Carl Gustav Jung
La importancia de la psicología en el presente
En el mundo de los hombres existía una especie de alma colectiva en lugar de una conciencia individual, la cuál sólo surgió al llegar la humanidad a grados superiores de su desarrollo.
La conciencia de grupo, dentro de la cual pueden cambiarse los individuos, no es, sin embargo, el peldaño ínfimo de la conciencia, sino que ya constituye una diferenciación. Lo más primitivo posee una especie de omniconciencia con completa inconsciencia del sujeto que lo soporta. En este nivel sólo existen sucesos pero no personas que actúan.
La suposición de que lo que me gusta a mí gustará también a otro, constituye, pues, un notable residuo de aquella penumbra primitiva de la conciencia en la que no existía diferencia alguna perceptible entre yo y tú, y en la que todos pensaban, sentían y querían del mismo modo. Cuando alguien se diferenciaba de los demás se producía una perturbación. Nada causaba mayor pánico entre los primitivos que lo extraordinario, de lo cual inmediatamente se sospechaba, considerándolo peligroso y adverso. Esta reacción primitiva, también sobrevive entre nosotros. Con cuanta facilidad se siente ofendida una persona cuando alguien no comparte su convicción, cuando alguien no considera bello lo que ella juzga así! Se sigue persiguiendo a los que piensan de modo distinto, todavía se pretende imponer a los demás la opinión propia, convertir a los descreídos para librarlos del infierno que, sin duda, les espera y, más aún, se siente un enorme temor de quedar solo con la propia convicción.
La igualdad psíquica de los hombres es una suposición tácita, un hecho simplemente existente que deriva de la inconsciencia original del individuo. En el mundo de los hombres existía una especie de alma colectiva en lugar de una conciencia individual, la cuál sólo surgió al llegar la humanidad a grados superiores de su desarrollo.
Si la igualdad colectiva no fuese un hecho original, fuente y madre de todas las almas individuales, sería una ilusión de proporciones gigantescas. Por ello, a pesar de la conciencia individual, subsiste imperturbable, en la forma del inconsciente colectivo, comparable a un mar sobre el cual flota, como una nave, la conciencia del yo. He aquí por qué no se perdió nada del mundo espiritual y primitivo. Así como el mar avanza en oleadas entre los continentes y los rodea como islas, así el inconsciente primitivo rodea nuestra conciencia individual. En la catástrofe de la enfermedad mental el mar primitivo bate con recias olas contra la isla y hace desaparecer inmediatamente la ola que acaba de formarse. Las perturbaciones nerviosas derriban diques e inundan regiones fértiles. Los neuróticos son habitantes de la costa y por ello más expuestos a los peligros del mar. Los individuos llamados normales viven tierra adentro sobre un suelo más elevado y seco, junto a ríos y lagos inofensivos. No les alcanza ninguna marea por alta que ésta sea, y el oleaje está a tan grande distancia que incluso se llega a negar su existencia.
La conciencia individual está rodeada por el mar amenazador del inconsciente. Tan sólo en apariencia está segura y confiada, pero en realidad es una cosa frágil que descansa sobre bases vacilantes. Basta a veces una emoción fuerte para perturbar sensiblemente el equilibrio de la conciencia.
El habitante normal de la tierra adentro que se olvidó del mar, no asienta en tierra segura, sino sobre un suelo resquebrado, donde en cualquier momento puede irrumpir el mar a través de grietas continentales causando escisiones. El hombre primitivo conoce ese peligro, no sólo a través de su psicología propia, los perils of the soul, los peligros del alma, según la expresión técnica. Tales peligros consisten en la llamada pérdida del alma o en el estar hechizado. Se trata, en ambos casos, de fenómenos de escisión; en el primer caso, el alma del hombre diríase que ha emigrado, mientras que en el segundo se trataría de una inmigración. Este modo de decir parecerá seguramente algo raro, pero expresa con bastante exactitud los síntomas que hoy llamamos fenómenos de disociación o estados esquizoides. No son en absoluto síntomas morbosos, ya que también se presentan en el hombre normal. Se trata de transformaciones de los sentimientos generales, cambios irracionales del humor, emociones excesivas, desgano repentino, cansancio psíquico, etc. Incluso es posible encontrar entre los llamados hombres normales fenómenos esquizoides que corresponden al estado proceso primitivo. El hombre normal tampoco está a salvo del demonio de la pasión.
