Reflexión sobre el poder

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El poder, en su forma más peligrosa, rara vez se anuncia. Llega disfrazado de protección, de claridad, de fortaleza. Esta es una meditación sobre cómo ese poder se instala—no solo en los gobiernos, sino también en los hogares, en las instituciones, en los rincones silenciosos de la psique humana. Los nombres cambian, las banderas cambian, pero el patrón persiste. Si este texto despierta recuerdos de una época o figura en particular, eso le pertenece al lector. Mi objetivo es más amplio, más antiguo, y quizás más urgente: entender cómo cedemos, por qué seguimos, y qué podría hacer falta para avanzar—con gracia, con visión, y con un corazón abierto, sin temor a la verdad.

¿Cómo sucede?

¿Cómo es que un solo ser humano—dos pulmones, dos ojos, un cuerpo frágil y finito, como el de todos—llega a ocupar un lugar tan alto que millones terminan doblegándose a su voluntad? ¿Cómo alguien que alguna vez fue un bebé indefenso en brazos de su madre se convierte en una figura cuyas palabras alteran destinos, cuyos caprichos reconfiguran naciones, cuyo estado de ánimo puede inclinar al mundo hacia la guerra o la paz? ¿Cómo un alma, encerrada en un cuerpo igual al nuestro—susceptible a resfríos comunes, asustada por ruidos fuertes como nosotros—llega a un poder tan desmesurado, tan inconcebible?

No es una pregunta nueva.

Se la hicimos a emperadores y caudillos, a presidentes y primeros ministros (algunos grandes, otros terribles), a líderes mesiánicos, terroristas, y mafiosos. Se la hicimos a hombres cuyos nombres recordamos demasiado bien—Stalin, Mao, Hitler, Pol Pot, Sinwar—y a otros que ya olvidamos.

La volvemos a hacer en cada época.

Esto no trata solo de política. O si lo hace, es sobre la política que existe debajo de la política: ese teatro primitivo donde se busca el poder, se mantiene, y con frecuencia se abusa de él. Puede manifestarse también en formas más pequeñas—en relaciones personales, en el trabajo, en instituciones religiosas y académicas, y en las familias.

Empieza, creo, con una herida.

En la vida de todo tirano hay un momento—o una serie de momentos—en que el amor fue negado o deformado, donde el miedo echó raíz por primera vez. El tirano, en lo más profundo, es una persona asustada. Puede parecer fuerte, sereno, incluso radiante. Pero si se mira de cerca, se ve a alguien perpetuamente al borde, un yo que no tolera la contradicción, que necesita constante reafirmación para no colapsar. Una persona cuya maldad nace del amor negado.

La necesidad de control se vuelve absoluta. El caos debe ser sometido. Los rivales, eliminados. La verdad, flexibilizada. La atención, asegurada.

Es una arquitectura frágil, una casa de naipes—sostenida por la disposición a hacer lo que otros jamás se atreverían.

Este es el secreto de cómo el poder se transforma en tiranía: quien asciende en ese sentido negativo simplemente está más dispuesto a usar la violencia que los demás. No solo la violencia física—aunque también; incluso el asesinato y la tortura si se «justifican»—sino también la violencia psicológica, emocional, legislativa, espiritual. Donde otros dudan, él avanza. Donde otros reflexionan, él ataca. Donde otros están atados por la decencia, él solo responde a su necesidad desesperada y destructiva.

Ese es el filo crítico. La ventaja del extremo.

La mayoría de las personas, en el fondo, no quieren hacer daño. No desean destruir, humillar ni aterrorizar. Quieren que los dejen en paz. Quieren pasar el día. Quieren ser buenos—o al menos, no ser malos. Y cuando aparece alguien dispuesto a cruzar todos los límites, a decir lo indecible, a amenazar lo que jamás debería ser amenazado, muchos, instintivamente, se hacen a un lado.

Y con cada paso hacia el costado, el camino se ensancha para el tirano.

La tiranía—de cualquier tipo, en cualquier ámbito—nunca se construye en un día. Es una edificación lenta—ladrillo por ladrillo, miedo tras miedo. Rara vez es evidente al principio. Llega envuelta en carisma, en confianza, en nostalgia, en llamados al orden agresivo. Apela a lo herido, tanto en lo colectivo como en lo personal.

Dice: Estás en peligro. Yo te voy a proteger. Pero primero, debes obedecerme.

Se presiona a la prensa. Se cuestiona al Poder Judicial. Los enemigos se multiplican. La verdad se vuelve maleable. ¡Todo se gaslightea hasta que estalla en llamas! Y eventualmente, el sistema en sí se transforma—primero sutilmente, luego por la fuerza—para acomodar la voluntad del tirano.

