Fuente: La voz de la salud
El experto israelí explica que hace falta una mejor comprensión de los mecanismos epigenéticos y ambientales que impactan en la salud mental para desarrollar tratamientos más efectivos.
El neurobiólogo israelí Alon Chen preside el Weizmann Institute of Science, un centro de estudios de renombre mundial en el que se producen conocimientos que impulsan grandes avances en biología y otros campos de la ciencia. Chen lleva más de 30 años dedicado a la investigación en neurociencia, una especialidad de las más complejas y en la que queda, todavía, un largo camino por andar hasta que se llegue a la comprensión profunda de los fenómenos que constituyen nuestra mente. En conversación con La Voz de la Salud, el experto explora las alteraciones genéticas y ambientales que hay detrás de temas como la depresión, la ansiedad o el estrés.
—¿Por qué están creciendo tanto los problemas de salud mental, sobre todo en jóvenes?
—En los últimos años han aumentado los casos en niños y adolescentes de ideaciones suicidas, intentos de suicidio, depresión, estrés postraumático y trastornos de ansiedad. El gran aumento vino con el covid-19 y los desafíos que trajo a nivel del estrés. Hablamos del estrés crónico, que no tiene que ser necesariamente causado por algo traumático y grave, sino incluso algo leve: un trabajo estresante, el tráfico por la mañana, situaciones tensas en la familia. Estos estresores crónicos se prolongan durante años y probablemente sean las razones más comunes por las que se desarrolla depresión. Vemos cada vez más estresores crónicos. En la antigüedad, quizás había estresores ambientales más grandes, como la escasez de alimentos. Hoy, es suficiente con estar todo el tiempo viendo lo que los demás dicen de nosotros en Facebook o Instagram para sufrir estrés, desarrollar una depresión o pensar en el suicidio. Estos factores están muy relacionados con el estrés social de la vida cotidiana.
—¿Por qué nos afectan más que antes esas cosas?
—No creo que se pueda decir que nos están afectando más que antes, creo que ahora somos más abiertos para hablar de cómo nos afectan. Nuestros padres o nuestros abuelos no hablaban de depresión o ansiedad. Era algo con lo que se vivía en silencio. Hoy, las generaciones más jóvenes se sienten más cómodas compartiéndolo. Esa es la razón por la que estamos más expuestos a esos temas. Y por otro lado, en la pandemia, el tener que asistir a clases por Zoom para muchos fue una pesadilla. Los humanos somos organismos muy sociales, nos gusta vernos, interactuar, y lo necesitamos. Estar encerrados sin poder ver a la gente, compartir actividades o experiencias fue un estresor muy potente y se puede seguir viendo aún hoy el impacto en el número de jóvenes y niños que sufren distintos trastornos relacionados con ese estrés: depresión, ansiedad, trastornos de la conducta alimentaria que han aumentado dramáticamente, como la anorexia y la bulimia nerviosa. Hay que saber que la depresión es un espectro. Hay personas que se levantan por la mañana, se duchan y se van a trabajar, pero no por eso dejan de tener depresión. Y un 40 % de la gente va a atravesar un episodio depresivo en algún momento de su vida. Muchas de esas personas saldrán de él sin tomar medicación ni hacer tratamiento alguno, pero siempre habrá otros que necesiten una solución más potente porque se quieren morir. No es que la gente sea más sensible que antes, pero sí que hay más casos y quizás el gran problema es que no tenemos buenas soluciones.
—¿La medicación y los tratamientos disponibles no son suficientes?
—La medicación solo funciona en una parte de los pacientes. Generalmente, un primer tratamiento funciona en un 50 % de los casos y después de un año, tras reemplazar un fármaco cinco o seis veces, sigue habiendo un 30 o 35 % de la población que no responde a ninguna de la medicación disponible. Con niños y adolescentes es todavía más difícil. Ellos responden todavía mucho menos al primer tratamiento y se ven muchos efectos adversos. Incluso aquellos que perciben efectos positivos al tomar psicofármacos pueden sufrir los efectos adversos, que pueden ser moderados o, en un 7 a 10 % de los niños y adolescentes, pueden ser directamente peores que si no tomaran nada. En esos casos, los síntomas de la patología, por ejemplo, de una depresión, van a empeorar todavía más con la medicación. Hay niños que empiezan a desarrollar ideaciones suicidas debido a la medicación. Esto también ocurre en un 1 % de los adultos. Y a día de hoy no entendemos bien por qué ocurre esto. Necesitamos un enfoque nuevo y otros fármacos para ayudarlos.