El hombre primitivo, igual que nosotros, consideraba la escisión del alma como algo morboso. Con la diferencia de que cuando esto sucede nosotros hablamos de “conflictos”, nerviosidad y enfermedades mentales.
La conquista de la conciencia fue la fruta más deliciosa del árbol de la vida, el arma mágica que dio al hombre el triunfo sobre la tierra y que esperamos le facilitará la victoria, mayor todavía, sobre sí mismo.
El hecho de que la conciencia individual signifique separación y enemistad, ha proporcionado a los hombres una infinita experiencia particular y colectiva. Y si en el individuo la escisión es una enfermedad, otro tanto ocurre en la vida de los pueblos. Difícilmente podremos negar que nuestra época es también uno de esos períodos de escisión y enfermedad. Las situaciones políticas y sociales, el desgarramiento religioso y filosófico, el arte y la psicología moderna están acordes en esto. Y puede sentirse cómoda cualquier persona dotada, al menos, con cierto sentido de la responsabilidad humana? A fuer de sinceros debemos confesar que nadie se siente satisfecho en este mundo actual y la desazón crece continuamente. La palabra crisis es también un término médico que señala siempre la culminación peligrosa de la enfermedad.
Al despertar la conciencia, quedó depositada en el alma de la humanidad el germen de la morbosa escisión, como supremo bien y supremo mal a la vez. Es difícil juzgar el presente en que vivimos; pero si volvemos sobre la hipótesis de la enfermedad mental que padece la humanidad, nos daremos cuenta de que en tiempos pasados sufrió también ataques morbosos que ahora nos resultan más fáciles de comprender.
La esquizofrenia de un mundo es a la vez un proceso de saneamiento o, mejor aun, el punto culminante de una gestación que entraña dolores de parto. Una época de escisión es simultáneamente una época de nacimiento.
La filosofía china clásica distingue dos principios universales opuestos, el claro Yan y el oscuro Yin. Afirma con respecto a ello, que cada vez que uno llega a la cima de su poder, despierta en él como un germen, el principio opuesto. Cuando una cultura alcance su punto culminante, sobrevendrá, más tarde o más temprano, la época de la dispersión. La descomposición aparentemente sin sentido y sin esperanza en un conjunto múltiple, carente de trabazón y que podría despertar ala repugnancia, y la desesperación, contiene sin embargo en su fondo oscuro, el germen de una nueva luz.
Verdad es que nadie que no haya experimentado cree que fuera de la conciencia puede haber en el hombre otra actividad psíquica independiente, y de modo especial que pueda haber una actividad que tenga lugar no sólo en el yo, sino simultáneamente en otras partes del alma, pero si se compara la psicología del arte moderno con los resultados de la psicología, y éstos a su vez con la mitología y la filosofía de otros pueblos, se encuentran pruebas irrefutables de la existencia de ese factor colectivo inconsciente.
Los sueños son los productos del alma inconsciente, imparciales, espontáneos, sustraídos al albedrío de la conciencia. Son verdaderamente naturales, de una verdad no falseada y por lo mismo, adecuados para mostrarnos el camino de una actitud concorde con el carácter fundamental del hombre, cuando nuestra conciencia se ha alejado demasiado de su posición básica proponiéndose algo imposible.
Aunque se acepte la idea general de que los sueños no son inventos voluntarios, sino el producto natural de la actividad inconsciente del alma, quedan los sueños reales para ver en ellos un mensaje de cierto alcance.
Si tenemos presente que en el inconsciente existe con exceso todo aquello que falta a lo conciente, y que el primero tiene pues una tendencia compensadora, llegaremos a ciertas conclusiones, siempre y cuando que el sueño no proceda de profundidades psíquicas extraordinarias. Tratándose de un sueño de esta última categoría contiene por regla general algo de lo que se denomina motivos mitológicos, es decir, asociaciones de ideas o imágenes como las de la mitología del pueblo aborigen o de otros extraños. En tal caso, el sueño contiene lo que se llama un sentido colectivo, es decir, un sentido humano general.