Pero el tirano no puede hacerlo solo. Necesita cómplices. Necesita facilitadores, justificadores, quienes dicen: «Sí, tal vez se le fue la mano… pero mirá qué fuerte es.» Necesita la voz pública que lo alaba, al funcionario que teme quedar irrelevante, al ciudadano que se encoge de hombros y dice: «¿Y qué puede hacer uno solo?»

Se alimenta del silencio de los decentes.

Y necesita, sobre todo, personas cansadas de la verdad, recelosas de la complejidad, deseosas de una claridad—even cuando esa claridad sea una mentira. El «decente» necesita consignas, memes, frases hechas—también palabras dulces, sugerencias azucaradas. Su cerebro, bañado en cortisol, ya no tiene paciencia para más que eso.

Ha ocurrido en tantos lugares y contextos. En tantas épocas. Y sin embargo, la dinámica es la misma: miedo, adulación, y el desmantelamiento cuidadoso de los límites.

Puede pasar en cualquier lado.

Incluso en sociedades con tradiciones antiguas. Incluso en países con constituciones bien redactadas. Incluso en familias cuyas vidas puertas adentro no se parecen en nada a lo que muestran hacia afuera. El error es asumir que el sistema se sostendrá por sí solo—que las normas se impondrán por naturaleza, que las leyes no se torcerán, que quienes ostentan el poder actuarán de buena fe—o al menos, según lo que creemos que beneficia a nuestro voluble conjunto de valores o deseos inmediatos.

Pero una sociedad justa, de cualquier tipo, no es una máquina. Es un pacto vivo. Requiere participación. Requiere memoria. Requiere consenso.

Y más que nada, exige coraje.

John Adams escribió que la Constitución estadounidense fue hecha para «un pueblo moral y religioso» y que es «totalmente inadecuada para gobernar a cualquier otro.» Lo que quiso decir, creo, es que las leyes por sí solas no nos salvan.

Requieren carácter.

Requieren un pueblo dispuesto a gobernar no solo a otros, sino también a sí mismo.

¿Qué pasa cuando ese autogobierno se erosiona?

¿Qué pasa cuando las mentiras se transmiten con la misma fuerza—o más—que la verdad? ¿Qué pasa cuando las personas pierden la capacidad de decir lo que es evidente? ¿Qué pasa cuando se construyen narrativas enteras no para reflejar la realidad, sino para suplantarla?

Lo estamos viendo de maneras tanto sutiles como evidentes—no solo en las grandilocuentes declaraciones de figuras públicas, sino en la silenciosa complicidad de las instituciones. En la forma temerosa, cobarde, en que se dice la verdad. En las estrategias calculadas para negar la realidad.

Y sin embargo—y esto tal vez sea lo más importante—si es cierto que una sola persona, por carisma o crueldad, puede llevar a una sociedad (o a una familia) al borde del abismo, ¿no es también posible que una sola persona pueda traerla de vuelta?

Si la oscuridad puede multiplicarse desde una sola voluntad, ¿por qué no la luz?

Sí. Lo sé. Es una especie de deseo mesiánico.

Quizás sea ingenuo.

Quizás sea sagrado.

Quizás sea nuestra única esperanza.

Sabemos que el mal puede ser llevado a cabo por una sola figura determinada. La historia lo ha demostrado muchas veces. Pero ¿y si la bondad—clara, valiente, inflexible—también pudiera hacerlo?

¿Qué tal si ese mismo cuerpo humano frágil que cargó tanta destrucción—esos dos pulmones, ese único corazón—también pudiera portar la sanación?

No se trata de esperar un héroe.

Se trata de rechazar la mentira de que la bondad es débil por naturaleza, o que la violencia desenfrenada es la única vía para el cambio. Se trata de reconocer que nuestra capacidad de imaginar algo mejor—de aferrarnos a la moral, como sugería Adams, incluso cuando incomoda—podría ser la forma más verdadera de poder que existe.

La persona tiránica, al fin y al cabo, no es poderosa porque sea fuerte.

Es poderosa porque los demás se lo permiten.

Y así como se le otorgó ese permiso, también se le puede quitar.

Ahí está nuestra agencia—no en gestos grandiosos, sino en la negativa a mirar hacia otro lado, en la insistencia por la claridad, en el coraje diario de decir la verdad incluso cuando cuesta algo. Y sí, para algunos, ese algo ha sido la vida misma.

Sí, una persona puede cambiar la historia para mal.

Pero una sola persona—una sola—también puede cambiarla para bien.

Y tal vez esa persona no sea ni un político ni un profeta.

Tal vez seas vos.

Tal vez sea yo.

Tal vez sea cualquiera que, al ver la sombra, decida encender una lámpara y alzarla frente a la oscuridad que avanza.

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