—¿La psicoterapia tiene menores riesgos en ese sentido?
—La terapia cognitivo conductual es tan efectiva como cualquier fármaco que tengamos a disposición. Si tomas a un grupo tratado con solo medicación antidepresiva y a otro grupo tratado solo con esa psicoterapia, verás que la mejora es similar en ambos casos. Entonces, se suele recomendar combinar ambos tratamientos. Pero incluso en países occidentales desarrollados, las listas de espera para acceder a psicólogos son extremadamente largas. Alguien que tiene depresión no puede esperar seis u ocho meses para tratarse. Es mucho más sencillo dar medicamentos, pero estos también demoran entre tres y ocho semanas en mostrar efectos. Ese es un problema. Definitivamente necesitamos nuevas soluciones y la única manera de lograrlo es entender el cerebro y lo que sucede en el cerebro de las personas que sufren, los circuitos, las proteínas, las neuronas.
—¿Por qué es tan difícil entenderlo?
—El problema es que estamos lidiando con patologías extremadamente complejas, que no son causadas por cambios en la expresión de un solo gen. Sí que hay factores genéticos que nos vuelven vulnerables a determinada patología y son familiares, por eso puedes ver patrones de esquizofrenia, por ejemplo, en las familias. Pero estas enfermedades no son solo genética. Puedes llevar en tus genes la predisposición a desarrollar una enfermedad, pero el hecho de que realmente la acabes desarrollando dependerá mucho del ambiente, de todo lo que comes, bebes, respiras, y del estrés, que es el factor más influyente en la salud a nivel ambiental. Entonces, hace falta una combinación de ambos. Por una parte, necesitas esa sensibilidad genéticamente determinada, pero si vas a tener o no una patología dependerá mucho de tus experiencias vitales. Estas podrían incluir dónde vives, los eventos que te suceden cuando caminas por la calle, si alguien te ataca, si ves un accidente. Solo cuando experimentes esos traumas verás si, en combinación con tu predisposición genética, eso lleva a que desarrolles una patología. El mecanismo para tener ansiedad, depresión u otros problemas emocionales está en el cerebro, pero tenemos que llegar a entender esos detalles, dónde están los circuitos cerebrales que regulan esas emociones, cuáles son sus mecanismos. Entonces podremos diseñar nuevas intervenciones.
—¿Hay algo en desarrollo en términos de fármacos?
—La mayoría de los fármacos disponibles hoy para depresión, ansiedad y trastornos de la conducta alimentaria se basan en el funcionamiento de los mismos sistema a nivel cerebral, el de la serotonina, la dopamina, la noradrenalina. Todas ellas son lo que llamamos neurotransmisores clásicos. Estos fármacos trabajan sobre las mismas redes neuronales. Hace poco, se aprobó el uso de la esketamina intranasal, que actúa mucho más rápido que otros psicofármacos, pero tiene también sus efectos secundarios y tampoco funciona en todos los casos. Pero sí que hay nuevos enfoques, hay tratamientos en desarrollo que involucran otros sistemas. Hay algunos que actúan sobre los mecanismos epigenéticos. La forma en la que el ambiente influye en tu ADN y en tu predisposición genética a ciertas patologías es a través de esos mecanismos epigenéticos. Así que creo que en los próximos años veremos nuevos fármacos.
—¿Qué hace falta para que lleguemos a ver medicamentos dirigidos a esos mecanismos epigenéticos?
—Un factor que nos ayudará a desarrollar nuevos tratamientos será la inteligencia artificial. Las patologías de salud mental son extremadamente complejas e involucran muchos factores que se desarrollan a lo largo del tiempo. Si tu madre estuvo estresada mientras te gestaba, eso te podría afectar en la edad adulta, pero solo cuando haya una situación traumática se verá qué resulta de la interacción entre esos factores. La IA va a ser una herramienta muy potente que nos ayudará a analizar los datos de cientos de miles de pacientes, si tenemos su ADN secuenciado y tenemos sus historias clínicas, cada prueba que se hayan hecho, cada analítica de sangre y cada resonancia. Una persona no sería capaz de procesar toda esa información de tantos pacientes, pero un ordenador sí. Y podremos usar algoritmos para detectar patrones. Quizás descubramos que hay ciertas patologías que solo tienen las personas que han sido sometidas a un tipo muy específico de estrés y que, además, tienen cinco mutaciones genéticas determinadas. Son cosas tan complejas, que necesitaremos esas herramientas.
