Fuente: Página 12
«Mientras me enfermaba el covid encontré algo en estas salas, en estos corredores, en la mirada de estas gentes», escribió el investigador Hugo Míguez, experto en epidemiología psiquiátrica, en una breve carta a minutos de ingresar a una sala de terapia intensiva del Hospital Italiano para ser intubado. El texto, en el que el hombre, de 75 años, buscó dar cuenta de «una cultura» que halló en su internación, se convirtió en un testimonio de lo que está sucediendo en los hospitales durante la pandemia, y los modos en que trabajadoras y trabajadores de la salud enfrentan el día a día y acompañan a quienes atraviesan cuadros graves.
Míguez, quien falleció el 20 de abril por el cuadro de covid-19, escribió un relato en el que destacó el papel de los intensivistas y su necesidad de tener «30 segundos lúcidos. Para poder evocar a los que quise sin que llegue a atraparme la melancolía”.
«Cama 1216… zona de trinchera», comienza el texto que fechó el 12 de abril y tituló “30 segundos”. “Busco dejar algo de lo aprendido en estos días de aislamiento, búsqueda de aire, revisión de sentido bajo la pandemia. Algo. Lo que pueda”, explicó al inicio de la carta el investigador, graduado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que fue docente, investigador y consultor de organismos nacionales e internacionales.
Durante su internación, escribió Míguez, encontró “algo en estas salas, en estos corredores, en la cultura de estas gentes. Una cultura”, en la que distinguió “un pathos”, y “una emocionalidad antigua. Comprometida. Algo yaciendo silente, a la par de la ciencia y la tecnología”.
«¿Qué significa descubrir una cultura en el Hospital Italiano en medio de un ataque como este?», se preguntó Míguez, un instante antes de responderse que “mucho”. “Significa, contra lo que podría pensarse, que no es el resultado de muchísimas personas. Con roles marcados, tecnicaturas, profesiones, saberes, tecnologías, destrezas”, anotó, poco antes de destacar la carga profundamente humana de la situación que atravesó.
Gracias a sus trabajadoras y trabajadores, el hospital en el que estaba «es una matriz acogedora, extraordinariamente cálida y vivificante”. “No es una nave científica que va a Marte. No. Esta va a la región más desolada de tu cerebro. Al caldo primordial de donde alguna vez nos arrastramos sin conciencia. Al lugar desde donde nos asusta el final del Covid llevándose nuestro aire”, y también “va al lado oscuro de tu cerebro para transformarse en una llamita con algo de calor y luz”.
Míguez recordó que, en un momento de agravamiento de su cuadro, cayó desmayado «por la falta de aire y la desesperación” y quedó “entrampado entre los muebles de la sala”. En ese momento,»unas manitas de enfermera tiraban de mí, Bibi”. «Braceando como pudo me alcanzó. Me abracé a ella y me di cuenta de que no estaba en un páramo sin vuelta atrás”, porque “cuando crees que ya perdiste todo escuchas el braceo enérgico de la que podría ser tu hija llegando hasta vos”. Esas manos “me acostaron, me calmaron, me dieron su aire”.
«Llegué dispuesto a evitar prolongaciones que arañen dos meses más de sobrevida a costa de desesperación. No rasguñar las piedras para mí. Bernardo y otros médicos me escucharon. Luego me pusieron una mano en el hombro y se hicieron cargo de mí. No tengo hermanos. Esto ha sido lo más próximo que he descubierto de esa relación. Me protegió. Llamó todos los días a mi hija que amo y la contuvo», detalló Míguez.
«Las manitas de Bibi, el desborde humanista y contenedor de Bernardo, la dulzura de la kinesióloga, la gente que te ayuda de todas las formas porque son una cultura que dice que sos valioso. Seguramente es cierto. Pero es porque te quieren desde lo más básicamente humano”, escribió en un celular Míguez. Salir de la enfermedad o el modo de hacerlo, reflexionó, no le preocupaba “tanto”. “Y dicho con humildad. En serio. Saldré con paz y con cariño. Está muy bien. Tengo 75 años. ¡Carpe diem para nosotros todavía!».
La carta concluye con un reconocimiento al personal que lo asistió durante su internación: «Me iré bien. Este hospital y su gente estará también en esos 30 segundos. Gracias, gracias, gracias».