Esto no contradice mi observación de que siempre soñamos de nosotros y desde nosotros. Como sujetos y como individuos no somos absolutamente únicos, sino como los demás hombres. Un sueño que tenga sentido colectivo tiene, por ello, valor máximo para el soñados mismo, pero al mismo tiempo expresa que su problema momentáneo es también el de otras personas. Tales comprobaciones tienen a veces gran valor práctico, pues hay infinidad de hombres que permanecen interiormente aislados de la humanidad y convencidos de que los otros no tienen los mismos problemas que ellos. También hay personas tan excesivamente modestas, que juzgan demasiado insignificante su contribución a la labor colectiva, dejándose guiar por un “sentimiento que penetra hasta la nada”. Por otra parte, cada problema individual está relacionado, en alguna forma, con el problema de la época, por cuya razón cada dificultad subjetiva debe ser observada desde el punto de vista de la situación general de la humanidad. Pero prácticamente esto sólo es lícito en el caso de que el sueño tenga, en verdad, un simbolismo mitológico, es decir, colectivo.
Nadie que no conozca a sí mismo puede conocer a otro. Y en cada uno de nosotros hay también un “otro” que desconocemos. El “otro” nos habla a través del sueño y nos comunica de cuan diferente manera nos ve, en comparación de cómo nos vemos nosotros. Al encontrarnos, pues, en una difícil situación el extraño “otro” quizá puede iluminarnos orientándonos de modo adecuado para cambiar fundamentalmente la actitud que nos llevó a aquella complicada situación.
La tendencia netamente individualista de nuestro reciente desarrollo tiene por consecuencia una reacción compensadora de la conciencia colectiva, cuya autoridad continúa siendo el centro de gravedad de la masa. No es sorprendente, pues, que hoy predomine una especie de acusación de catástrofe, como si se tratara de una avalancha que nadie puede detener. El hombre colectivo amenaza ahogar al individuo, sobre cuya responsabilidad descansa al fin y al cabo toda obra humana. La masa como tal siempre es anónima e irresponsable. Los llamados dirigentes son el síntoma inevitable de un movimiento de masas. Los verdaderos adalides de la humanidad son siempre aquellos que reflexionan sobre sí mismos y que alivian el peso de la masa, cuando menos en lo que se refiere a ellos, manteniéndose concientemente alejados de la ciega necesidad natural del movimiento que experimenta la masa.
¿Pero quién logra resistir ese poder de atracción que lo inmola todo, en el que un individuo se apoya sobre otro y éste arrastra consigo aquél? Solamente lo consigue quien vive no sólo el mundo exterior sino también el interior.
Si antes me referí con preferencia al sueño, sólo lo hice para mencionar uno de los puntos de partida más inmediatos y conocidos de la experiencia interior. Fuera del sueño quedan otros factores que no puedo examinar ahora. La investigación de las profundidades del alma pone en claro muchas cosas que a lo sumo pueden soñarse superficialmente. No es extraño, pues, que pueda descubrirse también la más fuerte y autóctona de las actividades espirituales, como es la religiosa. En el hombre moderno esa actividad yace más profundamente sepultada que la sexualidad y la adaptación social.
Cuando se da el nombre de neurosis al diablo, queda en evidencia que hoy se considera a esa experiencia diabólica como enfermedad, lo que es muy significativo para nuestro tiempo. Cuando se le considera como desplazamiento o represión de la sexualidad o afán de hacerse valer, es evidente que ello también disgusta gravemente a esos instintos fundamentales. Cuando se lo denomina “Dios” se demuestra que se pretende expresar algo que involucra todo y tiene una profundidad universal. Si se tiene en cuenta su fondo absolutamente irreconocible, esta última designación es la más cauta y a la vez la más modesta, pues concede a la experiencia amplio margen y no le da forma corriente de un esquema de conceptos, al menos que alguien tenga la idea extravagante de pretender saber con exactitud lo que es Dios.
Llámese como se quiera a ese fondo anímico, nada modifica el hecho de que influye de modo extraordinario sobre la existencia y el carácter de la conciencia, y en una medida tanto mayor cuanto menor es la noción que de ello se tenga. El laico difícilmente podrá formarse una idea respecto hasta que punto sus inclinaciones, estados de ánimo y determinaciones dependen de los hechos oscuros de su alma, y cuán peligrosas o útiles pueden resultar las fuerzas de las mismas y en qué medida influyen en su destino. Nuestra conciencia cerebral es un histrión que se olvidó que está desempeñando un papel. Pero cuando la representación llega a su fin tiene que recordar su realidad subjetiva, pues no puede seguir viviendo como Julio Cesar y Otelo, sino únicamente conforme a su modo de ser particular, del cual le alejó momentáneamente un fraude de la conciencia. Tiene que volver a saber que sólo fue una simple figura teatral, que se interpretó una obra de Shakespeare y que hay un director de escena y un empresario que, tanto antes como después, podrán hacerle una crítica esencial respecto a su labor.