—¿Qué sabemos actualmente sobre los impactos del estrés en el cerebro?
—La forma en la que respondemos al estrés es algo natural. Si ves a un animal que te está por atacar, si lo hueles, si lo sientes, es normal que el cerebro active esta respuesta cuyo objetivo es permitirte sobrevivir a ese estresor. Esta respuesta es muy consistente a nivel evolutivo, es similar en humanos, en peces y en otros mamíferos. Tu frecuencia cardíaca va a aumentar y también tu presión sanguínea. Tu respiración cambiará, tu glucosa en sangre subirá y aumentará tu cortisol para que puedas correr. Tu atención va a estar centrada solo en ese animal, tu apetito disminuirá y tu sistema reproductor se desactivará para que puedas enfocarte en huir. Todo el cuerpo cambia con esa respuesta de supervivencia. Pero respondemos así no solo ante un león que viene a atacarnos o un coche que puede colisionar con el nuestro, sino incluso a veces ante una llamada telefónica estresante. Esta respuesta saca a nuestro sistema de la homeostasis. Todo se sale de control y a algunas personas les es difícil volver a su estado original. Si estos estresores se repiten de manera crónica, puede que la persona acabe con alteraciones en su homeostasis y ya no pueda volver a sus niveles de base.
—¿Por qué este impacto es diferente en hombres que en mujeres?
—La respuesta conductual y hormonal difiere. El cortisol sube más en mujeres, por ejemplo. Hay teorías sobre por qué esto es así. A nivel evolutivo, las mujeres necesitaban estar más alerta para atender y proteger a los bebés. Eso no es relevante hoy, pero el hecho de que la prevalencia de la ansiedad, la depresión y de los trastornos de la conducta alimentaria es entre dos y tres veces más alta en mujeres que en hombres sí que lo es. La pregunta que deberíamos hacernos es si no sería adecuado ofrecer tratamientos específicos para las mujeres teniendo en cuenta esto, incluirlas en más ensayos clínicos e incluir hembras en los estudios que se hacen en animales.
—¿Qué cosas podemos hacer para aliviar ese estrés que tenemos en el día a día?
—El ejercicio físico es el recurso que cuenta con más evidencia científica sobre sus efectos beneficiosos para aliviar el estrés. Sabemos que el ejercicio regenera neuronas en áreas muy relevantes para el bienestar emocional y es una manera muy saludable de afrontar la ansiedad y la depresión. Pero hay que tener en cuenta que muchas personas con depresión o ansiedad no tienen la energía para salir a correr por la mañana. Muchos pacientes no pueden hacer actividad física, por mucho que se la recomendemos. En ese sentido, hay que recordar que la psicoterapia es tan útil como cualquier fármaco de los que disponemos hoy. Y luego, todo lo que enriquece la vida es importante. Sobre todo la interacción social, pero cualquier cosa que te haga sentir bien: estar en el mar, hacer jardinería, ver una película. Mientras que esa actividad te haga sentir mejor, es algo que puedes hacer para aliviar tu estrés. También están la meditación y el mindfulness.
—¿Qué nos depara el futuro de la salud mental?
—No existen atajos, hay que invertir en estudios de base que nos ayuden a definir mejor las patologías. Hoy no tenemos pruebas médicas para la salud mental. No nos vale una muestra de sangre o una tomografía para detectarlas. El diagnóstico se basa en cuestionarios. Pero no tenemos ninguna forma de medir y determinar lo que le pasa a alguien. Quizás hay cientos de tipos distintos de depresión que requieren diferentes intervenciones, pero no lo sabemos. Tenemos que avanzar a una fase en la que contemos con este tipo de criterios cuantitativos para detectar la enfermedad, así como ocurre con el cáncer.
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