En ocasión de celebrarse, en 1992, en Río de Janeiro, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, el director ejecutivo del Programa para el Control Internacional de Estupefacientes de dicho organismo, Giorgio Giacomelli, expresó que al hablar de drogas no se debía omitir la referencia a la contaminación que éstas ocasionaban, señalando que los estupefacientes se habían convertido en una de las causas principales de deforestación e infestación de los ríos. Porque los bosques se queman para destinar esos terrenos a plantaciones y laboratorios ilegales, y los productos químicos utilizados en éstos, en general extremadamente tóxicos, se arrojan a las vías fluviales.
En ese sentido no pueden dejar de mencionarse las denuncias que han estado formulando gremios de agricultores y pescadores de los principales países productores de drogas, que sostienen que las drogas ilícitas están ocasionando una verdadera catástrofe en el medio ambiente. Según informes recientes, en la región andina los productores de droga emplean, cada año, y entre otras sustancias, 10 millones de litros de ácido sulfúrico, 16 millones de éter etílico y ocho millones de litros de querosén. Sin dejar de mencionar la soda cáustica y el permanganato. ¿No deberían también ser estos asuntos de prioritaria atención para los activistas ecológicos? No se ha oído mucho al respecto.
En cambio, grupos ambientalistas y organismos no gubernamentales de derechos humanos han expuesto y alertado sobre los efectos devastadores de la fumigación aérea con glifosato, método utilizado para la eliminación de cultivos ilícitos en territorio colombiano. Su prédica ha tenido eco favorable no sólo en Colombia sino también entre un considerable número de miembros del Congreso de los Estados Unidos. En defensa de la utilización de la sustancia, el Departamento de Estado sostiene que la fumigación aérea sobre los cultivos ilícitos se ha llevado a cabo durante los últimos diez años sin ningún efecto aparente en la salud de la población.
En realidad, desde el surgimiento del negocio de la transformación de la hoja de coca y de amapola, pasando por la creación de las cadenas de procesadores y de narcotraficantes, hasta la decisión de fumigar para tratar de acabar con los cultivos ilícitos, todos estos actos, cada uno a su manera, están destruyendo el equilibrio ecológico.
Los campesinos cultivadores, como hemos visto, utilizan toneladas de sustancias químicas en el procesamiento de las drogas, sustancias que, según los investigadores, son altamente inflamables, tóxicas e irritantes para quienes se exponen a ellas, y que, a no dudarlo, están causando enfermedades que luego se denuncian como originadas en las fumigaciones con glifosato.
Por el otro lado, con las fumigaciones se agrava el problema, debido a que el glifosato es un herbicida también tóxico y su exposición al producto causa irritación a las mucosas y, en casos extremos, puede producir cambios neurológicos que impiden la contracción de los músculos.
La naturaleza no perdona
Convertida en el símbolo más visible y combatido del Plan Colombia, la fumigación de cultivos ilícitos es hoy un punto crucial de la polémica nacional e internacional sobre la lucha contra el narcotráfico.
Mientras el debate continúa, los colombianos miran con preocupación cómo se destruyen los recursos naturales y se afecta el equilibrio ambiental y su calidad de vida. Los mayas descubrieron el trauma ecológico y expresaron sus efectos con singular realismo: «Dios siempre perdona, los hombres a veces perdonan, la naturaleza nunca perdona».
La sociedad colombiana enfrenta una difícil opción entre dos posiciones antagónicas. La primera podría resumirse en aquella que sostiene que ningún objetivo económico, social o político, por prioritario que sea, debe atentar contra la estabilidad del medio ambiente y la calidad de vida, ya que serán las futuras generaciones las que padecerán el impacto de los errores cometidos en la actualidad, que se traducirán en definitiva en más pobreza, tragedias y desarraigo.
La segunda es la que alienta a optar por el mal menor y señala que el narcotráfico genera destrucción de la capa vegetal, desequilibrio ecológico irreversible, daño ictiológico, envenenamiento de aguas, proliferación del delito, economía subterránea, daño a la juventud y al futuro de la nación, masas de desarraigados y explotados campesinos y corrupción y financiación de grupos terroristas.
Recientemente, y tratando de disminuir el nivel de conflictividad, los gobiernos de Colombia y de los Estados Unidos anunciaron que están dispuestos a revisar el impacto de las fumigaciones con glifosato sobre los cultivos ilícitos, a través de una entidad neutral, con una sólida preparación científica y de gran credibilidad, para preservar la seguridad de los ciudadanos.
Es indudable que una lucha sincera contra la lacra del narcotráfico requiere -fundamentalmente- la cooperación internacional en la implementación de programas de desarrollo alternativo; acciones coordinadas y contundentes contra las organizaciones dedicadas a la producción de drogas, los traficantes y distribuidores de estupefacientes y los lavadores de dinero, y la implementación de sólidas y permanentes estrategias y campañas de prevención para reducir hasta su mínima expresión el consumo de drogas.
Fuente: Diario La Nación (Noviembre 02, 2001)