El texto completo de la carta
Lunes 12 de abril.
Hospital Italiano.
Cama 1216… zona de trinchera.
“30 segundos”
Busco dejar algo de lo aprendido en estos días de aislamiento, búsqueda de aire, revisión de sentido bajo la pandemia. Algo. Lo que pueda.
Mientras me enfermaba el Covid encontré algo en estas salas, en estos corredores, en la mirada de estas gentes.
Una cultura.
Un pathos.
Una emocionalidad antigua. Comprometida. Algo yaciendo silente, a la par de la ciencia y la tecnología.
Una cultura.
¿Qué significa descubrir una cultura en el Hospital Italiano en medio de un ataque como este?
Mucho.
Significa, contra lo que podría pensarse, que no es el resultado de muchísimas personas. Con roles marcados, tecnicaturas, profesiones, saberes, tecnologías, destrezas.
No. No es sólo eso. Es una matriz acogedora, extraordinariamente cálida y vivificante.
No es una nave científica que va a Marte. No. Esta va a la región más desolada de tu cerebro. Al caldo primordial de donde alguna vez nos arrastramos sin conciencia. Al lugar desde donde nos asusta el final del Covid llevándose nuestro aire.
Va al lado oscuro de tu cerebro para transformarse en una llamita con algo de calor y luz. Una cultura.
Me caí desmayado por la falta de aire y la desesperación y me encontré entrampado entre los muebles de la sala donde terminé. Donde me estrellé en la caída.
Unas manitas de enfermera tiraban de mí, Bibi.
Cuando crees que ya perdiste todo escuchas el braceo enérgico de la que podría ser hasta tu hija llegando a vos.
Braceando como pudo me alcanzó. Me abracé a ella y me di cuenta de que no estaba en un páramo sin vuelta atrás.
Entre todas me acostaron, me calmaron, me dieron su aire.
Una matriz regenerativa que es la que ayuda. Un supraorganismo como un micelio gigante que sustenta, sin que nadie lo vea exactamente, los bosques que lo acompañan.
Una cultura.
Llegué dispuesto a evitar prolongaciones que arañen dos meses más de sobrevida a costa de desesperación.
No rasguñar las piedras para mí.
Bernardo y otros médicos me escucharon. Luego me pusieron una mano en el hombro y se hicieron cargo de mí. No tengo hermanos. Esto ha sido lo más próximo que he descubierto de esa relación.
Me protegió. Llamó todos los días a mi hija que amo y la contuvo. Le explicó. La protegió.
No hay palabras. Es la matriz que regenera. La que de alguna manera cargamos los sapiens cuando nos fuimos de África. Nuestra estrategia. No preguntes por quién doblan las campanas, ya sabemos, suenan por vos y por mí, hermano.
Tuve que partir al servicio de terapia intermedia. Estaba inquieto. Aparecieron kinesiólogos, médicos, enfermeros. El mismo espíritu. Las médicas llamando a mi hija y ayudándola mientras ella me ayudaba a mí.
La matriz regenerativa y matriarcal de la viejísima Europa. Cuando los pueblos como Huyuk no tenían murallas. Los matriarcados de miles de años atrás, que sostenían la cultura. Cuando las culturas matriarcales no habían sido barridas por los caballos de la edad del hierro.
Y de pronto… las manitas de Bibi, el desborde humanista y contenedor de Bernardo, la dulzura de la kinesióloga, la gente que te ayuda de todas las formas porque son una cultura que dice que sos valioso. Seguramente es cierto. Pero es porque te quieren desde lo más básicamente humano.
Una cultura regenerativa que también alcanza a los varones.
Todavía no se como saldré. Y no me preocupa tanto. Y dicho con humildad. En serio. Saldré con paz y con cariño. Está muy bien. Tengo 75 años. ¡Carpe diem para nosotros todavía!
Con estos pensamientos rondando desde hace unos años, muchas veces, me pregunté cómo quería mi salida.
Sólo quiero 30 segundos lúcidos. Para poder evocar a los que quise sin que llegue a atraparme la melancolía.
Me iré bien. Este hospital y su gente estará también en esos 30 segundos. Gracias, gracias, gracias.
Hugo Adolfo Míguez
28/08/1945 – 20/04/2021
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