y en cada hecho para formar allí el marco necesario para aceptar una nueva realidad. Claro, usted me dirá que en las cárceles miles y miles de seres humanos perdieron esa bocanada de aire fresco que indica haber franqueado una pared. Lo cual es cierto. Pero, en este caso, nos ha sido impuesto un límite (y no es un juego de palabras) cuyos contornos aún no conocemos. Ya no se trata del día o de la noche que conllevan un milenario diseño que dibujara una mano a la que no podemos identificar. Abre una nueva puerta o (volvemos a la palabra) significará para siempre ese muro imposible de derribar.
Y son muchos los subterfugios. No solamente un mundo de imágenes que ha convertido la realidad en una pantalla sino que (y debo confesar que el azar me hizo pasar por esa circunstancia) cuando, tantas veces, hemos buscado en la lectura un camino diferente a la realidad circundante resulta fundamental la elección del texto (no solamente deseado) sino también necesario.
Me explico: somos millones los que, entre ciertas páginas, hemos encontrado subterfugios para sobrevivir pero, hoy, esto requiere un análisis de circunstancia hasta ahora desconocido. No es sólo un buen libro el que nos aliviará el encierro, no es sólo una determinada historia la que podrá alimentar la nuestra. En este mundo que se llamará encierro habrá pocos autores que puedan cumplir con nuestra sed de universos nuevos, distintos y, sin duda, con puertas entreabiertas que cada uno sabrá como cerrar o abrir sin mayores daños para nadie.
Aquí insistimos: en el transcurso de la existencia cada hombre o mujer viviendo en libertad, no conociendo cárcel alguna, puede lograr franquear ese secreto : puertas entreabiertas (decíamos). Lo fundamental, entonces, es poseer el talismán que nos permita sobrevivir.